sábado, 29 de diciembre de 2012

Figuras de cera


Iba la mañana de Nochebuena a la Biblioteca Nacional dispuesto a rematar uno de los mejores episodios galdosianos, El equipaje del rey José, cuando me topé con la enorme verja cerrada. No sabía qué hacer: volver a casa era rendirse, los museos de pintura cierran los lunes, el Ateneo las fiestas, todavía no entro a los bares solo. Enfrente de la Biblioteca está el Museo de Cera. Nunca había llevado a mis hijos...

La entrada no es barata. La visita se divide en tres partes: un documental, el tren del terror y la exposición de figuras. El documental es un recorrido en veinte minutos por la historia de España desde el paleolítico a la democracia. La presentación (lo mejor) corre a cargo de un Carlos V añejo y gesticulante. Como me senté en la última fila no supe al final si era máquina o mimo. Dado que muchas figuras del museo son prohombres hispanos y la mayor parte del público infantil o juvenil, la proyección está justificada. Lo cual no impidió que más tarde una pareja de adolescentes pasaran a mi lado en la galería de españoles del siglo XIX-XX y al chico le saliera un natural: Me suenan muy pocos. Un ejemplo del borrado de cerebro metódico en los centros educativos.
Dicen los expertos que hay tres visiones de la historia: procesos (económicos, la providencia divina, las leyes de la historia), hechos (batallitas, fechas, descubrimientos) y personas (Napoleón, Stalin, Aznar). Esta última es la que obviamente persigue el documental. Tono patriótico, retórica exaltada, futuro prometedor (la gente se miraba alucinada). Por supuesto pasa de puntillas o evita cualquier alusión a temas molestos como la conquista genocida de las Américas, las hazañas de la Santa Inquisición, la guerra de la "independencia" a favor de las caenas o la memoria histórica del franquismo.

Cuando se enciende la luz, el grupo obediente se dirige al tren del terror. También hay una galería del crimen pero no me dio tiempo a verla. El recorrido dura diez minutos. Me estremeció el empleado que te conduce linterna en mano a los vagones: antes de embarcar un malvado monje te macera el ánimo con discursos morbosos… ¡que el pobre guía se traga en cada turno! Arranca el tren en la penumbra y te reciben un ruido infernal y las ratas. Después los monstruos del jurásico, frascos siniestros con engendros en formol, tiburón, los feos de la guerra de las galaxias, una emboscada del vietcong. Lo que da miedo es el tiempo que llevan los espectros polvorientos, gastados, raídos, el último escalón de las criaturas del submundo, vagando por el túnel. 

Un museo de cera es una manifestación laica de iconoclasia. Enlaza con las tradiciones mistagógicas del embalsamiento egipcio y otras momias, el “cuerpo astral” en las tribus africanas, las cabezas reducidas de los jíbaros, la imaginería torturada de la Contrarreforma, la marmórea estatua del noble o la máscara mortuoria del genio. La pregunta no es “cuándo" sino por qué se inventaron los museos de cera; la solución, que no encontrarás en Wikipedia, apunta al arquetipo del doble como parte del inconsciente colectivo (Jung).  

Ignoro la técnica escultórica de la cera. Según parece, cada figura puede ocupar hasta ochocientas horas. El cuerpo se fabrica de fibra de vidrio. Colocar el pelo dura semanas: los cabellos se insertan de uno en uno para conseguir un aspecto más real. Luego se añaden los dientes y los ojos de diversos materiales. En la exposición hay de todo. No todas las caras me parecieron logradas, muchas cuesta identificarlas. Recuerdo el museo de Madame Tussauds en Londres, más fiel con los personajes históricos y de actualidad (que en todas partes son los mismos). No estaba Jaime de Marichalar pero sí Iñaki Undargarín. Tampoco Zapatero, aunque hice el recorrido muy deprisa.


Hay galerías de personajes y escenas según criterios temáticos o cronológicos. El segundo defecto es la ausencia de expresión en los rostros. Al contrario que en la buena escultura, carecen de vida interior. Uno espera que cada personaje muestre algo de su imagen pública, como los ninots de las Fallas valencianas (la culminación del kitsch colectivo), pero son fríos e impasibles. La belleza de las mujeres es lo que más sufre.

Hay varios tipos de escenas: Naturalistas, la muerte de Manolete (en mi opinión la más convincente,) con el diestro en la camilla y un facsímil del parte médico donde se detallan las mortales heridas de las astas de Islero (también presente). Raciales, Felipe II y la corte, Pizarro y los indios. Oníricas, un salón del Oeste donde reina la quietud y el misterio. Anacrónicas, escritores de las generaciones del 98, 27 y 14 en un totum revolutum. Peliculeras, el señor de los anillos y otras series millonarias. Épicas, el niño Torres, Gasol (es tremendo) o Rafa Nadal. El tercer defecto es la falta de interacción. Los actores son átomos cerúleos encerrados en sí mismos. No hay códigos ni mensajes. Al revés, pensad en las Meninas o en los personajes de Galdós, más ciertos que nosotros mismos. A la pregunta ¿qué está pasando?, la respuesta es no lo sé o, más exactamente, nada. No representan la realidad sino el fantasma, uno de los temas favoritos de la teología medieval. Todo semeja un gigantesco columbario.

Una de las sorpresas más envolventes al cambiar de galería (y percibirla en su conjunto) es la ilusión de un espacio poblado. Tienes la certeza de estar rodeado de gente por todas partes. Cuando recobras el juicio y observas los detalles, el  movimiento, te das cuenta de que en la sala sólo hay un padre con su hijo, un jubilado y tú. También se sitúan figuras ante las escenas como un visitante más. Si te quedas inmóvil no tardarán en tocarte para ver si eres real. Me pasó con una niña de ocho años que al guiñarle el ojo disparó su risa cristalina. O a la inversa: en una escena de las Indias vi de espaldas a un señor con bata blanca, arrodillado, quieto; tras el mosqueo advertí que era un técnico afanado en lustrar los zapatos de Cortés. Durante toda la visita luchas con el deseo de tocarles las manos y la cara: es curioso que a veces la textura resulte la sensación más intensa.

Pienso, para finalizar, que un museo de cera sólo alcanza su verdadero sentido en una noche de invierno oscura: cerrado, solitario, tenebroso. ¿Te quedarías dentro hasta el amanecer por seis mil euros? Yo no, ni siquiera por tres mil con mi mejor amigo. Para empezar me acordaría de la estupenda película Los crímenes del museo de cera en la que Jarrod (Vincente Price), el artista asesino, sumerge en cera hirviente los cuerpos de las víctimas para moldear sus figuras. No en vano la imaginación es la facultad más afilada del conocimiento humano.   

viernes, 21 de diciembre de 2012

Memorias del periodismo


Mi bisabuelo y abuelo fueron periodistas. Mi familia materna lo lleva en la sangre. Mi abuelo ejerció en Madrid y también en Buenos Aires. No he tenido grandes oportunidades en ese mundo aunque tampoco las he buscado. Mi relación con el periodismo se puede resumir en tres momentos.

El primero se remonta a mis años de adolescencia, cuando estudiaba cuarto y reválida en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca. Anualmente se publicaba la revista del centro: Perfil. Al comienzo del tercer trimestre se entregaba a cada alumno un ejemplar. Tenía un excelente formato, su precio se incluía en la matrícula y se editaba en la mejor imprenta de la ciudad. Firmaban en sus páginas las fuerzas vivas, incluido el alcalde y el obispo, la “gente seria”, algunos profesores y poco más. La colaboración de los alumnos se limitaba al resumen de los campeonatos escolares (si todo iba bien) y algún que otro escrito sacado con pinzas.
En uno de sus frecuentes viajes a Cuenca le mostré a mi abuelo el último ejemplar de la revista y le dije que quería publicar. La ojeó brevemente y tras mirarme conmovido, me dijo: Escribe lo que te apetezca y luego me lo traes.
En tres tardes preparé una crónica inflamada sobre mi veraneo en un pueblo de la provincia donde mi familia paterna conservaba el caserón natal. Contaba cómo sobreviví durante meses en estado semisalvaje, los amigos que hice, el tirachinas en el bolsillo, los nidos de los árboles, la pesca de cangrejos a mano, los paseos en la trilla, los baños en bolas y la dulcinea que dejé (la única vez en mi vida que he tocado la felicidad perfecta)…
Lo leyó mi abuelo y me dijo escuetamente: Me gusta, pero no es lo mismo hablar que escribir; sólo pasa en la prensa deportiva; no creo que te lo publiquen. Cuando vio la desolación en mi rostro añadió: pero te voy a ayudar.
Y me escribió un relato breve que se titulaba Un golpe de mar. Trataba de un barco de pesca en Cantabria y sus marinos (como Sotileza), su salida al amanecer, la tempestad repentina, la angustia en tierra y la vuelta con un hombre menos. Todo muy conocido, con el estilo afectado y sensiblero de Gabriel y Galán. Me gustaba más mi historia, pero la suya estaba bien escrita y la mía no. Lo presenté con mi nombre y lo aceptaron porque sabían que era el de mi abuelo (en Cuenca se conoce todo el mundo). Cuando por fin nos entregaron Perfil tuve que soportar las burlas de mis colegas hasta que terminó el curso; en parte por mi culpa, porque me empeñé en convencer a los demás de mi autoría, hasta que finalmente y por etapas (“mi abuelo me sugirió, me aconsejó, me ayudó, me corrigió...”) estuve a punto de reconocer la evidencia. Para reconciliarme con el mundo y conmigo mismo escribí, esta vez de mi puño y letra, una larga epopeya de ambiente escolar en versos ripiosos, La Abanaida, que leía entre risotadas en los intermedios de las clases. Corrieron las copias y mi fama, lo que me valió el sobrenombre nimbado de El nieto de Firtilio.

Mi segunda experiencia con la prensa fue en la Universidad, justo al final de la dictadura. Ideas y progreso era una publicación clandestina que se distribuía en las catacumbas. No estaba claro si era un periódico, un semanario o una revista mensual porque veía la luz cuando tocaba. Era gratis aunque se admitían ayudas. La editaba una fantasmal “asociación libre de estudiantes”, en realidad un conglomerado de grupos marxistas que conspiraban en el bar. También estaba detrás el POE (Partido del Orgasmo Esmerado) que tuvo dos apariciones y nunca más se supo. Querían celebrar el acto fundacional en el aula magna de la facultad. Cuando pidieron permiso al decano se limitó a comentarles: pregunten al capitán de la policía armada; es quien dirige realmente la casa. Se pasó por alto la legalidad. La reunión se hizo en el aula de exámenes donde se leyó una manifiesto a favor de la liberación sexual “a fin de fijar las líneas concretas de actuación”. El problema fue que sólo acudieron un montón de tíos barbudos que se miraban mosqueados. La segunda, “la carroza de Afrodita”: un mozo bien dotado y una chica desnudos fueron paseados por los pasillos de Filosofía en una manta tirada por los fieles (se supo más tarde que la chica era una profesional). El espectáculo tuvo un seguimiento masivo (incluidas las tías) hasta que se presentaron los grises.
La línea editorial de Ideas y progreso consistía en competir por quién era más radical en todo según reza el título de Lenin El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo. De dónde salía el dinero para aquel dislate era el único asunto relevante. Durante el curso había exagerado mis dotes literarias ante ciertos colegas que finalmente me arreglaron una cita; quedamos un domingo en las gradas del campo de rugby de la universidad. Tras superar un interrogatorio inquisitorial se avinieron a “aceptar a prueba” uno de mis escritos. Cuando recuerdo mis devaneos con la "asociación" no entiendo cómo pudo interesarme algo tan vulgar. Mi artículo era un compendio de memeces: si el hombre es sujeto activo o pasivo de la historia; si la clase social determina la conciencia (en nuestro caso, la conciencia pequeño-burguesa, sí); si la revolución proletaria se producirá necesariamente por las leyes de la historia o habrá que darle un empujón (ahí estábamos nosotros sacando pecho y trasero). El libelo concluía con la siguiente afirmación (la única salvable): lo malo de la revolución comunista es que empiezas fusilando a los banqueros y acabas fusilando a tu padre. El artículo fue publicado una vez amputada la parte final sin consultarme. Nunca más me llamaron ni quisieron saber nada de mí. El texto se publicó con el pseudónimo de El almohade (después de todo apretaba el miedo).

Mi tercer contacto con el periodismo fue durante unas memorables jornadas filosóficas en Cuenca organizadas por el director del ICE de la Universidad Autónoma de Madrid Q.R. Había fondos frescos y buena disposición. Los mejores estaban allí: Julián Marías, José Luis Abellán, Gustavo Bueno, Fernando Savater, Carlos París, Javier Sádaba y tantos otros… Yo daba clases en el IES Alfonso VIII en sustitución precisamente del director del curso, catedrático de Filosofía en comisión de servicios. Algunas gestiones hicimos juntos. Las ponencias se celebraban en La Casa de la Cultura, dirigida por Don Fidel Cardete. El evento era de alcance en una ciudad de provincias dónde nunca pasa nada; la contribución generosa de la prensa local resultaba imprescindible.
La conferencia de apertura corría a cargo de un peso pesado: Gustavo Bueno el Oscuro, que acaba de inventarse en su último libro tres nuevas ciencias de cuyos nombres no puedo acordarme. Un chorro inextricable de voz brotaba de su razón pura. Me senté en la última fila del salón de actos con la sabia intención de salir pitando al tercer bostezo (una concesión al jefe, normalmente me voy al primero). No llevaba Don Gustavo perorando ni cinco minutos cuando el mismísimo director del curso se acercó muy agitado y me dijo: ¿Puedes salir un momento, es importante? Sus deseos eran órdenes para mí.

- Los del Diario de Cuenca (antes Ofensiva) –esos dos que nos miran- están que se suben por las paredes. No se enteran de nada (yo tampoco, susurré). Si pones un poco de atención estoy seguro de que puedes preparar un buen artículo y llevarlo al diario antes de las tres de la madrugada. Se lo entregas en mano al director y te vas a dormir; ya está todo hablado.

Corrí presto a la fila con las orejas abiertas y me puse a escribir sobre las doce. Con diez minutos de retraso me presenté en el periódico y pregunté por el director. Me recibió con una bronca:

- Es muy tarde, no sé si podremos meterlo en prensa, se lo dije, hay que ser más serio y tal y cual…

Obviamente me tocó las narices.

- Son las tres y diez - le contesté secamente-. Si no le interesa me lo llevo y no se hable más. Mañana se entiende con mi jefe.

- ¡No, no te enfades!, –cambió de forma y fondo-. Es que esta noche estoy desbordado (me partí de risa por dentro). Dámelo que se lo pase al redactor jefe. Está abajo con los demás. Ven y te los presento. (Los currantes de a pié nos miraron con humor insondable).

"Los demás" estaban en el bar del periódico tomándose unas copas. Se autoabastecían de licores y avisillos. El bar era suyo. Entraban y salían de la barra para servirse con prisa pero sin pausa. Tenían el subidón pero guardaban los modales. Aquello era algo más que una fiesta puntual.

- ¡No sé si esto me mata o me da la vida!, cantaba en tono zarzuelero el editor.

El corrector de estilo dio un traspié y casi me tira la copa encima. Me tomé dos cubatas y con diversas excusas, inverosímiles a esas horas, pude escapar de sus garras.
Al día siguiente salió el artículo. Al jefe le pareció bien y repetí la semana entera. Efectivamente, se aparejaban festejos a diario. Mi premio fue conocer de primera mano a los maestros pensadores.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El gran Meaulnes. Apunte


Pero hoy que todo ha terminado, ahora que no queda más que el polvo de tanto mal, de tanto bien, ahora puedo contar su extraña aventura.
El gran Meaulnes

La culminación en Francia de lo que denominé en la anterior entrada “estética de la escasez” es Le grand Meaulnes, única obra del escritor Alain Fournier. Fue precisamente su escasez lo que me impulsó a leerla. Cito un fragmento de la introducción de José María Valverde:

En efecto, había encontrado fugazmente a una bella muchacha con la que tuvo una breve conversación a orillas del Sena. La muchacha desapareció, y Alain Fournier se puso a buscarla ansiosamente a través de los años, mientras incorporaba su imagen a las páginas de su relato como la señorita Yvonne de Galais. Ocho años después, por fin encontró a la que sólo podía llamar para sí “la Belle Jeune Fille”: estaba casada y tenía hijos. Pocos meses más tarde se publicaba El grand Meaulnes: podríamos suponer, conociendo estos datos, que, transformada la emoción en literatura, Alain Fournier proseguiría luego su carrera literaria hasta redondear su obra. Pero no iba a ser así: unos meses después, estalla la que entonces se llamó “drôle de guerre”, y luego “Gran guerra”, y hoy, fríamente “Primera Guerra Mundial”, y Alain Fournier fue uno de los primeros movilizados que cayeron (en Septiembre de 1914: en vísperas de cumplir veintiocho años).      

El gran Meaulnes contiene abundantes rasgos de una opera prima; el más evidente es la proximidad entre elementos biográficos y narrativos: la niñez, la escuela, los amigos, la tierra natal, el primer amor, el viaje... La estructura de la novela es lineal, espontánea, sin trucos; el lenguaje es sencillo (el texto se utiliza con frecuencia en la enseñanza secundaria francesa) y carente de un estilo buscado. Todo parece anunciar lo trivial, pero lo que surge del crisol es una obra maestra, esa extraña maravilla de la que habla Valverde. 

La clave estriba en la mutación de unos materiales fáciles, sin futuro aparente, en un relato único dónde lo cercano se torna imprevisible. Uno de los mayores logros de la novela es la deriva de lo cotidiano hacia lo insólito. Pero la transición no se produce de pronto, desde la primera línea; no se trata de un cuento fantástico o de terror donde resulta lo anormal desde el principio. Al contrario, los cambios son lentos, graduales, imperceptibles; según pasan los capítulos vamos advirtiendo con sorpresa (con esa duración que propone el buen gerundio) que las cosas no son lo que parecen. Lo que se anuncia como un relato de costumbres termina en un cuento de caballeros y princesas. Uno de los aspectos más valiosos de El gran Meaulnes es el crecimiento de la obra. Hasta tal punto que a veces tenemos la impresión de que Fournier no tiene una idea clara del capítulo siguiente.

Augustin Meaulnes, un joven recién llegado, será la fuerza que quiebre la medida de las normas de Sainte-Agathe, una aldea rural del sur de Francia. La novela tiene un narrador objetivo, François, el amigo inseparable de Meaulnes, su alter ego, pero todo está transfigurado por la acción del personaje. Sus virtudes prosperan en terreno favorable. El dueño de la escuela, el señor Seurel, padre del narrador, no es el tipo de maestro autoritario, sino alguien que comprende la edad de sus alumnos, que es capaz de ponerse en su lugar y sentir con sus cabezas. Seurel se atiene al único principio que debe dirigir la educación primaria: la curiosidad. Su esposa Millie es la madre abnegada y silenciosa que todos comparten. Allí Meaulnes se encuentra en su elemento. La clase no aparece como un grupo de adolescentes aterrorizados por un saber que es brutalidad. Tampoco se martirizan con mezquinas crueldades; sus peleas se asemejan a lides medievales (juegan a desmontar al rival en parejas a caballo). Las cosas suceden en el patio, en el pueblo, en los alrededores, mientras que la clase es un un ámbito para conversar y hacer planes. Los enemigos, como Jasmin Delouche o los cómicos del carro, son el contrapunto de la grandeza de Meaulnes, al que abiertamente admiran y, en el fondo, quieren. 

El círculo de siete leguas que abarca los pueblos donde acontece la historia, La Motte, Vierzon, Vieux-Nançay, Les Landes, se transforma en un vasto lugar de proporciones mágicas. Dejan de ser parajes para convertirse en territorio de leyenda. Las aventuras de Meaulnes son viajes iniciáticos. Su primera salida le lleva hasta un dominio misterioso donde se celebra una boda. Una fiesta que se rige por reglas especiales: son los niños, por ejemplo, los que ese día imponen sus deseos. El paseo en barco por el río comarcal parece una peregrinación a Citerea. El caserón rural, medio abandonado, se trasmuta en castillo, las habitaciones en estancias, los objetos en epifanías de un cuento de hadas.  

La extraña fiesta a la que Meaulnes se invita disfrazado de un joven de otros tiempos marcará el resto del relato: una boda que se frustra en el último momento, un banquete nupcial que se prolonga hasta la noche aunque la novia ha desaparecido y el novio enloquece en otra parte, unos comensales turbadores que se niegan a considerar el drama: No había ni un solo convidado con el que Meaulnes se sintiera en confianza y a gusto... Un final de partida abrumador. Pero en este marco melancólico se produce el encuentro de Meaulnes con su princesa soñada, Yvonne de Galais, la hermana de Frantz, el novio abandonado que más adelante tendrá un papel misterioso y crucial.

Pero cuando al fin Meaulnes se atrevió a pedirle permiso para volver algún día a ese hermoso lugar…
- Le esperaré, dijo ella sencillamente.

La historia del viaje de Meaulnes desde Sainte Agathe hasta Les Landes es la pérdida del presente como sentido y referencia (igual que la educación sentimental de Fournier). Por fin vuelve a la aldea y recuerda y actúa, pero el sendero que lleva al viejo caserón se oculta para siempre en las brumas heladas del invierno y con ellas desaparece la imagen dorada de Yvonne; será incapaz de encontrarlo y sólo un azar afortunado (y trágico) lo mostrará de nuevo y volverá a unirlos, esta vez en fugaz matrimonio. Pero no voy a desvelar el desenlace de una historia difícil de imaginar; tendría que hablar de pecado y redención, de miseria moral y voluntad de poder, de dolor y muerte… Sólo puedo decirles que la trama permanece fiel al amor cortés y a los pactos de sangre. Lo que perderá finalmente al gran Meaulnes será, en una misma causa, la culpabilidad morbosa por otra mujer y la involuntaria deslealtad hacia el amigo, algo sólo reparable mediante el tercero de los cinco tipos de verdad: el sacrificio esencial del héroe.


Alain Fournier, El gran Meaulnes. Prólogo de José María Valverde; traducción de Pilar Gefaell. DE BOLSILLO clásica, Barcelona, 2012.

Alain Fournier, Le grand Meaulnes. Présentation par Tiphaine Samoyault, Interview de Pierre Michon. Flammarion, Paris, 2009

viernes, 7 de diciembre de 2012

Estética de la escasez


Propongo una breve iluminación sobre la diferencia entre estética de la escasez y estética de la abundancia. Puesto que la definición es compleja la muestro con ejemplos: Víctor Erice y Carlos Saura. Giorgione y Rubens. San Juan de la Cruz y Benito Pérez Galdós. Karl Kleiber y Herbert von Karajan. Me centro en los dos últimos.

Karl Kleiber (1930-2004), hijo de Erich Kleiber, otro mito, es uno de los grandes directores de orquesta contemporáneos. Creía, como Toscanini, Celebidache y Klemperer, máximos representantes del “platonismo musical”, que se podía alcanzar la versión ideal de una obra. Sabemos por sus agotados colaboradores que antes de cada interpretación estudiaba la partitura con una minuciosidad de orfebre; que previamente se informaba de las circunstancias biográficas y culturales que arrojaban luz sobre el proyecto; que conocía las innovaciones de las versiones de referencia.
Kleiber restringió su repertorio, se apartó de las giras y los contratos millonarios, evitó la fama, el histrionismo y las revistas. Fue lo contrario de un director polifacético. Sólo se dedicaba a ciertas creaciones a las que volvía obsesivamente en busca de la perfección. Las versiones de algunas sinfonías de Beethoven o Brahms se consideran insuperables. Y sobre todo la ópera: sus grabaciones de Wozzeck, La Traviata, Der Freischütz, Tristan und Isolde en Bayreuth, Die Fledermaus (DVD sin subtítulos en español, ¡qué pena!) y en especial Der Rosenkavalier son legendarias (hasta donde llega mi afición puedo constatarlo). Los Conciertos de Año Nuevo de 1989 y 1992 al frente la Orquesta Filarmónica de Viena se cuentan entre los mejores.
Su discografía es limitada. Se sabe que rechazó ofertas imposibles de rechazar. Sólo aceptaba aquellas que le permitían desplegar la integridad de su talento. Las poderosas empresas de fonografía, las salas y teatros más reconocidos sabían que era un privilegio contar con él… aunque sólo dependía de su impredecible voluntad. Eran temidas sus espantadas por males imaginarios y las cancelaciones de última hora. Dejó plantados al todopoderoso Karajan y a su orquesta. Hasta que Kleiber salía al escenario, levantaba la batuta y sonaban los primeros compases nadie aseguraba su presencia. Pero siempre merecía la pena arriesgar el alto precio de la entrada: la Scala de Milán, el Covent Garden londinense, El Metropolitan Opera de Nueva York, la Ópera Estatal de Viena, la Ópera Alemana de Berlín, el Teatro Nacional de Tokyo (unos de sus lugares preferidos). El gran público lo recibía siempre con respeto y veneración. Se dice con razón que fue uno de los directores más solicitados y esquivos de su tiempo. Karl Kleiber es, en fin, el paradigma de la estética de la escasez.


La antítesis es el director austriaco Herbert Von Karajan (1908-1984). Dirigió durante treinta y cinco años con mano firme la Orquesta Filarmónica de Berlín hasta la separación final por culpa de una mujer, la clarinetista de veinticuatro años Sabine Meyer a la que quiso contratar contra el criterio de los músicos. Realizó cerca de mil  grabaciones y vendió más de 300 millones de discos. Karajan hizo con la orquesta lo que Zeus con Dánae: la tomó en sus brazos disfrazado de lluvia de oro y la dejó embarazada. 
Con suerte desigual realizó versiones de todos los compositores y géneros. Su dirección era a la vez contenida y pasional. Con los ojos cerrados en actitud extática abarcaba con el gesto al auditorio entero. Era capaz de trasmitir a sus filarmónicos la solemnidad misteriosa del adagio de Mahler o la fuerza teológica del allegro bruckneriano. Estaba dotado de un don especial que le permitía lograr esa sonoridad deslumbrante del "estilo Karajan". Otto Klemperer le sugirió en cierta ocasión: Hermoso, ¿pero por qué no se interesa menos por la belleza y más por la verdad?
A Karajan no le importaba la objetividad de la obra sino la interpretación desde unos principios estéticos que no funcionaban igual con todos los autores; su excesiva dispersión le valió a veces los calificativos de ambicioso y superficial; por ejemplo, se consideran mediocres sus versiones de la música barroca y discutibles las de Mozart (incluidas las óperas). En las charlas que daba en la Residencia de Estudiantes de Madrid el director rumano Sergiu Celibidache (su gran detractor), preguntado por cuál era el mejor intérprete de las sinfonías de Mozart, respondió venenoso: Sin duda KarajanEs bien sabido que Celebidache, otra estrella del atril, se negó a publicar grabaciones de sus conciertos (nunca se adentró en el mundo de la ópera) aunque no pudo impedir que se hicieran; consideraba que una grabación desvirtúa el sentido de la obra y elimina los matices que se captan en la sala; las tenía por productos marginales. Las copias que circulan son piratas o comercializadas de forma póstuma, con la autorización de los herederos, por EMI o Deutsche Grammophon. L'argent fait tout!             
En la cumbre del repertorio de Karajan están sus geniales grabaciones de Richard Strauss, Brahms, Beethoven, Verdi y Puccini (su versión de Madama Butterfly es arrebatadora). Egocéntrico y todopoderoso, su imperio abarcaba la participación en la sociedad discográfica más importante del mercado, la dirección artística de los festivales más nimbados y la colaboración en primer plano con las grandes orquestas del mundo. Sus honorarios eran desorbitados, sus exigencias despóticas y sus relaciones con los músicos distantes. Zubin Mehta, uno de los pocos colegas con los que se llevaba bien, dijo tras su muerte: el problema de Karajan es que no se conformaba sólo con la música. Un caso ilustre de la estética de la abundancia.