jueves, 28 de mayo de 2015
viernes, 8 de mayo de 2015
La educación sexual
Oigo en la radio que el obispo de San Sebastián ha publicado un libro sobre moral sexual. El filósofo empirista David Hume sostenía que las ideas sin impresiones sensibles, su único pasaporte válido, carecen de significado: por tanto, en el caso del obispo deberíamos hablar de metafísica más que de moral. A propósito, recuerdo la famosa “educación sexual” de los jóvenes nacidos durante la época aciaga de los cincuenta, la generación perdida de la dictadura y el nacionalcatolicismo (¡aquello sí que era educación en valores!). Hablo en modo masculino y no entro en fantasías episcopales.
¡Sexo! Nadie en la familia o la escuela mencionaba la palabra tabú. Solo en oscuros rincones se musitaban alusiones simbólicas o signos jeroglíficos. La omertà, la ley del silencio siciliana, era una broma comparada con el contrato social de los españoles para esquivar el sexo. Era una sociedad asexuada, nuestros padres carecían de atributos y nadie por debajo los tenía, ni siquiera la flora y la fauna. Que las madres nos enseñaban los misterios de la coyunda “con ejemplos de la vida animal” es una leyenda urbana. Nadie abría el pico. Por lo demás, dos o tres documentales de National Geographic me han convencido después de que los animales no son tan inocentes como se creía.
A partir de los doce años, las ensoñaciones platónicas aburrían y daban paso, nimbado de fervor, al primer amor con nombre y apellidos. Al mismo tiempo nos llegaban noticias del sexo, casi siempre de algún amigo avispado, mayor que nosotros, quien nos anunciaba con redobles de tambor la buena nueva. Tras demorarse unas semanas para caldear el ambiente, te largaba una conferencia sobre órganos de los que no habías oído hablar (ni volverías) y complicados acoplamientos imposibles de entender. Lo cierto es que ya estábamos equipados para adentrarnos en un mundo de intensas sensaciones. Primero, las inesperadas poluciones nocturnas. Lo mejor era no contárselo a nadie por si acaso. Pronto, los placeres de la eyaculación nos llevaban al descubrimiento mágico del cuerpo, es decir, a la masturbación. Insistíamos con asombro. Pero esta práctica inocente y necesaria del amor propio era de inmediato vetada por las grandes instancias del poder espiritual. Los curas, con charlas agotadoras y confesiones policiales, abrumaban nuestras tiernas conciencias con el demonio de la culpa. Los ejercicios espirituales, una versión popular del Apocalipsis de San Juan, eran la visión más radical del conflicto entre deber y felicidad. Según la doctrina oficial, el onanismo reblandecía el cerebro, impedía el crecimiento, emponzoñaba la pareja. Proponían como alternativa la castidad sostenible (diríamos hoy), el camino para reforzar los hábitos rectos y la fortaleza de ánimo; en realidad lo único que reforzaba era la represión, o sea, las prácticas antinaturales del clero a escala universal. Me acuerdo del confesor pringoso de Amarcord, la película de Fellini. Pensamientos impuros (¿hay algo más puro que besar a la niña de tus sueños?), actos pecaminosos, tocamientos y ocasiones. En la catequesis, obligatoria, el párroco nos prohibía ir al baile, aunque si lo hacíamos por debilidad tenía que caber una silla entre los dos. Pero las hormonas en alza podían más que el chantaje de palmar en pecado y el que más y la que menos trataban de arrimarse. Había llaves de lucha para impedir a la moza recular; cuando una bofetada estallaba en la pista sabíamos que alguien utilizaba el truco. Risotadas; la música paraba un instante tras el tumulto; después, una se iba con sus padres y otro al baño a ocultarse del bochorno.
A partir de los doce años, las ensoñaciones platónicas aburrían y daban paso, nimbado de fervor, al primer amor con nombre y apellidos. Al mismo tiempo nos llegaban noticias del sexo, casi siempre de algún amigo avispado, mayor que nosotros, quien nos anunciaba con redobles de tambor la buena nueva. Tras demorarse unas semanas para caldear el ambiente, te largaba una conferencia sobre órganos de los que no habías oído hablar (ni volverías) y complicados acoplamientos imposibles de entender. Lo cierto es que ya estábamos equipados para adentrarnos en un mundo de intensas sensaciones. Primero, las inesperadas poluciones nocturnas. Lo mejor era no contárselo a nadie por si acaso. Pronto, los placeres de la eyaculación nos llevaban al descubrimiento mágico del cuerpo, es decir, a la masturbación. Insistíamos con asombro. Pero esta práctica inocente y necesaria del amor propio era de inmediato vetada por las grandes instancias del poder espiritual. Los curas, con charlas agotadoras y confesiones policiales, abrumaban nuestras tiernas conciencias con el demonio de la culpa. Los ejercicios espirituales, una versión popular del Apocalipsis de San Juan, eran la visión más radical del conflicto entre deber y felicidad. Según la doctrina oficial, el onanismo reblandecía el cerebro, impedía el crecimiento, emponzoñaba la pareja. Proponían como alternativa la castidad sostenible (diríamos hoy), el camino para reforzar los hábitos rectos y la fortaleza de ánimo; en realidad lo único que reforzaba era la represión, o sea, las prácticas antinaturales del clero a escala universal. Me acuerdo del confesor pringoso de Amarcord, la película de Fellini. Pensamientos impuros (¿hay algo más puro que besar a la niña de tus sueños?), actos pecaminosos, tocamientos y ocasiones. En la catequesis, obligatoria, el párroco nos prohibía ir al baile, aunque si lo hacíamos por debilidad tenía que caber una silla entre los dos. Pero las hormonas en alza podían más que el chantaje de palmar en pecado y el que más y la que menos trataban de arrimarse. Había llaves de lucha para impedir a la moza recular; cuando una bofetada estallaba en la pista sabíamos que alguien utilizaba el truco. Risotadas; la música paraba un instante tras el tumulto; después, una se iba con sus padres y otro al baño a ocultarse del bochorno.
La siguiente etapa de la educación sentimental era la primera novia, una continuación, no un cambio cualitativo. Ahora la masturbación se convertía en un delicioso dueto de viola y violonchelo. Los neófitos frecuentaban las últimas filas del cine de barrio (la gemidora fila de los mancos), los parques solitarios, los portales en invierno. Pero como todo tiende a superarse, una nueva figura de la conciencia erótica surgía tras la mili (otra escuela de barbarie): el noviazgo serio. En un piso alquilado entre cuatro, por primera vez se intuía la posibilidad de mantener relaciones sexuales. El contraataque eclesiástico no se hacía esperar y las víctimas eran las mujeres: mitos de la virginidad, males imaginarios, falacias del respeto… Otro frente de batalla: el drama irreparable de quedarse embarazada, la vergüenza de ser madre soltera, y aún peor, la posibilidad impensable de interrumpir el embarazo. La asamblea de fieles al completo velaba por la vida del no nato hasta que nacía y entonces todos salían corriendo menos la madre y los abuelos. Vana moralina, porque el instinto siempre se abre paso. Más que buscarse, las relaciones sexuales se perpetraban. Eran los tiempos de calzarse dos preservativos superpuestos con cinta aislante. Eso si los conseguíamos. Le entregábamos al farmacéutico de un barrio lejano muertos de vergüenza un papel escrito a máquina con la receta; la mayoría de las veces nos volvía la espalda con desprecio y algunas nos echaba a patadas. En el momento culminante, parecía que llevábamos puesta una coquilla de armadura. La sensación era que hacíamos el amor con el pene de otro. Es en esta coyuntura donde hay que situar muchas de las tiras de Carlos Giménez Todo sexo y chapuza.
Pero aún quedan otras etapas de la educación sexual: la luna de miel, el matrimonio, la sesentena (o sexentena). Por el momento lo dejo aquí con la promesa de nuevas aventuras. Sólo una reflexión final: a una edad madura sin precisar (en lo del sexo cada cual es cada cual y sus cadacualidades) la pérdida de fibra, se me entiende, no significa un problema menos como sugería mi amigo César. Al contrario, el deseo es el mismo (o más) con el agravante de que su satisfacción es ahora una quimera. En esto se basa el mito de Fausto.
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