viernes, 24 de septiembre de 2010

La fabada de Hortensia


Sirva como preámbulo a mi elogio de Casa Hortensia (esa lugar de sabrosa restauración que nos transporta de Madrid a Oviedo con sólo subir dos plantas) la anécdota gastronómica que cuenta el inefable Julio Camba (¡un anarquista convencido que manifestaba en ABC sus simpatías por el bando franquista!) en su divertidísimo (y bien escrito) La casa de Lúculo o el arte de comer. La traigo aquí tras rebañar en mi memoria, pues leí el libro más de dos veces hace bastantes años, antes de ponerme a trabajar en ciertos fárragos y cuando la holganza de mis años mozos me conservaba “alto, rubio y de ojos azules”… Lo cual significa que añadiré a mi sabroso relato unas tiernas morcillas hechas con sangre y cebolla y recién calzadas en una aldea de la Sierra de Cuenca tras la matanza de un cochino cebado con primor.

Había viajado Camba con dos amigos del gremio a la Pérfida Albión de los años cincuenta con un encargo editorial como disculpa para hartarse de zampar. Cuando llegaron a Londres, lo primero que hicieron tras pasar por el hotel fue encaminarse al domicilio del “agregado cultural de la embajada de España” (menudo papelón) al que Camba conocía. Les recibió a la hora del té en pleno ritual de la ciudad de la niebla: tetera hirviente, nubes de leche y pasteles surtidos (los ingleses son capaces de hacer sin empacho una tarta deliciosa con arenques). Al final de la visita, Camba solicitó a su amigo que les recomendara algún restaurante, si es que existía alguno en Inglaterra, donde se pudiera comer algo decente. Les preguntó el agregado adonde se dirigían y cuando le dijeron que al Condado de Yorkshire, apuntó algo en una hoja y se la pasó mientras apuraba su segunda copita de anisete.
Y allí se fueron. Se trataba de una antigua casa rural, un cottage convencional con techo a dos aguas y vigas de madera a la vista convertido en negocio de parada y fonda. Dentro del lugar había media entrada y un silencio sepulcral. Creyeron que su amigo se había equivocado o, lo más probable, que por su carácter socarrón les había gastado una broma a la española. Sin embargo, el aroma, el clima y lo avanzado de la hora invitaban a sentarse. Lo hicieron y por fin se acercó la patrona.
- Hoy no tenemos mucho que darles; en realidad, sólo tenemos un poco de buey que hemos sacrificado esta mañana. Lo hemos preparado hervido con sal. Pero si lo prefieren con salsa de menta…
- No, no, sólo hervido (cortó Camba con pavor). Tal vez otro día probaremos la salsa.

Al cabo de un rato trajeron el buey, un auténtico bodegón vivo, humeante y trabado en su jugo. Lo probaron, se miraron pasmados y dieron cuenta con deleite de una carne tierna como la manteca, suculenta, con el sabor profundo del buey verdadero; por fin entendieron el silencio de los comensales, un homenaje a la noble estirpe de la res, criada al amor de los pastos frescos y jugosos del condado, que les brindaba generosamente lo mejor de sus virtudes ancestrales.
Terminaron su ración y se acercó la matrona con los ojos chispeantes de ironía británica.
- Desean algo más los señores.
- ¡Venga otra de buey! (gritaron a coro).

Cuando dieron cuenta de la ofrenda, superior incluso a la anterior, compareció nuevamente la señora.
- ¿Tomarán algo de postre?
Camba tomó la iniciativa:
- ¿Le queda todavía algo ese buey del que nos había hablado?

Cuando se levantaron dos horas más tarde, lo primero que hicieron fue poner un telegrama al agregado cultural, acompañado de un ramo de rosas rojas (nada hay en el mundo más hermoso), todo muy apropiado, según Camba, a las preferencias y condición de su entrañable amigo.

Cambiando lo que haya que cambiar, ocurre, en mi opinión, algo parecido en Casa Hortensia. Dejo los detalles para quien quiera consultar su página web.
Hay que olvidarse, sugiero, del aspecto del local, más bien desapacible, y también del resto de la carta, de la que no afirmo que sea rechazable, sino que no merece la pena ir tan sólo por su fama. Si lo haces, puedes encargar la pescadilla rebozada, demasiado abundante y consabida, las almejas a la marinera, normales y algo pequeñas, la tortilla de patatas con bacalao, curiosa pero algo cargante o el ciclópeo entrecot de ternera, si es que te gusta ponerte en el lugar del caníbal africano que se cena a la luz de las hogueras al incauto explorador…
Sin embargo, hay tres cosas de este rincón madrileño, en cuyos fogones se cuecen los sabores genuinos de la cocina asturiana, que lo hacen muy especial: el queso de cabrales (increíble), la sidra natural (entra sola, es conveniente que a las tres botellas pares) y, sobre todo, la fabada: basta y sobra con este plato en sus diversas variantes (con chacina, con almejas, con chipirones u otras apetitosas variantes) para comer como un rey.
Recomiendo sin vacilar la primera versión. ¡Ojo con las cantidades: con una ración de fabada comen primero y segundo dos hambrientos de casta! Si das escolta a las damas y se encuentran en ese período maniático que llaman “régimen”, lo ideal son dos fabadas para cuatro (¡el que quiera que meta la cuchara y el que no que mire!).
La fabada de Hortensia, como toda creación artística, no es siempre idéntica a sí misma: hay días en que es espléndida, otros excelente y algunos sublime. Los expertos fijan los viernes como el patrón de las mejores. Este plato sano y natural nos traslada con la imaginación despierta a los grandes paisajes de Asturias donde se sirven las fabadas más famosas del mundo: Gerardo en Prendes, Conrado en Oviedo, Consuelo en Otur, El Leonés en Luarca, y tantos otros rincones, sostegno e gloria d’umanità.
De postre convine rematar con una crema con costra o el arroz con leche de la casa (con el segundo puedes emular al big bang). Algunos practican la teoría buenista del cierre categorial con un chupito de aguardiente: yo lo excluyo de mis pulsiones porque cauteriza los ecos gustativos de las cremosas fabes, que duran y duran…
Aparte de la cuenta, el precio que tendrás que pagar por esta bacanal de los sentidos es una larga y costosa digestión; por tanto, lo mejor que puedes hacer es pasear sin descanso por el Madrid de los Austrias desde las cinco de la tarde, hora en que sales de Hortensia, hasta las diez de la noche en que, rendido pero feliz, regresas al hogar.

lunes, 20 de septiembre de 2010

El infierno o la eternidad del poder


Giorgio Agamben, Profanaciones

El principio según el cual el gobierno del mundo cesará con el Juicio Final conoce, en la teología cristiana, una única e importante excepción. Se trata del infierno. En la cuestión 89, Santo Tomás se pregunta, en efecto, si los demonios cumplirán la sentencia de los condenados («Utrum daemones exequentur sententiam iudicis in damnatos»).
Contra la opinión de los que consideraban que con el Juicio Final cesa toda función de gobierno, todo ministerio, Santo Tomás afirma en cambio que los demonios desempeñarán eternamente su función judicial de ejecutores de las penas infernales. Al igual que antes había mantenido que los ángeles abandonarán sus ministerios, pero mantendrán para siempre su orden y sus jerarquías, ahora escribe que «se conservará un orden en las penas y los hombres serán castigados por los demonios, a fin de que no sea aniquilado por completo el orden divino, que instituyó a los ángeles como intermediarios entre la naturaleza humana y la divina […] los demonios son los ejecutores de la justicia divina con respecto a los malvados» (S. Theol., Suppl., q. 89, a. 4). El infierno es, pues, el lugar en que el gobierno divino del mundo sobrevive eternamente, aunque sea en una forma puramente penitenciaria. Y mientras que los ángeles del paraíso, aun conservando la forma vacía de sus jerarquías, abandonarán toda función de gobierno y ya no serán ministros, sino sólo asistentes, los demonios son, muy de otra forma, los ministros indefectibles y los eternos verdugos de la justicia divina.
Todo esto significa, por tanto, que desde la perspectiva de la teología cristiana, la idea de un gobierno eterno (que es el paradigma de la política moderna) es propiamente infernal.
Y, curiosamente, este eterno gobierno penal, esta colonia penitenciaria que no conoce expiación, tiene una imprevista derivación teatral. Entre las preguntas que Santo Tomás formula en relación con las condiciones de los bienaventurados, se halla la de si pueden contemplar las penas de los condenados («Utrum beati qui erunt in patria, videant poenas damnatorum»). Se da cuenta de que el horror y la turpitudo [vileza] de un espectáculo similar no parecen convenir a los santos; pero, con un innegable candor psicológico frente a las implicaciones sádicas de su discurso, Santo Tomás afirma sin reservas que «a fin de que los bienaventurados puedan complacerse en mayor medida en su beatitud […] les ha sido concedido el ver con toda perfección las penas de los impíos» (S. Theol., Suppl., q. 94, a. 1). Y no sólo eso. Ante tal espectáculo atroz, los bienaventurados, y los ángeles que lo contemplan junto a ellos, no pueden experimentar compasión, sino solamente regocijo, puesto que el castigo de los condenados es expresión eterna de la justicia divina.

viernes, 17 de septiembre de 2010

El Teatro Real


La ópera, el mayor espectáculo del mundo. En cuanto aterrizo (las pocas veces que lo hago) en una ciudad europea, lo primero que hago es comprarme en el aeropuerto la guía de espectáculos y buscar el repertorio de las óperas, operetas y musicales (estos últimos una concesión al oficio de turista) que permanecen en cartel. El segundo paso es informarme en la recepción del hotel de los pormenores del asunto y el tercero, sacar las entradas. A mi mujer no le hace gracia subir al paraíso, pero a mí me encanta mezclarme con el coro verdiano que puebla las alturas. La otra opción, la aristocrática, es pagar doscientos pavos por butaca. Impensable, mejor dicho: imposible.
Tengo la suerte de asistir regularmente desde hace siete años a la temporada de Ópera del Teatro Real gracias a la generosidad de un querido familiar y excelente aficionado que pone a nuestra disposición dos estupendas entradas.
Pero antes de meternos en asuntos graves, hagamos un poco de sociología de la música. La mayoría del público del Real, del que formo parte y al que creo conocer después de tantas horas juntos, tiene, como cualquier agregado social, virtudes y defectos: hay que reconocer que escucha la obra con atención, pero tose sin complejos y consume caramelos sonoros, envueltos en papel de celofán, con una dedicación obsesiva. En las representaciones que no le gustan expresa su malestar de forma ruidosa y abandona el teatro sin complejos… aunque en ciertos momentos (perfectos) es capaz de lograr esa rara "comunión mística" entre la obra y el público que es la cumbre de la ópera. Sabe diferenciar las voces de los ecos y premiar a quien lo vale, pero abusa con frecuencia del aplauso fácil (similar a la ovación mercenaria de la claque), fuera de sitio (en las transiciones sin pausa o en las arias sin cierre) y sobre todo, del aplauso apresurado: cuando acaba La bohéme, por ejemplo, sólo una espontánea actitud de recogimiento revelan la belleza de la audición y el respeto por la obra; después, tras el instante debido, sin precipitación, cuando despertamos del ensueño, podemos entregarnos al homenaje y a los bravos.
En fin, se trata de un público amante del género, pero excesivamente conservador en sus gustos (y probablemente en otros rasgos del concepto). Le encanta, en sentido literal, el bel canto: Puccini (mi preferido), Rossini, Donizzetti, Verdi… También aprecia las cuatro grandes óperas de Mozart (la cumbre del arte universal y una música que está más allá de los límites del quehacer humano), pero se arruga como un traje comprado en las rebajas ante Alban Berg, Jules Massenet, Olivier Mesiaen o el Pelléas et Mélisande de Claude Dubussy. He visto la programación de este año y de las doce representaciones sólo tres son de repertorio clásico (El caballero de la rosa, Las bodas de Fígaro y Tosca), por lo que preveo un descenso notorio de los abonos comprados y un aumento similar de los devueltos.
La apariencia social de los asistentes es parecida en todos los sectores de la sala. Ya no se dan las separaciones estamentales de la época de Verdi. Y ha pasado el tiempo en que Stendhal podía distinguir con una mirada la condición de los actores de ese teatro dentro del teatro (entre otras razones porque los conocía personalmente). Hoy, las reglas de etiqueta son cada vez más planas, ya no existe el hombre de mundo, la forma de vestir, que tiende a la ostentación en la clase media y a la naturalidad, incluso al abandono, en las clases altas, es un factor de acercamiento entre ambas culturas burguesas.
También la crisis actual afecta a la institución. Los libros (no los programas de mano) que se publican con cada representación han ido perdiendo calidad en su forma y contenido. Tengo delante de mí el libro de Tosca de la temporada 2003-2004, con forro blanco y portada roja, con el texto completo, gran cantidad y calidad de artículos, fotografías de la época, grabaciones de referencia y aun me quedo corto. El primero de esta temporada parece una hoja parroquial. Además ahora valen 10 euros y costaban seis en otros tiempos.
También quiero referirme a la tienda situada a la entrada del teatro. Si no tienes nada mejor que hacer, puedes echar una hojeada a sus estantes. Hace mucho tiempo que no voy. Siento cierta nostalgia al visitarla porque me trae recuerdos de la mejor tienda de música que había en Madrid, El Real musical, cuyo propietario era el crítico y musicólogo Andrés Ruiz Tarazona (dueño también de la actual). Prácticamente todos mis discos de vinilo los compré allí en compañía de Alfredo Elvira, amigo de Tarazona, guiado siempre por sus consejos de experto y en ocasiones por los de su madre que también regentaba el local.
La temporada 2010 ha arrancado bajo la dirección artística de Gerard Mortier, un controvertido personaje, famoso por sus golpes de efecto (por ejemplo, afirmó hace tiempo que Lou Reed había hecho más por la música que Luciano Pavarotti) y por sus enfrentamientos con los grandes, como Maazel o el propio Karajan. Lo cierto es que dirigió el Festival de Salzburgo durante diez años. No sé si se debe interpretar su llegada como un signo de los nuevos tiempos y un impulso decidido del Real por aproximarse a la gran ópera europea, o más bien como el destierro temporal de Mortier, un genio de la escena criticado por sus lances y privado de su posición de privilegio.
Decía Chateaubriand que si alguna vez cometemos el dislate de definir la felicidad, no puede consistir sino en los hábitos en torno a los cuales construimos nuestra vida cotidiana (una brillante visión, en las antípodas de la jerga existencialista de la autenticidad). También el Real tiene su propia constelación de hábitos felices y desgraciados. Nuevamente me permito presentarlos en primera persona.
Al entrar no me gusta quedarme en el vestíbulo rodeado de sedas y collares, ni correr en los intermedios detrás de los conocidos, prefiero saludarlos al azar en los pasillos o simplemente desaparecer.
La entrada y los entreactos son los momentos en que se muestran a la "pública opinión" los políticos de campanario con su corte de pedigueños melifluos y guardaespaldas reconocibles por sus trajes baratos de Cortefiel; también están los presidentes de los consejos de administración acompañados de su legítimas esposas o de rubias despampanantes que les sacan la cabeza; o las celebridades del momento, que casi nunca reconozco: la presentadora de un programa de Tele 5, el galán de una serie, el rey de la Maestranza o el delantero del Madrid (ambos con cara de circunstancias). Vagan por el séptimo círculo, en el último eslabón de la cadena alimentaria, el cirujano de moda, el notario de peso, el comerciante con éxito o el banquero gordinflón, personajes sacados de una ópera bufa de Rossini.
Considero una moda kitsch tomar una copa de cava y un pincho de salmón en los entreactos. El Möet hay que tomarlo tal y como se hacía en el París de final de siglo (ese París deslumbrante que describe Walter Benjamin): en tu palco privado con las cortinas cerradas mientras suena de fondo la música de Wagner, en compañía de una bella cortesana, bombones surtidos, gemidos sofocados y ropa por el suelo.
Es una gozada avistar desde la terraza frontal del teatro, cuando cae la tarde, los dorados reflejos de la Plaza de Oriente (que con el tiempo se va librando de los fantasmas del franquismo) y el aura clásica del Palacio Real, bello por fuera y sobre todo por dentro.
Suelo subir al último piso del teatro para hundirme en las mullidas alfombras de las salas, cubiertas de tapices y cuadros de reyes, que conducen al restaurante. Su carta es cara pero no exageradamente. Tampoco me han dicho maravillas de su oferta gastronómica. No puedo opinar. Se asemeja a un altar mayor decorado en la gama de los negros y rodeado por una girola de cristal que permite ganar en distinción lo que se pierde en intimidad. Sé de buena tinta que al terminar la representación, los ejecutivos de los palcos de empresa se desquitan del hastío y cierran sus negocios con los vapores del mejor Rioja.
Durante el descanso tengo que acudir sin necesidad al lavabo, un ritual prosaico (y prostático) de amplia tradición del que me llama la atención neciamente la fluidez del tránsito en mi puerta y la hosca cola que se forma en la otra (otro episodio significativo de la “guerra de los sexos”).
Entro siempre al trapo de las apostillas al terminar los actos; después me arrepiento sin hemos recaído en los tópicos y me siento realizado si los epigramas han sido certeros:
"La soprano es aceptable, pero no se oye al tenor porque le falta voz y la orquesta lo tapa. La dirección ha sido correcta, pero sin pasión ni demasiados alardes, el coro del final, muy bonito, pero todos los coros cantan bien." (Me siento mal).
"A la contralto, de carnes blandas y generoso desparrame, le va el papel de Cleopatra como a un Cristo dos pistolas; y cuando se suicida hay que llamar a una grúa para levantarla; Marco Antonio, el aguerrido galán que la pretende, no mide más de un metro sesenta." (Me siento regular).
"El vestuario del drama es irreconocible. Sabemos que la acción se sitúa en Persia, pero sólo porque lo dice el libreto y lo hemos visto en internet. El rey y la corte, vestidos con ternos de astronautas, se asemejan a inteligencias de la galaxia NGC6547. La guardia personal, con boinas rojas, correajes dorados y botas altas, parece una reunión de carlistas en Montejurra." (Me siento mejor).
"La escenografía minimalista es un camelo: el escenario vacío, sólo una sábana blanca que representa la pureza, una columna que simboliza el poder y una cuerda con nudos colgando del techo que anuncia los golpes del destino." (Me siento bien).
Por fin ha comenzado en el Teatro Real la temporada de ópera 2010-2011. La primera representación es la obra de Piotr Ilich Chaikovski, Eugenio Oneguin, basada en el inmortal poema novelado de Aleksandr Pushkin. Será interpretada por solistas, Orquesta y Coro del Teatro Bolshoi de Moscú.
Aquí estamos de nuevo. Apago mi móvil, me acoplo en la butaca y me dispongo a disfrutar de una larga y deliciosa velada.

viernes, 10 de septiembre de 2010

El cómo y el para quién del habla


¡Qué pronto aprendió a fingir,
disimular los sentimientos,
hacer creer y disuadir,
pasar por triste o celoso,
mostrarse dócil o altivo,
afectuosos o despectivo!
¡Qué lánguido cuando callaba!
¡Qué elocuente cuando hablaba!
¡Qué negligencia reflejaban
sus cartas! ¡Cuánto se empeñaba
en alcanzar su objetivo!
¡Qué bien pintaba su mirada
ya el pudor, ya la insolencia,
ya la pasión, ya la obediencia...!

Alexander S. Pushkin, Eugenio Oneguin

Ninguna máxima filosófica ha sido menos respetada por el gran público (y aquí incluyo a los propios seguidores de Wittgenstein) que la conclusión del Tractatus7. De lo que no se puede hablar, lo mejor es callar.
Es imposible cumplir con tal criterio a no ser que tengamos la boca sellada durante las veinticuatro horas del día. Si lo siguiéramos hipotéticamente, tendríamos que prescindir para siempre de las acaloradas disputas, salpimentadas de ron, sobre religión, política y gimnasia (léase fútbol) en las madrugadas del viernes; sólo podríamos contar a nuestros amigos los últimos resultados de las ciencias naturales o sociales (de las últimas con mucha aprensión); nuestras conversaciones familiares estarían sujetas a estrictos protocolos observacionales de la forma: esto es una ensalada y este soy yo, etc. Tendríamos que comunicarnos mediante leyes y teoremas a través de un esperpéntico lenguaje fisicalista o bien mantener un insufrible diálogo para besugos. Por lo tanto para especular y decir tonterías no están sólo la prensa y la radio sino la comunidad universal de los hablantes. Además, puesto que, al revés de lo que pensaba Descartes, el sentido común (que entiendo en una versión más refinada como prudencia, impecabilidad y buen gusto) es la menos repartida de las virtudes, ¡hablemos sin límites ni contención! Hartémonos de marear la perdiz en bares, parques y salones promoviendo un imparable parloteo en torno a la varianza de los usos, las costumbres y las leyes en la sociedad avanzada del capitalismo montaraz.
Después de todo, la libertad de expresión se equilibra, por fortuna, con la inapreciable libertad de fuga; eso sí, no sea que resultemos más desagradables de la cuenta con la maniobra sutil de retirada por el flanco, conviene que la llevemos a buen fin con una aplicación escrupulosa de las tres virtudes antes mencionadas. La ley de fuga (o de clausura) es uno de esos privilegios impagables de los que todavía disfrutamos sin tasa y es bueno ser conscientes de su presencia para poder paladearla: apagar la tertulia cargante de la radio, no leer la prensa tendenciosa, colgar el teléfono al pelmazo que nos quiere vender la moto, salirte de la obra anestésica, desconectar de la reunión de trabajo para pensar en la siesta y lo que haremos después, simular un ataque de asma ante la vecina de extrema derecha y su particular memoria histórica, borrar sin más las fastidiosas presentaciones pps que nos envían los cuñados, no escuchar por acción u omisión nada de nadie que no merezca la pena
No de qué hablamos, sino cómo hablamos y para quién lo hacemos: he ahí el problema. Dicho de otro modo, no importa tanto la denotación, sujeta a la contingencia del hablante y a la tolerancia (o a la fuga) del oyente, sino la connotación y la intencionalidad.
Cuando Wittgenstein era maestro de escuela por vocación en Austria, hablaba a los niños de historia con delicadeza y respeto; cuentan que tras prepararse las lecciones escuchaba con atención las observaciones infantiles tratando de ponerse en su lugar. Sin embargo, cuando fue elegido para desempeñar la cátedra de filosofía en Cambridge, mediante la improvisación como método, exponía para sí mismo ante sus aventajados alumnos arduas cuestiones de lógica matemática y filosofía del lenguaje; las lejanas interpelaciones eran cogidas al vuelo y servían tan sólo de inesperado estímulo para extender el campo de la especulación. En ambos casos la dignidad de la palabra, el cómo y el para quién, estaban a salvo.
Cuando hoy los docentes predicamos en el aula, los alumnos nos impiden ser delicados con ellos; ninguno pregunta o si lo hace no es “para el profesor” sino por otras causas; además, no es posible, a esta altura determinada de los tiempos, improvisar siquiera para uno mismo: ¿Cómo y para quién hablamos en el aula? La respuesta completa a estas dos preguntas resumiría el sentido del drama (o la farsa) que envuelve al actual sistema educativo.
La sintaxis y la semántica deberían dejar paso a la pragmática como la parte más relevante del uso gramatical; parte que debería ocuparse, en un sentido amplio, de aspectos tan esenciales para la felicidad humana como la correcta interpretación de los entornos, la comunicación no verbal, la distancia corporal, la imagen personal o las estrategias del trato.
Pondré algunos ejemplos de tales aspectos por orden de aparición.

En la cena tradicional de Nochevieja, una cita entrañable, es imprescindible tener en cuenta, si deseamos evitar el naufragio del barco en medio de la tempestad, las siguientes variables a la hora de abrir la boca:
- Los reunidos son familiares en primer o segundo grado, lo que disminuye la distancia social y propicia las confidencias (normalmente inoportunas).
- Todas las familias en el fondo se llevan mal. La inevitable presencia de las desigualdades, la edad, el trabajo, la envidia y los celos son el caldo de cultivo de conflictos irreversibles que todos conocemos.
- El alcohol propicia la desinhibición y con ella la tendencia de algunos miembros del clan a airear los trapos sucios.
- Es más emocionante montar una bronca tremenda que ser educados y complacientes.
- Los hijos, sobrinos y nietos de los comensales tampoco se llevan necesariamente bien y además molestan a sus mayores en diferente grado…

Asimismo, cuando nos presentan a alguien, una mujer hermosa, no es lo que afirma o niega, sino el tono de su voz, las expresiones faciales, las actitudes cambiantes, los gestos de las manos, las posturas corporales, lo que realmente nos seduce o nos separa. Todas las declaraciones de amor son más o menos iguales, lo mismo ocurre cuando practicamos el sexo: lo de menos es lo que decimos (en el primer caso, cursiladas, en el segundo, ordinarieces); en ambos casos el éxito o el fracaso depende del cómo y para quién. A propósito de la segunda pregunta: depende de si las palabras son dirigidas directamente a la persona amada (o deseada), o más bien siguen otros caminos vicarios y tortuosos.

Aprecio especialmente las personas que saben respetar la distancia corporal, entre 45 centímetros y 8 metros, sea íntima, personal, social o pública. Es insufrible el compañero de manifestación, al que no habíamos visto ni veremos nunca, que trata de convencernos con vociferios de lo que estamos convencidos, mientras nos propina continuos toquecitos en el pecho y desde quince centímetros nos echa un aliento a vinazo que tumba. Inversamente, es insoportable la revelación de nuestro mejor amigo que nos confiesa su relación íntima con nuestra novia sin mirarnos a la cara y a una distancia de tres metros (distancia a la que no llega el puño).

Otro asunto es la imagen personal que mostramos a los receptores de la información. Dentro del mayor respeto a la liberalidad en el vestir (faltaría más), muchos mensajes se resienten y no producen el efecto deseado porque equivocamos la relación interna entre la vestimenta y el contexto. No podemos ir al Calderón con traje y corbata y convencer al socio contiguo de que somos a muerte del atleti; con esa pinta de ricos seguramente nos tomará por un espía del pueblo blanco. Tampoco se debe ir a la cena del embajador de Dinamarca con una camisa negra sin mangas (que muestra dos tatuajes góticos), generosa minifalda, medias de malla a juego y zapatos con alza: la original desventurada no tendrá audiencia durante la recepción aunque sea más brillante que el propio Demóstenes.

Otra fuente inagotable de desdichas procede de la comunicación perversa. Dígase el tesoro que se diga, acabará en el cubo de la basura porque el hablante adopta un tono de verdad eterna, descubrimiento personal, vivencia exclusiva, grandeza ostensible y además no escucha. Huyo del aprendiz de sabio que utiliza la burla cruel, el desprecio latente, la descalificación explícita o la ofensa velada. En resumen, todos los atributos maldicientes que conforman una personalidad autoritaria, arbitraria y narcisista.

martes, 7 de septiembre de 2010

Sobre la asignatura de Educación para la ciudadanía


WALTER BENJAMIN, LA ENSEÑANZA DE LA MORAL (1913)

Que la enseñanza de la moral no tiene sistema, que se ha planteado una tarea irrealizable, es expresión doble de una misma base claramente fallida.
Así que no le queda otro remedio que llevar a cabo, en vez de la educación moral, un extraño tipo de educación cívica en la que todo lo necesario ha de volver a hacerse voluntario, mientras que todo lo que en el fondo es voluntario ha de ser necesario. Se cree así poder sustituir la motivación moral por algunos ejemplos racionalistas, y no se ve que esto presuponga la moralidad. Es como si le explicáramos a un niño el amor al prójimo describiéndole el trabajo de numerosas personas gracias a las cuales él está disfrutando el desayuno. Es triste que a menudo el niño reciba en la enseñanza moral estas concepciones de la vida. Pero esta explicación surte efecto tan sólo en un niño que ya conozca la simpatía y el amor al prójimo. Y éstos tan sólo los experimentará en el seno de la comunidad, no en la enseñanza de la moral.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Breve semblanza de mi bisabuelo Damián Isern, teórico del Regeneracionismo español


Damián Isern y Marco nació en Palma de Mallorca en 1852 y murió el 27 de octubre de 1914 en Madrid. Inició sus estudios en la facultad de teología de Palma, que tan abundante huella dejaría en su pensamiento posterior; tras abandonarlos, concluyó las carreras de derecho y filosofía en Barcelona y Valencia.
Muy joven se trasladó a Madrid, donde se afilió al partido carlista, desde cuyas filas se encargó de la redacción del periódico El siglo futuro. Al poco tiempo se separó de este partido y dejó de dirigir la mencionada publicación.
Se integró posteriormente en el partido de los denominados “mestizos” o mixtos, grupo próximo al carlismo pero con una cierta permeabilidad a las ideas liberales (tal y como las entendía la época), que le confió la dirección de su órgano de prensa La Unión, posteriormente La Unión católica; desde esta tribuna sostuvo ruidosas polémicas con intelectuales y políticos integristas, conservadores, liberales y, en general, de todas las tendencias ideológicas.
Escritor de pluma fácil, fue académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (nº 31 V Electo en 29-I-1895) y varias veces diputado a Cortes.
Mantuvo una abundante correspondencia con muchas figuras prominentes de su época, como Menéndez Pidal, Unamuno, Joaquín Costa o José María de Pereda, este último afín en parte a sus planteamientos sociales, éticos y políticos.
Desde el punto de vista de la historia de las ideas, se suele incluir a Isern, junto con el aragonés Joaquín Costa, Lucas Mallada, Macías Picavea y Luis Morote, dentro de la corriente decimonónica de pensamiento denominada Regeneracionismo. Los pensadores regeneracionistas buscaban, con un lenguaje irónico, didáctico, a veces apocalíptico y sobre todo profundamente crítico, soluciones teóricas y prácticas a los problemas seculares de la sociedad española: la oligarquía y el caciquismo, la corrupción en la administración, las causas del desastre, el analfabetismo... Dentro de esta corriente hay que situar los planteamientos de Damián Isern en la línea del tradicionalismo católico y la filosofía neotomista.

Incluimos las obras más significativas de Damián Isern (los datos editoriales figuran en el sitio del enlace web correspondiente):

- De las evoluciones sociales y los métodos en la política. Discursos leídos ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en la recepción pública de su admisión.

- Del desastre nacional y sus causas [su principal obra].

- De las formas de gobierno ante la ciencia jurídica y los hechos. Dos volúmenes.

- De la Democracia, la Libertad y la Republica En Francia.

- Las capitanías generales vacantes: el general Polavieja como militar y como hombre de gobierno.

- Problemas y teoremas económicos, sociales y jurídicos.

- De la defensa nacional.

- La Santa Sede y la acción católica en Italia.

- Ortí y Lara y su época. Monografía. Descatalogado. Se puede encontrar en la Biblioteca nacional.

- El liberalismo y la libertad. Conferencia. Descatalogado. Se puede encontrar en la Biblioteca nacional.

- Oligarquía y caciquismo. Memoria. Descatalogado. Se puede encontrar en la Biblioteca nacional.

Cuadrado y sus obras. Opúsculo. Descatalogado. Se puede encontrar en la Biblioteca nacional.

- Del espiritualismo escolástico y las ciencias experimentales. Opúsculo. Descatalogado. Se puede encontrar en la Biblioteca nacional.

Los estudios e investigaciones más relevantes sobre el Regeneracionismo, en los que se trata con mayor o menos amplitud el pensamiento de Damián Isern, son los siguientes:

- Enrique tierno Galván, Costa y el Regeneracionismo (1961).

- Rafael Pérez de la Dehesa, Costa y su influencia en el 98 (1966).

- Manuel Tuñon de Lara, Medio siglo de cultura en España (1970).

- Diego Núñez Ruiz, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis (1973).

- Elías Díaz, La filosofía social del krausismo español (1973).

- Rodolfo López Isern, Damián Isern y la filosofía del regeneracionismo español (1974) [Tesis de licenciatura presentada en la Universidad Autónoma de Madrid que obtuvo el premio extraordinario] 
  
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Enlace al catálogo de la Biblioteca Nacional de España para buscar sus obras. 

sábado, 4 de septiembre de 2010

Turner y los maestros


El día 19 de Septiembre concluye en el Museo del Prado la exposición itinerante Turner y los maestros que comenzó el 22 de junio de este año. Por tanto, deben apurar sus opciones aquellos que la quieran contemplar, es decir, ver y pensar. Por mi parte, he asistido dos veces, entre otras razones porque a los profesores El Prado nos deja pasar graciosamente.
La exposición se puede contemplar de muchas maneras. Por ejemplo, en medio de un grupo de turistas a merced del temible cicerone que los pastorea y los abruma con tal cantidad de información que resulta imposible digerirla en tres trimestres. Al final, si no has desertado en la primera esquina, además de compensar generosamente los fárragos del guía (ya que si no lo haces su rostro adquiere los matices de un cuadro expresionista tipo Saura), tendrás que merendarte un puñado de aspirinas.
Otra forma es la de aquella pareja de novios que sin contemplaciones se colocó delante de mis narices y después se perdió rauda por la sala. El mozo le dijo a su chica, después de mirar de soslayo el cuadro de Turner El declive del imperio cartaginés: “¿Crees que vale la pena pagar veinte euros por esta rallada?”.
O la del entendido de pega que amplifica el volumen de voz para transmitir a la multitud que le circunda su opinión de cartón-piedra: "La mitad de los cuadros son espléndidos y la otra mitad sobra".
Otra versión, que defiende un buen amigo mío y errónea desde mi punto de vista, es la de asistir a la exposición con tus hijos y sobrinos de diez a quince años el domingo por la mañana para que “se vayan familiarizando con el arte” y lo disfruten “cuando sean mayores”. En primer lugar con el arte no se familiariza nadie y menos en tres sesiones (lo mismo que ocurre con la física nuclear o la anatomía comparada). En segundo lugar, la edad no importa demasiado en cuestiones estéticas (Mozart era un genio con menos edad que esos niños): eres o no eres sensible a las más altas realizaciones del espíritu (artísticas o científicas) por causas imposibles de establecer y menos de condicionar. Además la visita puede ser contraproducente, igual que pasa con las lecturas inasequibles de ciertas obras maestras del Siglo de Oro que algunos incautos profesores de literatura exigen a sus alumnos. El resultado de la empresa es que puedes extirpar de por vida los futuros proyectos del imberbe de visitar cualquier pinacoteca, del mismo modo que el alumno de la ESO, cauterizado por tales excesos, no leerá jamás un libro, ni siquiera uno “de playa” (consejo: los libros malos son aburridos en cualquier parte), aunque se lo presentes en un “atractivo” soporte digital (otro tema de reflexión que aplazamos por el momento).
En mi opinión, hay dos formas aceptables de enfocar la exposición de acuerdo con su título (42 de Turner y 38 de los otros maestros). Una, erudita, en el mejor sentido del término, mediante el análisis comparativo de las influencias temáticas y formales de ciertos maestros de la pintura en la obra de Turner; otra, por mera yuxtaposición de los cuadros más hermosos y profundos.
El comisario de la exposición, Javier Barón Thaidigsmann, Jefe del Departamento de Pintura del Siglo XIX del Museo del Prado, sostiene en su experta presentación (ver el video en la web) el primer enfoque, entendido como la agrupación de las ochenta pinturas de la muestra en pares, tríos o conjuntos homogéneos por su interrelación compositiva, estilística e intencional. Es también el punto de vista de la mayoría de los artículos especializados del excelente catálogo de la exposición.
Lo normal es que en mis visitas me hubiese centrado en ambas formas de aproximación a la cosa. Sin embargo, en las dos ocasiones he recaído en la segunda orientación. Seguramente porque hay en la muestra algunas de esas creaciones con aura que ocupan un lugar especial en la historia del arte, obras que has admirado desde tu más tierna infancia en los libros y en las imágenes. (Breve inciso: para mí lo mejor de lo mejor son los cuadros del pintor barroco Claudio de Lorena).
Enumero algunas de las obras maestras que tienes a tu alcance: Rembrandt, Muchacha en la ventana (1645), Claudio de Lorena, Puerto de mar a la puesta del sol (1639), Nicolás Poussin, Paisaje con calzada romana (1648), Jacob Van Ruysdael, Mar picado junto a un espigón (1652-1655), Jan van de Cappelle, Una calma (1654), Willem van de Velde, Un barco inglés en un temporal tratando de ganar barlovento (1672), Canaletto, El Molo desde el Bacino de San Marcos (1733-1734), Turner, Tormenta de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes (1812), John Constable, El espigón de Yarmouth (1823), Francis Danby, Tema del libro de la revelación (1829), entre otros.
El buque insignia (nunca mejor dicho) de la exposición es el cuadro de Turner, procedente de la Tate Gallery, titulado Paz. Sepelio en el mar (1842). Una obra maestra de la última etapa del pintor y el arquetipo de su visión romántica organizada en torno a la categoría estética de lo sublime. El término expresa, ante todo, la primacía ontológica y el poder absoluto de la Naturaleza sobre una realidad humana disminuida (en las antípodas del antropocentrismo tecnocientífico de nuestros días). Turner ha plasmado en sus lienzos esta idea mediante la representación de  paisajes inabarcables, fenómenos meteorológicos sobrecogedores, efectos atmosféricos insólitos, desastres naturales magnificados o naufragios heroicos.
La obra fue pintada como recuerdo y homenaje póstumo al pintor escocés David Wilkie, muerto el 1 de Junio de 1841 cerca de Gibraltar cuando viajaba a bordo de un vapor que regresaba de Tierra Santa. El puerto inglés fue cerrado por temor al contagio de la peste procedente de Oriente Próximo, por lo que tuvo que recibir sepultura en el mar esa misma noche.
La paleta del pintor recoge con emoción el momento final del entierro con su carga plena de simbolismo funerario. Contrastan la luminosidad del cielo, del agua y de la costa con la negra oscuridad de los barcos y sus reflejos sombríos. Se dice que cuando el pintor Clarkson Stanfield le dijo a Turner que las velas negras no le parecían naturales, le replicó con rapidez: Me gustaría encontrar un color que me permitiera hacerlas más negras. Es evidente que Turner no hallaba el color adecuado para expresar el dolor luctuoso por la desaparición de un miembro de la fraternidad de artistas. Hay que entender la composición como una reflexión del artista sobre su propia contingencia y el arte como la única posibilidad de enfrentarse al triunfo inexorable de la muerte.
Un resplandor sobrenatural procedente de las antorchas indica el punto en que el cuerpo de Wilkie será lanzado, envuelto en un sudario blanco, a su última morada. El misterio de la muerte, la contraposición entre la finitud del individuo y la eternidad de la naturaleza, otro motivo central del pensamiento romántico, funciona en el cuadro como otro nombre y otro signo de lo sublime. El mundo de Turner además de infinito es inefable, es decir no puede ser comprendido mediante conceptos abstractos, sino por otros medios no racionales: los efectos atmosféricos, las variaciones lumínicas, los pliegues del color, la intuición del espacio, la empatía con el tema o la manifestación del instante irrepetible.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Las palabras y las cosas


Ludwig Wittgenstein, Cuaderno azul

El error que estamos expuestos a cometer podría expresarse así: estamos buscando el uso de un signo, pero lo buscamos como si fuese un objeto que coexistiese con el signo. (Una de las razones de esta falta vuelve a ser que estamos buscando una “cosa que corresponde a un sustantivo”).
El signo (la frase) obtiene su significado del sistema de signos, del lenguaje a que pertenece. Rudimentariamente: comprender una frase significa comprender un lenguaje.
Como parte del sistema del lenguaje, puede decirse, la frase tiene vida. Pero se tiene la tentación de imaginar aquello que da vida a la frase como algo de una esfera oculta que acompaña a la frase. Pero cualquier cosa que le acompañase sería para nosotros precisamente otro signo.