Sirva como preámbulo a mi elogio de Casa Hortensia (esa lugar de sabrosa restauración que nos transporta de Madrid a Oviedo con sólo subir dos plantas) la anécdota gastronómica que cuenta el inefable Julio Camba (¡un anarquista convencido que manifestaba en ABC sus simpatías por el bando franquista!) en su divertidísimo (y bien escrito) La casa de Lúculo o el arte de comer. La traigo aquí tras rebañar en mi memoria, pues leí el libro más de dos veces hace bastantes años, antes de ponerme a trabajar en ciertos fárragos y cuando la holganza de mis años mozos me conservaba “alto, rubio y de ojos azules”… Lo cual significa que añadiré a mi sabroso relato unas tiernas morcillas hechas con sangre y cebolla y recién calzadas en una aldea de la Sierra de Cuenca tras la matanza de un cochino cebado con primor.
Había viajado Camba con dos amigos del gremio a la Pérfida Albión de los años cincuenta con un encargo editorial como disculpa para hartarse de zampar. Cuando llegaron a Londres, lo primero que hicieron tras pasar por el hotel fue encaminarse al domicilio del “agregado cultural de la embajada de España” (menudo papelón) al que Camba conocía. Les recibió a la hora del té en pleno ritual de la ciudad de la niebla: tetera hirviente, nubes de leche y pasteles surtidos (los ingleses son capaces de hacer sin empacho una tarta deliciosa con arenques). Al final de la visita, Camba solicitó a su amigo que les recomendara algún restaurante, si es que existía alguno en Inglaterra, donde se pudiera comer algo decente. Les preguntó el agregado adonde se dirigían y cuando le dijeron que al Condado de Yorkshire, apuntó algo en una hoja y se la pasó mientras apuraba su segunda copita de anisete.
Y allí se fueron. Se trataba de una antigua casa rural, un cottage convencional con techo a dos aguas y vigas de madera a la vista convertido en negocio de parada y fonda. Dentro del lugar había media entrada y un silencio sepulcral. Creyeron que su amigo se había equivocado o, lo más probable, que por su carácter socarrón les había gastado una broma a la española. Sin embargo, el aroma, el clima y lo avanzado de la hora invitaban a sentarse. Lo hicieron y por fin se acercó la patrona.
- Hoy no tenemos mucho que darles; en realidad, sólo tenemos un poco de buey que hemos sacrificado esta mañana. Lo hemos preparado hervido con sal. Pero si lo prefieren con salsa de menta…
- No, no, sólo hervido (cortó Camba con pavor). Tal vez otro día probaremos la salsa.
Al cabo de un rato trajeron el buey, un auténtico bodegón vivo, humeante y trabado en su jugo. Lo probaron, se miraron pasmados y dieron cuenta con deleite de una carne tierna como la manteca, suculenta, con el sabor profundo del buey verdadero; por fin entendieron el silencio de los comensales, un homenaje a la noble estirpe de la res, criada al amor de los pastos frescos y jugosos del condado, que les brindaba generosamente lo mejor de sus virtudes ancestrales.
Terminaron su ración y se acercó la matrona con los ojos chispeantes de ironía británica.
- Desean algo más los señores.
- ¡Venga otra de buey! (gritaron a coro).
Cuando dieron cuenta de la ofrenda, superior incluso a la anterior, compareció nuevamente la señora.
- ¿Tomarán algo de postre?
Camba tomó la iniciativa:
- ¿Le queda todavía algo ese buey del que nos había hablado?
Cuando se levantaron dos horas más tarde, lo primero que hicieron fue poner un telegrama al agregado cultural, acompañado de un ramo de rosas rojas (nada hay en el mundo más hermoso), todo muy apropiado, según Camba, a las preferencias y condición de su entrañable amigo.
Cambiando lo que haya que cambiar, ocurre, en mi opinión, algo parecido en Casa Hortensia. Dejo los detalles para quien quiera consultar su página web.
Hay que olvidarse, sugiero, del aspecto del local, más bien desapacible, y también del resto de la carta, de la que no afirmo que sea rechazable, sino que no merece la pena ir tan sólo por su fama. Si lo haces, puedes encargar la pescadilla rebozada, demasiado abundante y consabida, las almejas a la marinera, normales y algo pequeñas, la tortilla de patatas con bacalao, curiosa pero algo cargante o el ciclópeo entrecot de ternera, si es que te gusta ponerte en el lugar del caníbal africano que se cena a la luz de las hogueras al incauto explorador…
Sin embargo, hay tres cosas de este rincón madrileño, en cuyos fogones se cuecen los sabores genuinos de la cocina asturiana, que lo hacen muy especial: el queso de cabrales (increíble), la sidra natural (entra sola, es conveniente que a las tres botellas pares) y, sobre todo, la fabada: basta y sobra con este plato en sus diversas variantes (con chacina, con almejas, con chipirones u otras apetitosas variantes) para comer como un rey.
Recomiendo sin vacilar la primera versión. ¡Ojo con las cantidades: con una ración de fabada comen primero y segundo dos hambrientos de casta! Si das escolta a las damas y se encuentran en ese período maniático que llaman “régimen”, lo ideal son dos fabadas para cuatro (¡el que quiera que meta la cuchara y el que no que mire!).
La fabada de Hortensia, como toda creación artística, no es siempre idéntica a sí misma: hay días en que es espléndida, otros excelente y algunos sublime. Los expertos fijan los viernes como el patrón de las mejores. Este plato sano y natural nos traslada con la imaginación despierta a los grandes paisajes de Asturias donde se sirven las fabadas más famosas del mundo: Gerardo en Prendes, Conrado en Oviedo, Consuelo en Otur, El Leonés en Luarca, y tantos otros rincones, sostegno e gloria d’umanità.
De postre convine rematar con una crema con costra o el arroz con leche de la casa (con el segundo puedes emular al big bang). Algunos practican la teoría buenista del cierre categorial con un chupito de aguardiente: yo lo excluyo de mis pulsiones porque cauteriza los ecos gustativos de las cremosas fabes, que duran y duran…
Aparte de la cuenta, el precio que tendrás que pagar por esta bacanal de los sentidos es una larga y costosa digestión; por tanto, lo mejor que puedes hacer es pasear sin descanso por el Madrid de los Austrias desde las cinco de la tarde, hora en que sales de Hortensia, hasta las diez de la noche en que, rendido pero feliz, regresas al hogar.