viernes, 24 de febrero de 2017

Los viajes organizados

Ahora todo el mundo, desde jóvenes de veinte o menos, matrimonios treintañeros, jubilados añejos y ancianos del último viaje, visita los lugares más recónditos del mundo. Este fenómeno global ha sido denominado, como no, por los franceses, Les nouveaux voyageurs (los nuevos viajeros). Obviamente las causas son múltiples y hay que buscarlas en las facilidades de información y contratación mediante las nuevas tecnologías que permiten ir al faro del fin del mundo desde tu portátil, a la proliferación de vuelos low cost o a las ofertas tentadoras de hoteles y apartamentos en temporada baja. También al éxito en la tele de los documentales dedicados a enseñarnos las maravillas de lugares exóticos (un ejemplo es el canal Viajar). Y, sobre todo, al surgimiento de una nueva forma de vitalismo colectivo, al impulso de ensanchar geográficamente los límites de la vida, un retorno al espíritu del Renacimiento digno de ser estudiado por la psicología de masas. Sin duda esta es la cara más amable de la globalización.
Hay muchas formas de hacer el petate y salir pitando, incluso cargado de niños, al aeropuerto internacional más cercano. Estas son algunas de las opciones del nuevo viajero:
- Las diferentes formas de ecoturismo.
- Los safaris fotográficos en África con “refugios de avistamiento en medio de la jungla”.
- El turismo rural en cabaña o la aventura con mochila y tienda en “los espacios vírgenes”.
- El seguimiento parcial o total de las grandes rutas de los exploradores del siglo XIX incluidas las expediciones polares.
- Los itinerarios antropológicos (visitas a poblados africanos, amazónicos o esquimales).
- Los paraísos isleños del Pacífico sur o los rigores de la Australia profunda…
- Balnearios milagrosos donde al final lo de menos son las aguas termales.
- Estancia mística en monasterios compartiendo los madrugones de los monjes.
- Los increíbles paisajes urbanos de los emiratos árabes.
- El viajero solitario que vaga sin rumbo por los pueblos profundos de un país (o continente), entregado al azar diario de las circunstancias o a los destinos elegidos de pronto mientras acaba de desayunar en un puesto de la calle.
Y por supuesto la vieja Europa. Aquí me voy a referir a los llamados “viajes organizados” del tipo conozca Roma, Florencia y Venecia en una semana. Tales viajes, sean del Inserso o de El Corte inglés, tienen sus ventajas y sus inconvenientes; una de las ventajas es que normalmente salen más baratos que ir por libre (aunque depende del paquete de servicios que contrates); también que te lo dan “todo hecho”, te resuelven los problemas del idioma (el intérprete evita que saques a pasear tu intolerable spanglish) y que metas la pata más de la cuenta en ciertas situaciones por aquello del relativismo cultural y la gran variedad de usos sociales. Pero aquí voy a referirme más bien a los segundos, a los inconvenientes, en una relajada crítica costumbrista de los grupos heterogéneos.
Para empezar, en el ejemplo italiano, viajar no consiste en poner la chincheta a mil por hora en los rincones, restaurantes, tiendas, museos o monumentos que recomiendan con letra capitular las guías de turismo pastoreados por una azafata abanderada que se detiene, pongamos por caso, en ciertos cuadros de una famosa pinacoteca para que el cicerone de la agencia nos empache a sus anchas. Las explicaciones al cabo de un tiempo resultan abrumadoras; a la mayoría se la sudan. Cuando empiezan a aburrirse los menos tímidos deciden intervenir con continuas preguntas. ¿Es cierto que el rey era bisexual? ¿Qué significa el pájaro del árbol que se ve por la ventana del cuadro? ¿Se podían casar los bufones? El cicerone se los quita de encima como puede pero el resultado es prolongar la sesión. Los más avispados desconectan y se desmarcan del grupo. ¡He visto a alguno, sombrero calado y solapas subidas en la sala de al lado con una audioguía! Lo que les espera después, si por ejemplo están en la incomparable Venecia, es una procesión de góndolas en una de las cuales un tenor de medio pelo no deja de interpretar O sole mio y otros aires de verbena a la italiana mientras nuestros compatriotas comen pipas y tiran las cáscaras al canal: el encanto se desvanece.
Cuando el grupo es llevado del ramal a las ruinas de un templo griego, foro romano o excavaciones prehistóricas, el desánimo cunde por doquier tras un vistazo general. Si nos llegan a advertir que los monumentos estaban en ruinas no hubiéramos venido, protesta un cincuentón avinagrado; una idea que no me parece descabellada es colocar maquetas a escala de cómo eran exactamente (policromía y figuritas incluidas, con las respectivas explicaciones breves y dos veces buenas de lo que tenemos delante). Desde los más leídos hasta los más campechanos se beneficiarían del invento. ¡No se han fijado! Al cabo de un cuarto de hora la mayoría, rompiendo la disciplina de grupo, está hacinada en una sala oscura donde se proyecta a uña de caballo una historia insustancial del lugar. El medio es el mensaje. Los jovenzanos encienden porros sin parar. Otros matan el tedio con un safari fotográfico. Lo que importa no es el bello rincón de una callejuela sino la imagen que se enviará por WhatsApp a familiares y amigos; o servirán para conocer por primera vez los rincones que recorrieron. Muchos viajes al extranjero tienen un componente narcisista: estuve en París, cuenta orgullosos en la oficina, sin entrar en más detalles a no ser un aluvión de imágenes de la galería del móvil que a nadie le interesan. El Louvre en la nube de Google.
En la Galería Uffizzi oí al marido de un grupo de franceses refunfuñar alto y claro: j’en ai tout à fait marre! Que en versión libre podría traducirse por ya estoy hasta los c… de este rollo, mirando a su mujer como si ella tuviera la culpa. ¡Iban por la segunda sala dedicada al Duecento y Giotto! Los franceses, en el catálogo de tópicos y estereotipos que los europeos se aplican mutuamente, son como el camembert, un queso que viaja mal. Esto no es ningún obstáculo para que tengan un amplio repertorio de viajes à la mode: turismo sostenible, de intercambio, ético, responsable, solidario, verde, de escapada, etc. Tiempo habrá de armarla.
Otro aliciente de los viajes organizados es conocer gente nueva, relacionarte, ligar. Un bien, no lo dudo, en sí mismo, sobre todo si no tienes compromisos sentimentales y acabas llevándote al huerto al o a la maciza del grupo. Rara vez pasa. Lo que ocurre más bien es que siempre te tropiezas con una pareja de seres sociables por naturaleza (buena gente en cualquier caso) que se te pega por etapas con un interés cada vez más íntimo (e intimidante) que por desgracia no es correspondido. En todas partes coinciden contigo como por ensalmo. Cuanto más insisten menos ganas tienes de contarles tu vida y viceversa. En resumen, una encerrona psicosocial que o bien cortas por lo sano (para ambos lados) o se convierte en un juego del escondite de lo más desagradable. A cierta edad nadie tiene ganas de hacer amigos.
Ir de tiendas suele ser la guerra. Por eso los guías del grupo les indican los barrios de compras más concurridos o los grandes almacenes donde pueden invertir en caprichos y regalos… y después se abren discretamente. A tal hora en tal sitio y que disfruten. El marido se compra como mucho algún souvenir hortera en menos de cinco minutos: un casco de centurión romano, una camiseta del equipo local de fútbol, un bailarín que se mueve al son de la música y que solo funciona en la tienda. Pero su mujer no tiene tanta prisa. Se detiene durante siglos en cada tienda y se embelesa con los detalles más nimios de cualquier mojiganga. Antes de comprar, si es que se decide, compara precios y distingos en las tiendas de tres manzanas. Al cabo de un rato el marido ni entra. (¡No se han percatado de que cuantos más años tienen las parejas más discuten!) El incauto, hechas sus compras relámpago, acompaña a su parienta al principio con ánimo epicúreo, luego estoico, después escéptico y finalmente cínico. Acaba largándose por su cuenta para darse a la bebida hasta la hora de la cita. Después comienza otro calvario de reproches por la fuga. ¿Por qué no hacer cada uno lo que le dé la gana desde el principio? A fin de cuentas ir en grupo lo facilita: los chicos con los chicos y las chicas con las chicas.
Por último las comidas típicas y los espectáculos guiris de los viajes organizados me recuerdan a Mixomatos el guía y su telaraña de primos en la aventura de Asterix y los juegos olímpicos: el cambista de moneda Calvados, la posada en Atenas de su primo Plexigas, también el conductor de carros Scarfas (hasta los caballos del tiro son primos), el restaurante de su primo Recarabos y para la fiesta de la última noche en Atenas, el mesón de otro de los primos de Mixomatos cuyo nombre no se menciona. Obelix pregunta a Asterix con sana ignorancia si la Acrópolis es también una de sus primas.

viernes, 10 de febrero de 2017

Posverdad


El término à la mode de “posverdad” tiene un significado estrictamente político; para empezar, lo podemos entender con un ejemplo literario. Las novelas policíacas, por ejemplo los casos de Sherlock Holmes, al revés de lo que ocurre en política, comienzan por la posverdad (o sea, la falsedad) y acaban en la verdad de los hechos comprobados. Primero las opiniones infundadas de la prensa: "Según parece, el asesino tomó el último tren nocturno en la estación de Paddington hacia las tierras altas de Escocia y ahí se pierde la pista". O las teorías del cierre en falso de Scotland Yard, en las que el obtuso Lestrade, sin enterarse de nada, pretende dar lecciones a un aficionado como Holmes; o las conjeturas simplistas de Watson que apenas rascan la superficie de los hechos. Todo es gratuito y accidental. Finalmente Holmes, recoge los datos relevantes, descarta las hipótesis inútiles, reúne las piezas del puzzle y descubre la verdad completa. O sea, resuelve el caso. La opinión pública conoce lo que pasó, Lestrade "agradece la ayuda prestada" y Watson relata el caso a su manera como cronista de su compañero de fatigas.
En la política actual ocurre exactamente lo contrario: la opinión pública, es decir, aquellos millones de individuos que legitiman con su voto el poder público en una democracia neoliberal (que no es otro que el económico), son llevados del ramal hasta las urnas por la desinformación con efectos retroactivos, la desmemoria crónica de los dirigentes, la negación de la evidencia y el principio de contradicción en casos muy graves de corrupción. También son factores que favorecen la posverdad los laberintos ideológicos de los tertulianos, las fabulaciones de los ignorantes mediáticos, las cortinas de humo de la noticia caliente que se vende (en el doble sentido del término) y las declaraciones de encefalograma plano de los políticos profesionales. O sea, lo que aparenta ser la verdad es más decisivo que la verdad. Un retorno contundente a la caverna de Platón: lo que cuenta son las sombras tenebrosas que se proyectan sobre la pared y los ecos confusos de las voces que resuenan en la gruta. El descrédito actual de la política proviene directamente de la conspiración sistémica contra la verdad. El Brexit, el triunfo electoral de Trump en las presidenciales y las mayorías relativas del PP en las generales… son ejemplos fehacientes de la eficiencia política de la posverdad.
Son varios los elementos que intervienen en la producción masiva de la posverdad y sirven para crear las condiciones de su eficacia. La psicología de masas es el primero: como en los términos de “posmodernidad” o “posindustrial", el prefijo post se refiere a algo que si bien ha ocurrido, ya está superado; alude a ciertos hechos no negados pero actualmente irrelevantes, inoperantes, desbordados por las nuevas circunstancias nacionales o internacionales. Es algo que la memoria colectiva debe dar por cerrado, olvidado, porque ha sido desplazado por nuevas realidades inmediatas y más urgentes: de ahí que también se hable de verdad posfactual. La sustancia de la posverdad o verdad posfactual es justamente que la verdad ya no importa. Es agua pasada y el cauce está seco. El procedimiento es demoledor: se reinterpretan ad hoc, falazmente, los hechos del pasado para adecuarlos a los intereses del presente. (La memoria individual funciona del mismo modo en numerosas ocasiones).
El irresistible ascenso  de la verdad posfactual se debe en gran medida a los efectos devastadores de la crisis, presentados en la mayoría de los casos como posverdades. También a la ineficacia de las instituciones para buscar soluciones creíbles en vez de márgenes y dividendos. Y al conocimiento popular de quienes son los poderes reales que mueven el mundo (y que han dado el golpe de Estado de la crisis en beneficio propio), algo evidente no ya para la crítica de la razón sino para el sentido común. Todo junto ha propiciado la indiferencia colectiva, cuando no el desprecio, ante la verdad política. Este es el caldo de cultivo de las ideologías prefacistas. El objetivo es el desprestigio de cualquier boceto de democracia participativa. Su primer paso es utilizar de forma torticera los derechos y libertades del Estado de derecho, especialmente la libertad de expresión: demagogia populista, contradicciones flagrantes, desmentidos infumables, desvergüenzas maquilladas. También el aluvión de bulos y contrabulos en las redes sociales, mentiras atrayentes, intrigas inventadas y, sobre todo, las campañas de manipulación de la opinión pública perpetradas al milímetro por los laboratorios de ingeniería social al servicio de la posverdad. Hace tiempo que la tecnocracia bienintencionada se ha convertido en uno de los paradigmas del pensamiento débil. Los viejos tecnócratas se han convertido en perversos tecnólogos de la verdad posfactual.
Llevan razón los que afirman que el nuevo modelo de Estado neoliberal surgido de la crisis, cuyo origen hay que situarlo en el núcleo duro de Wall Street, tiene cada vez más un carácter orwelliano. Es el siguiente paso. Se trata de fijar una posverdad surgida de la nada para cada coyuntura política que se presenta, se extiende y se siente como necesaria. Se cambia la noción misma de “hecho”. Ya no se reconstruyen sino que se construyen. Como en la célebre novela de Orwell el pasado puede ser simplemente eliminado de la historia y sustituido por otro. Los protagonistas de lo que no ocurrió por decreto posfactual no pasan a segundo plano sino que son “vaporizados”. La pantalla que vigila a todas horas, el ojo del Gran Hermano, es una modesta bisabuela de los modernos métodos telemáticos de control de la información. Nunca el liberalismo extremo y el totalitarismo han estado tan cerca. Tampoco es que haya desaparecido el realismo de la vieja política (esta vez tiene sentido la expresión), el principio social de realidad, la verdad pura y dura: pero sólo se aplica con saña a los enemigos, es decir a los que cuestionan el modelo de democracia neoliberal y sus objetivos. El primero ha sido la globalización, es decir la universalización del poder ilimitado del capital financiero en todo el mundo (incluida China y Rusia) y la liquidación del Estado del bienestar en Europa mediante la desregulación bancaria, la externalización de servicios públicos, la deslocalización de las grandes empresas, los paraísos fiscales, etc. El segundo ha sido la implantación del denominado “pensamiento único”, la lógica absoluta del beneficio económico considerada la ley natural de la conducta desde el principio de los tiempos y algo inherente a la naturaleza humana. El tercero, hacer caso omiso del consenso de la comunidad científica sobre los efectos desastrosos para el planeta del cambio climático, propiciado, entre otras causas, por el consumo energético descontrolado y las emisiones contaminantes de la industria en el modo de producción neoliberal. Sobre este último asunto hay posverdades de todos los colores y tamaños para ocultar que una economía sostenible no es compatible con la lógica absoluta del beneficio.
La verdad posfactual de la crisis en nuestro país cuando estalló fue negarla desde el centro izquierda en el poder (¿no hubiera sido más fácil a Zapatero decir que no estaba dispuesto a participar en la farsa y convocar elecciones anticipadas?). O como sostiene la derecha conservadora actual representada por el incombustible Rajoy que la crisis está superada, que cada vez se crea más empleo, que la economía crece a un ritmo galopante; y si los datos puntuales, incluso oficiales, lo niegan, se añade que nadie dude que todo mejorará en breve, que vamos por el único camino correcto y punto final.
Hay un principio de la lógica clásica, adoptado por la política posfactual, que afirma que de lo falso se sigue cualquier cosa. Nadie tiene la menor idea de lo que nos espera ni siquiera a corto plazo. ¿Tiene la política nuevas reglas que Maquiavelo no pudo imaginar? Es evidente que sí.
(Posverdad: según explican los responsables del Diccionario Oxford, el uso de esta palabra mágica, premio semántico del año, aumentó en 2016 un 2.000% con respecto a 2015).