jueves, 28 de mayo de 2015

¿Siempre ha habido clases?


A lo largo de la historia de las civilizaciones se han sucedido diferentes formas de estratificación. Se entiende por estratificación la clasificación de los individuos en posiciones o niveles de acuerdo con criterios de jerarquía social (superioridad o inferioridad): machos y hembras dominantes en las sociedades primitivas; hombres libres y esclavos en la sociedad antigua; señores y vasallos en la sociedad feudal; los estamentos de la sociedad del antiguo régimen; las castas en las sociedades orientales; las tribus en las sociedades africanas; las clases en las sociedades occidentales.

Las clases surgen como consecuencia de la división social y técnica del trabajo durante la primera sociedad industrial del siglo XVIII. El sistema de estratificación en la sociedad industrial avanzada sigue siendo el sistema de clases. Se trata de una realidad social relevante. Gran número de las diferencias y valoraciones –positivas o negativas- atribuidas generalmente a la raza, al sexo o a la ideología política, al código ético o a las creencias religiosas son en realidad diferencias de clase. Fenómenos como el racismo o la xenofobia comportan un elevado componente clasista. Un acreditado cirujano de raza negra o una famosa cantante gitana serán inmediatamente excluidos de tales consideraciones.

Se define una clase como un conjunto de estatus sociales identificados que tienen una valoración equivalente de rango y prestigio. La sociedad percibe como norma estadística que un nuevo rico y un noble con escaso patrimonio tienen un estatus similar. Por tanto, el criterio de estratificación mediante clases es el estatus. Otro ejemplo: en nuestra sociedad se incluyen en la clase alta (sin entrar en más matices) a los estatus asociados a las profesiones liberales con titulación universitaria, como médicos con prestigio, arquitectos con firma, abogados reconocidos, altos ejecutivos con capacidad de gestión, ingenieros que ocupan el vértice del organigrama de la empresa o funcionarios civiles que tienen un nivel alto en la burocracia del Estado…

Desde la perspectiva de la cultura, una clase es una subcultura que define la relación del individuo con todos los elementos de cultura material (objetos y técnicas) y de cultura no material (sistemas ideológicos). Cada clase es una subcultura con un conjunto de actitudes, creencias, valores y pautas que difieren de las de otras clases. Una subcultura de clase es una forma de pensar, de hablar, de vestir y de comprar, de casarse y de educar a los hijos; en definitiva, de conocer y construir la realidad. Prácticamente, todos los aspectos del pensamiento y de la conducta, de la vida familiar, incluso los procedimientos para hacer el amor, difieren de una clase a otra. Cada clase es una subcultura con una concepción del mundo diferenciada, incluso etnocéntrica, es decir, no comparable con la concepción de otra clase (de ahí que algunos patrones ajenos le resulten incoherentes o incomprensibles)Esta asignación de subcultura es la causa principal de la endogamia de clase, es decir, del hecho de que mayoritariamente los miembros de una clase decidan contraer matrimonio con los de su misma o similar posición social para compartir unos esquemas cognitivos y una visión convergente de las cosas. Asimismo, cuando los padres de la clase alta matriculan a sus hijos en determinados colegios privados, lo que buscan no es la mejora de la calidad de la enseñanza sino la transmisión de unos valores de clase. 

Entre otras, las funciones de una clase son socializar al individuo desde su niñez de acuerdo con su subcultura, fijar un modelo de interacción global, predecir las oportunidades que tendrá a lo largo de su vida o proyectar sus posibilidades de movilidad en un sistema de estratificación abierto (tener una titulación o una cualificación profesional más alta que la de sus padres o ¿por qué no? un matrimonio estratégico que le permita ascender en la escala social).

En la mayoría de las investigaciones empíricas de la sociología se utilizan varios indicadores del estatus de clase.

. La riqueza o el nivel de ingresos. Una clase es, ante todo, un fenómeno económico, pero no exclusivamente económico (como supone el marxismo). Un campeón de boxeo, un torero de cartel o una prostituta cara, pueden tener ingresos muy altos, pero otros indicadores obviamente rebajan el estatus.

. La jerarquía profesional. Se refiere al nivel de competencias y de responsabilidad  dentro de un organigrama burocrático o de empresa. Un obispo tiene probablemente menos ingresos que un próspero empresario dedicado a la recogida de chatarra, pero su jerarquía eclesiástica eleva su estatus de clase. El rector de la universidad es un profesor más, pero su nombramiento aumenta el estatus.

. La educación y titulación. El nivel de estudios y graduación, obligatorio, medio o superior, funciona también como indicador de estatus. Un profesional cualificado, un próspero fontanero, es probable que tenga un nivel de ingresos más alto que un técnico de la administración del Estado, pero el nivel de titulación equilibra el estatus de ambos.

- La dificultad y especialización. Determinadas actividades profesionales sólo pueden ser realizadas por un número reducido de personas. Cuanto más reducido, mayor es el nivel de ingresos y, paralelamente, el estatus de clase. El futbolista de élite, el buzo que mantiene los fondos de una plataforma marina infectada de tiburones o el bombero experto en apagar pozos de petróleo no tienen titulación superior, pero su especialización dispara el nivel de ingresos y paralelamente el estatus de clase.


- El poder o grado de influencia. El poder se define como la capacidad que alguien tiene de influir directamente en la conducta de los demás. A medida que aumenta el grado de influencia, proporcionalmente lo hace el nivel de estatus de clase. El poder puede ser físico, material o espiritual. Un dirigente político, moral o religioso deben su elevado estatus a la capacidad que tienen de influir en la forma de pensar y actuar de un gran número de personas. 

Los conceptos de "clase dominante", "clase obrera", lucha de clases" o "sociedad sin clases" pertenecen al materialismo histórico, una teoría filosófica y, sobre todo, una ética social.

viernes, 8 de mayo de 2015

La educación sexual

Oigo  en la radio que el obispo de San Sebastián ha publicado un libro sobre moral sexual. El filósofo empirista David Hume sostenía que las ideas sin impresiones sensibles, su único pasaporte válido, carecen de significado: por tanto, en el caso del obispo deberíamos hablar de metafísica más que de moral. A propósito, recuerdo la famosa “educación sexual” de los jóvenes nacidos durante la época aciaga de los cincuenta, la generación perdida de la dictadura y el nacionalcatolicismo (¡aquello sí que era educación en valores!). Hablo en modo masculino y no entro en fantasías episcopales.
¡Sexo! Nadie en la familia o la escuela mencionaba la palabra tabú. Solo en oscuros rincones se musitaban alusiones simbólicas o signos jeroglíficos. La omertà, la ley del silencio siciliana, era una broma comparada con el contrato social de los españoles para esquivar el sexo. Era una sociedad asexuada, nuestros padres carecían de atributos y nadie por debajo los tenía, ni siquiera la flora y la fauna. Que las madres nos enseñaban los misterios de la coyunda “con ejemplos de la vida animal” es una leyenda urbana. Nadie abría el pico. Por lo demás, dos o tres documentales de National Geographic me han convencido después de que los animales no son tan inocentes como se creía.

A partir de los doce años, las ensoñaciones platónicas aburrían y daban paso, nimbado de fervor, al primer amor con nombre y apellidos. Al mismo tiempo nos llegaban noticias del sexo, casi siempre de algún amigo avispado, mayor que nosotros, quien nos anunciaba con redobles de tambor la buena nueva. Tras demorarse unas semanas para caldear el ambiente, te largaba una conferencia sobre órganos de los que no habías oído hablar (ni volverías) y complicados acoplamientos imposibles de entender. Lo cierto es que ya estábamos equipados para adentrarnos en un mundo de intensas sensaciones. Primero, las inesperadas poluciones nocturnas. Lo mejor era no contárselo a nadie por si acaso. Pronto, los placeres de la eyaculación nos llevaban al descubrimiento mágico del cuerpo, es decir, a la masturbación. Insistíamos con asombro. Pero esta práctica inocente y necesaria del amor propio era de inmediato vetada por las grandes instancias del poder espiritual. Los curas, con charlas agotadoras y confesiones policiales, abrumaban nuestras tiernas conciencias con el demonio de la culpa. Los ejercicios espirituales, una versión popular del Apocalipsis de San Juan, eran la visión más radical del conflicto entre deber y felicidad. Según la doctrina oficial, el onanismo reblandecía el cerebro, impedía el crecimiento, emponzoñaba la pareja. Proponían como alternativa la castidad sostenible (diríamos hoy), el camino para reforzar los hábitos rectos y la fortaleza de ánimo; en realidad lo único que reforzaba era la represión, o sea, las prácticas antinaturales del clero a escala universal. Me acuerdo del confesor pringoso de Amarcord, la película de Fellini. Pensamientos impuros (¿hay algo más puro que besar a la niña de tus sueños?), actos pecaminosos, tocamientos y ocasiones. En la catequesis, obligatoria, el párroco nos prohibía ir al baile, aunque si lo hacíamos por debilidad tenía que caber una silla entre los dos. Pero las hormonas en alza podían más que el chantaje de palmar en pecado y el que más y la que menos trataban de arrimarse. Había llaves de lucha para impedir a la moza recular; cuando una bofetada estallaba en la pista sabíamos que alguien utilizaba el truco. Risotadas; la música paraba un instante tras el tumulto; después, una se iba con sus padres y otro al baño a ocultarse del bochorno.
La siguiente etapa de la educación sentimental era la primera novia, una continuación, no un cambio cualitativo. Ahora la masturbación se convertía en un delicioso dueto de viola y violonchelo. Los neófitos frecuentaban las últimas filas del cine de barrio (la gemidora fila de los mancos), los parques solitarios, los portales en invierno. Pero como todo tiende a superarse, una nueva figura de la conciencia erótica surgía tras la mili (otra escuela de barbarie): el noviazgo serio. En un piso alquilado entre cuatro, por primera vez se intuía la posibilidad de mantener relaciones sexuales. El contraataque eclesiástico no se hacía esperar y las víctimas eran las mujeres: mitos de la virginidad, males imaginarios, falacias del respeto… Otro frente de batalla: el drama irreparable de quedarse embarazada, la vergüenza de ser madre soltera, y aún peor, la posibilidad impensable de interrumpir el embarazo. La asamblea de fieles al completo velaba por la vida del no nato hasta que nacía y entonces todos salían corriendo menos la madre y los abuelos. Vana moralina, porque el instinto siempre se abre paso. Más que buscarse, las relaciones sexuales se perpetraban. Eran los tiempos de calzarse dos preservativos superpuestos con cinta aislante. Eso si los conseguíamos. Le entregábamos al farmacéutico de un barrio lejano muertos de vergüenza un papel escrito a máquina con la receta; la mayoría de las veces nos volvía la espalda con desprecio y algunas nos echaba a patadas. En el momento culminante, parecía que llevábamos puesta una coquilla de armadura. La sensación era que hacíamos el amor con el pene de otro. Es en esta coyuntura donde hay que situar muchas de las tiras de Carlos Giménez Todo sexo y chapuza.
Pero aún quedan otras etapas de la educación sexual: la luna de miel, el matrimonio, la sesentena (o sexentena). Por el momento lo dejo aquí con la promesa de nuevas aventuras. Sólo una reflexión final: a una edad madura sin precisar (en lo del sexo cada cual es cada cual y sus cadacualidades) la pérdida de fibra, se me entiende, no significa un problema menos como sugería mi amigo César. Al contrario, el deseo es el mismo (o más) con el agravante de que su satisfacción es ahora una quimera. En esto se basa el mito de Fausto.