domingo, 29 de mayo de 2016

Los Stradivarius del Palacio Real


Todo en los Stradivarius es leyenda. Su estampa esbelta, su finísimo acabado, la madera tornasolada, la etiqueta con la firma, el año y el lugar donde fueron construidos… Más de tres siglos de historia los contemplan. Simbolizan el arquetipo jungiano de LA PERFECCIÓN. De los mil doscientos que fabricó Antonio Stradivarius (1644-1737), el gran luthier de Cremona, quedan seiscientos cincuenta conocidos. Se supone que algunos no catalogados pertenecen a coleccionistas privados que por distintos motivos no los sacan a la luz. Otros aparecen en los lugares más inesperados, como el que se encontró en buen estado por los años setenta en un prostíbulo español. En 2006 saltó la noticia de que un campesino colombiano era el propietario desde hacía medio siglo de un Stradivarius fabricado en 1713 y valorado en 1,5 millones de dólares. Lo consiguió a cambio de tres sacos de café y a pesar de su condición social no quiso venderlo por "motivos sentimentales". Son muy sonados los robos. La página del FBI incluye entre los objetos de arte más buscados el Davidoff-Morini Stradivarius, tasado en tres millones de dólares, que desapareció en 2005 del apartamento de Erica Morini en Nueva York. Nunca más se supo. Los precios que alcanzan en las subastas son mareantes.
El llamado Lady Blunt (debe su nombre a Anne Blunt, nieta de Lord Byron y propietaria del violín durante 30 años) pertenecía en 2011 a la Nippon Music Foundation hasta que fue subastado en la Casa Tarisio. Alcanzó el precio más alto hasta ahora: 16 millones de dólares. Hay teorías sobre las causas de su excepcional sonido: su barniz único, el lavado y secado de las maderas de arce y abeto, las conjeturas románticas del tronco de árbol sacado del río o la utilización de las cuadernas de barcos hundidos. Otras todavía son más extravagantes. Circulan por la red con una solvencia pasmosa. Según parece, la explicación más sensata es la presencia de partículas metálicas en la madera, lo que sugiere que Stradivarius utilizó en su taller disoluciones de sales minerales para conferir a sus instrumentos la intensidad sonora que los caracteriza.

Aceptamos, por tanto, que cuando escuchamos un Stradivarius lo hacemos desde un marco de creencias y supuestos. Prejuicios (en el sentido más neutral del término). Son los ídolos del foro del filósofo Francis Bacon o los constructos de la psicología cognitiva que anticipan el significado de la percepción. De acuerdo; pero es imposible renunciar al mito. Un punto de magia resulta irresistible. Los mitos nos rodean. La sabiduría consiste en atender a los que nos devuelven a la edad de oro, al paraíso perdido, a la región de la inocencia y la felicidad. Et in Arcadia Ego: renunciemos por una vez a la losa del sentido común (un buen aficionado a la música no tiene competencia para distinguir un Stradivarius de otro violín) o a la eficiencia de la tecnología (la fabricación de violines de gama alta es tan depurada que ni los profesionales los diferencian con rigor). Ignoremos a los luthiers aguafiestas partidarios de que los violines actuales superan a los Stradivarius o Guarnerius, que han sido retocados, restaurados, barnizados muchas veces o con desperfectos imposibles de reparar. Huyamos de los científicos de la Universidad de Minnesota que han recurrido a escáneres de tomografía axial (sic) y otros artilugios para violar las intimidades de un Stradivarius. El misterio permanece. Mucha jerga físico-química y pocas conclusiones fiables. Los datos de tan prosaicos manejos han permitido a los de la bata blanca construir una copia exacta del violín… pero no sonaba igual. En realidad, ningún Stradivarius suena igual a otro. Las leyes científicas no valen. El artesano italiano representa la antítesis de cualquier proceso de reproducción en serie. Fabricaba sus instrumentos ad hominem, pensando en el intérprete. Se adaptaba a las virtudes y exigencias del personaje. Se trata de piezas únicas con unas características especiales. Cada violín tiene unos rasgos tímbricos irrepetibles.
Grandes violinistas del siglo XX como Yehudi Menuhin, David Oistrakh o Jascha Heifetz estaban de acuerdo en que no era fácil entenderse con un Stradivarius. Era preciso ganárselo a pulso. Se requería paciencia, ensayos y versatilidad para que el instrumento entregara sus tesoros sin condiciones. Parecía que sentía nostalgia por su primer dueño, que rechazaba al intruso que se atrevía a suplantarlo. El proceso recuerda los fragmentos de un discurso amoroso.

Cuando el maestro de Cremona desapareció a los noventa y tres años, sus seguidores continuaron la tradición pero no alcanzaron su excelencia. Además han circulado numerosas falsificaciones con suerte desigual. Pues bien, la colección de Stradivarius más valiosa que existe en el mundo es el conjunto de cuatro instrumentos (dos violines, una viola y un violonchelo) llamados españoles, palatinos o de la Colección Real. Están fechados por este orden en 1709, 1709, 1696 y 1697, se conservan en el Palacio Real de Madrid y pertenecen a Patrimonio Nacional desde que Carlos III los adquirió en 1772. Se estima a la baja que el valor de cada pieza oscila entre veinticinco y cuarenta millones de dólares (el violonchelo es la pieza más valiosa). Están expuestos en una sala del Palacio Real donde se pueden admirar en todo su esplendor. Copio de la publicación de Patrimonio Nacional:


El propio Stradivari decoró algunos de sus violines primorosamente, fileteando el contorno de las tapas superior e inferior con incrustaciones de marfil y cubriendo de arabescos y figuras de animales y de cupidos los aros y clavijeros. De estas maravillas han llegado a nuestros días únicamente once. No hay más. De ahí su incalculable valor. Lo verdaderamente importante desde el punto de vista musical es que el cuarteto de la colección Real de Madrid es, propiamente dicho, el único conjunto de instrumentos de cuerdas, ornamentado o no, creado por Stradivari como conjunto, con el propósito de que sonaran a la vez. No son cuatro instrumentos reunidos por coleccionistas, sino un cuarteto, un conjunto, y nació para serlo. Lo que significa que en este caso –y solo en este- la consecución de un color sonoro común, que es una de las tareas más difíciles que afrontan los cuartetistas, no es solo cometido de ellos, sino también, a trescientos años de distancia, del constructor de los instrumentos.


Por cierto, en 2012, durante una sesión fotográfica, el violonchelo se cayó al suelo y se partió el mástil. ¡Como lo cuento! Por suerte era la única parte no original del instrumento que fue cambiada un siglo después de su construcción a causa de las tendencias musicales del momento. El violonchelo ha sido restaurado por el mejor luthier italiano actual, incluso mejorado, según fuentes de Palacio. Entre todos hemos pagado con gusto la factura.

El día 18 de mayo asistí al último concierto del cuarteto palatino que Patrimonio Nacional programa periódicamente en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. Como subraya el encargado de la colección: es imprescindible tocarlos, mejoran con el uso y al contrario si no se ejercitan les pasa lo que un pura sangre: pierden la forma. Estar allí es un privilegio. La mayoría de las entradas se distribuyen por invitación y solo una cuantas pueden adquirirse por internet. ¡Imagínense lo que duran! El concierto estaba a cargo del Cuarteto Gewandhaus, uno de los más antiguos y prestigiosos de Europa. Interpretó un cuarteto de Mozart, otro de Franz Schubert, un movimiento de otro cuarteto también de Schubert y, del mismo autor, un bis. Estas son mis impresiones, en realidad opiniones profanas, influenciado por los idola fori de la leyenda.

Lo primero que sientes en ese marco incomparable es la amplitud sonora del conjunto, su potencia increíble, su fuerza viva. En los pasajes “más sinfónicos” del cuarteto de Schubert parece que toca la sección de cuerda de una orquesta. El Salón de Columnas, el Palacio Real, se llena de una paleta sonora inabarcable. Es conmovedora la expresividad exquisita de cada instrumento, especialmente del violín solista. Los fraseos y variaciones ponen al público en vilo y las intervenciones del violonchelo son un capítulo aparte: surge dominante un sonido profundo, aterciopelado que parece venir de otra época. A su vez, la viola, con un timbre intermedio, se libera en menos ocasiones de las que nos gustaría de la compañía dominante de los violines para mostrar en soledad sonora sus acentos suaves, recogidos y algo melancólicos. Finalmente, hay que señalar la exquisita armonía y conjunción del ensemble cuando encadena una melodía concertante. Uno para todos y todos para uno. Dicho de otro modo: una auténtica gozada.

domingo, 15 de mayo de 2016

Casinos de provincias


Me encanta el relativismo cultural porque permite descubrir el discreto encanto de otros países. Por ejemplo, los clubes ingleses, a los que dedicaré una entrada. Lo más parecido a un club inglés en esta España nuestra son los antiguos casinos de provincias cuya mejor versión literaria es el de Vetusta en La Regenta donde se reunían las fuerzas vivas para despellejar a los ausentes, deshacer entuertos, hablar de mujeres y, si se terciaba, perder a la hermosa Ana Ozores. Por la ley de asociación de ideas de Hume me viene a la cabeza la canción del conquense José Luis Perales, Cosas de Doña Asunción, en la que con pocas palabras se retrata la lengua viperina de la España profunda:


Son las cinco de la tarde
comienza la reunión
la partida de canasta
la charla de religión,
la maestra, el boticario
el cura y Doña Asunción
el café de media tarde
y algo de conversación


Tras la legalización del juego con la democracia, los casinos de las grandes ciudades, como el madrileño de Torrelodones, se han convertido en máquinas tragaperras, en lugares de ocio y crujir de dientes (o ambas cosas). Flotan en el aire las bajas pasiones. ¡Algunos ludópatas compulsivos firman un papel para que no les dejen entrar! También acude a mi mente la película Casino de Scorsese situada en Las Vegas de la edad de oro, cuando jugarse las pestañas en la ruleta o al black jack era todavía una ocupación decente. ¡Cuántas veces la he visto, con su comienzo irreverente a los compases del coro final de La Pasión según San Mateo!
Mi padre era socio de El Círculo de la Constancia, el Casino de Cuenca. Tampoco estaba mal. El nombre requiere una explicación. Los fundadores decían que la virtud principal del casinero era perseverar. Solo para hombres: todas las tardes de lunes a viernes, después de la oficina y comer a marchas forzadas se imponía huir del hogar, salir a la calle con el plátano en la boca y pasar la sobremesa en los sillones del casino: podías echarte la siesta en un rincón solitario tras hojear El Caso o jugarte el café, copa y puro sobre el tapete. Nada de política excepto el NODO, decir las mismas cosas a la misma hora, volver a casa a las siete para sacar a la señora a dar el paseíto por la calle principal, saludar a los mismos y cerrar el círculo para alcanzar el secreto de la intemporalidad.
La Constancia era un sólido edificio de tres plantas que hacía chaflán frente al Parque de San Julián. En los años setenta lo compró para sede la Caja de Ahorros de Cuenca y Ciudad Real y aunque se refundó en los bajos del Hotel Torremangana no fue lo mismo. Se entraba por una puerta giratoria alfombrada. Accedías a un gran hall circular que repartía las estancias y una escalera barroca que subía al primer piso. A la derecha estaba el conserje al que saludabas por su nombre y el guardarropa atendido por una señora con cofia y delantal. Después, a medio camino, una puerta doble con cristales emplomados normalmente cerrada llevaba a una amplia estancia que servía de salón de actos en las juntas generales y de comedor en las bodas. Allí se celebraba el cotillón de Nochevieja, mi recuerdo favorito: las luces brillantes de las arañas, el blanco dominante, la corriente de las conversaciones y los trajes de fiesta que nos calzaban; y, sobre todo, el caso que hacían a los niños. El resto del año los padres estaban en modo década de los cincuenta y pasaban de nosotros. Antes de la cena había una función con payasos que al acabar repartían mesa por mesa las fruslerías que los padres nos habían comprado. Cuando el presentador anunciaba el nuevo año empezaban los abrazos, las narizotas y quevedos, los matasuegras y las cortinas de confetis. La orquesta de ocho músicos, como la del Titanic, se arrancaba a los acordes vibrantes de El gato montés para abrir el baile de gala. No paraba de tocar hasta al amanecer. La fiesta terminaba con el clásico chocolate con churros para resucitar los cuerpos gloriosos. Después de tomar las uvas y el champán (los niños un sorbito de sidra El gaitero) y probar el turrón de yema o coco, los padres nos llevaban a casa y volvían. La abuela o una tía solterona nos quitaba el traje y nos metía radiantes en la cama. Nunca supe si mis padres se quedaban hasta el final del cotillón.
A ambos lados de la escalera del hall se abrían unas puertas gemelas. La de la izquierda daba a un corto pasillo con el servicio de caballeros (me falla la memoria con el de señoras), una estancia más y, en ocasiones, el centro de la reunión. Me llamaba la atención, las veces que coincidimos, el ritual inverso del padre de uno de mis colegas: entraba silbando, se lavaba las manos, vaciaba la cisterna, hacía pis y se iba tan contento. Al salir compraba un paquete de Ducados a la cerillera que se interesaba: ¿Cómo está la señora, Don Ángel? Mejor que nunca -respondía-, es longeva como su madre, soy el primero de sus tres maridos. El pasillo acababa en una escalera de servicio que bajaba al sótano donde nunca estuve. Cuento por boca ajena que allí se acumulaban periódicos y revistas del siglo pasado, muebles cubiertos con sábanas, archivadores de metal, ¡disfraces!, bustos de insignes locales y marcos polvorientos. Por la puerta de la derecha, lo primero que te encontrabas era un espacio abierto con diez filas de asientos y un televisor en blanco y negro. Muy pocos tenían tele en su casa, era un lujo. Allí se reunían los socios para ver los concursos, las series, los partidos del Madrid o las noticias. Mi jugador favorito era Ramallets, el portero del Club de Fútbol Barcelona (nada de Barça). A continuación la cafetería con una barra de quince metros de largo (lo que se llevaba entonces) y tres filas de baldas con espejo detrás llenas de botellas de todas las marcas. Al fondo, había un espacio central acristalado que daba a un pequeño jardín con árbol digno de un cuadro. Atendía la barra un experto barman y su pinche. Nada de camareras. A mediodía, algunos socios se escapaban del trabajo (en Cuenca todo queda a mano) para tomarse un vermut blanco con ginebra y aceituna rellena, la especialidad de la casa. La cafetería era el sitio donde las señoras se sentían a sus anchas. Tampoco es que tuvieran prohibido el acceso a otras dependencias pero por razones seculares era muy raro verlas. Los sábados por la noche podías alternar con los famosos de Cuenca. Allí mi tío Tavo, más adelante, me presentó a Coll, amigo suyo, que era exactamente igual que cuando actuaba con Tip, los mismos chistes, retruécanos y boutades. También te podías encontrar a Mari Carmen la de los muñecos con un coctel en la mano rodeada de buscadores de oro, y a Luis Ocaña, el ciclista de Priego ganador del Tour, muy alto y moreno que bebía agua mineral y hablaba con acento francés…
En la primera planta estaban los despachos de gestión con puertas macizas de roble, las mesas de billar con luz directa de pantalla y humareda de puro (prohibido entrar a menores de cuarenta) y la sala de juego privada: decía la leyenda que en ciertas épocas del año, sobre todo en la ferias y fiestas de San Julián en Septiembre, se daban cita jugadores venidos de muy lejos para apostar sumas fabulosas. El juego estaba prohibido. Se cuenta que varias veces entró la policía a parar la timba. Según parece, un sistema de timbres avisaba con tiempo y cuando llegaba solo se jugaba a las damas y al parchís. Conocíamos a A.R. un joven profesional del naipe que había estudiado con nosotros en el Instituto Alfonso VIII. Lo invitábamos a un gin tonic -el conserje lo miraba sin mover un párpado- y después jugábamos al póquer tapado (se dejaba hacer amablemente). Los viejos sabían quién era y evitaban saludarlo. Era un artista. Barajaba, repartía y nos cantaba las cartas que llevábamos. Se partía de risa con nuestras caras de asombro. ¡Lo vuestro son las matemáticas y lo mío la magia. Es muy fácil, sólo es cuestión de fe, decía! Otro rumor se refería a los tratos de ciertos socios muy señalados con damas de dudosa reputación. Aquello rozaba la epopeya. Los devaneos cortesanos coincidían con la liquidación anual de las cosechas de trigo y girasol en la provincia; se acabaron (o se corrió un tupido velo) cuando Don Inocencio, obispo de la diócesis, se enteró de que un sobrino suyo, cacique de la Alcarria, estaba en la lista de ovejas descarriadas. Uno de sus seis hijos, concejal de derechas y urbanita de adopción, fue el autor muchos años después, en un pleno del consistorio conquense donde se criticaba el paso del tren de alta velocidad por la región de su padre, de la frase lapidaria que tanto escoció a sus paisanos: No entiendo de qué se quejan los ecologistas, si el AVE es lo más bonito que tiene la Alcarria... Detrás de estas sabrosas tramas (nadie lo dudaba) estaba el factótum del casino, Simón, bajito, panzudo y con cara de sabueso, al que trataban con respeto hasta los miembros de la junta directiva. Iba y venía, llevaba y traía, hacía y deshacía. A nosotros nos ignoraba y si alguno con patente le hacía señas, algo serio se cocía entre bambalinas. Simón era quien organizaba, con el visto bueno de la superioridad, las reuniones secretas que se celebraban en los despachos del segundo piso para tratar los repartos de cargos en la Diputación, nombrar al hermano mayor de la Junta de Cofradías o elegir al presidente de la Unión Balompédica Conquense. Esos sí que eran la casta.

En la planta baja, a la izquierda, estaba la sala de juegos inocentes, sobre todo el mus, en la que recalábamos mis amigos y yo después de comer para echar unas manos y sobre todo para ver a los maestros, Barrasa, Caraballo, Auñón, Medina y otros. Todo lo que hacían (¡envido, envido y a los pares cinco envido!) nos parecía magistral. Lo cierto es que llevaban treinta años haciendo las mismas genialidades por lo que al final todo consistía en una rutina de dichos para pegar con la maza. Dejé muy pronto el mus porque no me gustan los juegos de cartas, soy nulo, no presto atención, pierdo siempre y me aburren mortalmente. Además solo se hablaba de mus; si alguien cambiaba el guión, un silencio gélido lo hacía desistir. Aquellas tardes fueron la mayor pérdida de tiempo de mi vida. Finalmente, mis padres se cansaron de mis hábitos itinerantes y me prohibieron ir al casino durante el curso. Una bajada imprevista de notas fue la excusa. Se acabó la vagancia. Cabezada y a estudiar. Tampoco me importó mucho, al contrario.

jueves, 5 de mayo de 2016

La teología luterana


Son profundas las diferencias que separan a la teología católica de la luterana (originalmente reformada y, en general, protestante). Diferencias que, por supuesto, se mantienen en la actualidad. Mucha gente piensa que “aunque no son exactamente lo mismo” es más lo que une a cristianos católicos y protestantes que lo que los separa. Nada más inexacto.
Martin Lutero (1438-1546), al igual que Erasmo, se caracteriza por su escepticismo sobre las posibilidades de la razón en cuestiones religiosas y la insistencia en considerar la unión con Dios como un asunto puramente personal. Para Lutero, las especulaciones filosóficas de la teología conducen a una excesiva racionalización del cristianismo y a un alejamiento e incluso a una pérdida de la fe. La teología luterana se vincula con la filosofía de San Agustín y Guillermo de Ockham y es contraria a la Escolástica medieval, en especial a la tomista. 

La doctrina luterana comienza con un nuevo concepto de la fe que deja de ser un acuerdo constante y total con el dogma infalible de la Iglesia Romana para designar la experiencia individual de una relación directa con Dios. Se trata de la doctrina de la justificación por la fe que se puede resumir en los siguientes puntos:
- El hombre entra en contacto con Dios mediante la fe, una profunda vivencia religiosa que Dios otorga a algunos hombres para su salvación.
- La absoluta trascendencia de Dios lo convierte en un ser oculto e infinitamente separado del hombre (Deus absconditus). Nuestro conocimiento de Dios debe iniciarse en la comprensión de la figura de Cristo: la fe cristiana se basa en el acontecimiento de la redención y muestra al hombre que el único atributo que se puede conocer de Dios es la misericordia, revelada en el sacrificio de la cruz.
- Solo una profunda fe en Dios, en su ilimitada misericordia, a la vez que el reconocimiento sincero de nuestra condición finita y pecadora puede justificarnos. A cambio de esta fe veraz, del reconocimiento expreso de nuestra condición culpable y del derecho de Dios a condenarnos, otorga Dios el don de la gracia y la posibilidad de salvarnos.
- Dios otorga la gracia a cambio de una fe auténtica sin que existan medios seguros para comprobar si tal fe es (o no) auténtica para Dios. Es imposible saber si alguien está entre los elegidos para salvarse pues todos los signos mundanos, incluida la pretensión de santidad, son inciertos y prejuzgan los designios de la voluntad divina. Por consiguiente, unos hombres reciben la gracia salvadora y otros no sin que nuestro entendimiento pueda descubrir las causas. De esto se sigue la idea de la divina predestinación por la cual unos hombres están destinados, por un decreto misterioso, incomprensible pero justo, a salvarse y otros a condenarse.
- La justificación por la fe excluye las garantías de salvación basadas en la valoración moral que los hombres hagan de sus propios actos. Sólo podemos salvarnos por la gracia otorgada y las obras no bastan puesto que es imposible para el hombre, aunque sea sacerdote o el propio Papa, saber con certeza lo que Dios considera bueno o malo. De ahí la famosa frase de Lutero: Sé un pecador y peca fuerte, pero deja que tu fe sea más fuerte aún.
- La Iglesia Católica no es la intermediaria válida entre Dios y el hombre ni la interprete fiel del dogma cristiano (lo cual relega la conciencia individual a un segundo plano). No existe una ley moral universal o natural que Dios comparte con los hombres. La única ley moral es la que dicta en cada caso, en cada acto individual, la voluntad omnipotente de Dios, sin que sus designios estén al alcance de la razón. La soberanía de Dios es superior al libre albedrío humano. Solo hay un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo.

- Lutero excluye la autoridad de la Iglesia y del Papa como origen de la salvación personal (ningún hombre puede conceder dones sobrenaturales que propicien o garanticen la salvación) y también como fuente de verdadera religiosidad puesto que la única fuente fiable es la Biblia y la capacidad de interpretación que tiene la conciencia de cada cristiano (libre examen). Ningún hombre tiene el poder de perdonar los pecados, solo puede obtener el perdón un autentico arrepentimiento ante Cristo.
- La justificación personal excluye el culto a los santos y cualquier tipo de manifestaciones externas de la religiosidad, como imágenes (idolatría), ostentación y lujo en los templos, procesiones, peregrinaciones, liturgia…
- El sacerdocio es universal a través del bautismo y el orden sacerdotal es una mera designación de oficio (especialista en los textos sagrados). La Iglesia es un cuerpo místico e invisible de la que sólo Cristo es cabeza, cuya norma exclusiva es la palabra de Dios y cuyos únicos sacramentos son los instituidos por Cristo: bautismo y eucaristía.  Lutero defendió la separación entre la Iglesia y el Estado.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Nos vemos en San Siro (o David contra Goliats)


Un primer tiempo de acoso y derribo. El atleti no tocaba bola. Zarandeados por el Bayern y con uno a cero en contra, cuando el turco pitó penalti a un desmadrado Giménez (para mí, los agarrones de siempre y poco más, ¿lo hubiera pitado al revés?) confieso que hice cuentas con los dedos: nos van a endosar un 3-0… ¡en el primer tiempo! Acariciaba por momentos el plan B: ha sido un éxito llegar hasta aquí, nada que reprochar, veremos la final tranquilos, aún queda la liga y adiós muy buenas. Pero no. En la cancha estaban los mejores arqueros del mundo y lo siguiente fue un paradón de Oblak que dio una tregua al partido. El Allianz Arena enmudecio y la luz se hizo. El esloveno fue el mejor de los veintidós y el atleti un bloque compacto, armado atrás, en el que resulta difícil destacar a un jugador. Los periódicos franceses se despepitan por su paisano de Borgoña, Antoine Griezmann, el segundo delantero del atleti, por el gol que vale una final. L'Équipe enumera con nombres y apellidos los enfants de la Patrie que estarán en Milán (entre entrenadores, titulares, suplentes y utilleros) incluida la última perla cultivada por el Cholo, el marsellés Lucas Hernándes. ¡Los irreductibles galos son así, hay que aceptarlo!
Hablemos de Pep. Por muchas críticas que reciba de propios y extraños (más de los primeros), la verdad es que ha creado una monstruo, una máquina de fútbol ofensivo muy difícil de parar. Antes o después te parten la cara. Llegó el gol en una falta al borde del área que con toda honestidad no lo fue. Defensor y atacante meten la rodilla a la vez y el muniqués se cae (o se tira) por inercia. El disparo rebota en la barrera que se mueve (el error) despista al portero y adentro. Mala suerte. Después de todo (sumas fabulosas, bufandas teológicas, crónicas tendenciosas) el fútbol no es más que un juego. El uno a cero de la primera parte no estaba del todo mal si tenemos en cuenta lo que ocurrió sobre un césped regado sólo en el medio campo colchonero para que el balón corriera a mil por hora. Parecía una representación futbolística del sitio de Numancia por Escipión el Africano.
En el descanso Simeone pensó lo que todo el mundo: o metemos un golito o nos echan a patadas (o ambas cosas). Quitó a Augusto que no había salido del área pequeña en cuarenta y cinco minutos y entró el correcaminos Carrasco para estirar al equipo con los peloteros teutones desbravados en la lidia. Cambió el naipe y vinieron los mejores momentos rojiblancos: el pase al primer toque, el gol suplicado, el resultado de casa. Luego el penalti a Torres. Visto varias veces hay que reconocer, nobleza obliga, que la falta se cometió fuera del área. Falló el niño, que nunca debió tirarlo porque estaba como una moto (aunque como decía aquel sabio tibetano, A c… vistos, macho). Seguro que Juanfran lo habría clavado como en la tanda del Eindoven. En este punto, al borde de un ataque de nervios, como las mujeres de Almodóvar, cogí el sombrero, el bastón y la radio y me perdí por las calles solitarias. En la pantalla gigante del primer bar vi el dos a uno del Bayern. No sé qué es más suplicio, quedarte en casa o largarte. El resto me lo ha contado mi hijo que lo pasó fatal pero goza de unas saludables arterias veinteañeras.
Lo cierto es que estamos en Milán. Rumennigge, delantero con dos balones de oro y presidente ahora del Consejo Directivo del Bayern tuvo que comerse con chucrut y cerveza sus palabras despectivas hacia el juego del atleti. Lleva razón Simeone cuando afirma que propone un fútbol para ganar y no para complacer a nadie. Se podría añadir que el anti-tiki-taka es el único sistema posible para enfrentarnos a los grandes expresos europeos con unas plantillas cuajadas de estrellas cienmillonarias; equipos que nos triplican en presupuesto y a los que además favorece la UEFA en los sorteos. Al final, Rummenigge dijo que se sentían estafados por el árbitro. Pero en el gol de Griezmann no hay fuera de juego… si es que se refería a eso.
Por fin qué voy a decir de Simone en esta crónica apresurada: genio y figura hasta la sepultura. Como se me han agotado los elogios voy a permitirme una crítica constructiva: algunas cosas no me gustaron, el empellón sin venir a cuento a su delegado por no sacar rápido el cartel del cambio; el bochinche por la simulación de Lewandowski ante su ojos llameantes (otro cienmillonario que se las tuvo tiesas con Godín los noventa minutos); gestos desmedidos y cabreos. No es de recibo que se pase la mitad de la temporada en la grada con el pinganillo a cuestas. Ya de jugador le perdían sus prontos y venaques. En fin, cada cual es cada cual y sus cadacualidades. La comparecencia tras el partido fue genial como siempre. Es un psicólogo de primera: todo lo que larga beneficia al equipo. Por ejemplo, no dice que preferimos al United antes que al tercer Goliat. Halaga a los rivales, habla bien de todo el mundo, divierte y confunde a la prensa voraz (como Luis Aragonés que estará disfrutando de lo lindo en el cielo). El Cholo se explica, matiza, sentencia verdades como un filósofo griego a pesar del desliz geográfico con el que expresó el concepto futbolero de la angustia: En Barcelona lo pasamos muy mal y también en Bayern

Continuará (espero).