miércoles, 30 de noviembre de 2011

Baudelaire, À une passante



París a principios del siglo XIX. Son los tiempos del folletón, de las fisiologías urbanas y de los vastos panoramas sociales. Dumas, Balzac, Hugo... Y del flâneur: el azotacalles, el paseante ocioso cuyo hogar son los pasajes, los bulevares o las terrazas entoldadas de los cafés. Ojeador de los periódicos en los quioscos, asiduo a los conciertos en los parques públicos, su mirada recorre las luces y las sombras de los escaparates. Sus semejantes son la multitud.

Nace con el flâneur una nueva visión de las relaciones personales, más próximas cuanto más anónimas, más ciertas cuanto más fugaces: es el fisgón, el adivino, el coleccionista de hábitos, el detective mundano que descubre la trama oscura de la vida. Para el flâneur, al contrario que para el pensador, las apariencias son infalibles: la intuición de los detalles (un resto de maquillaje en el cuello), el análisis del conjunto (los guantes de seda, el pintalabios, el bolso de piel), la deducción necesaria (la doble vida de la modistilla) o la triste verdad (las insidias de la gente del barrio). 

También la multitud cumple una función erótica. La mirada rápida y el deseo vulgar son los ensueños amorosos de la foule bigarrée; o la pasión prohibida del flâneur… que cobra vida en el soneto À une passante, una de las “flores del mal” más bellas que Baudelaire cultivó en su jardín. Lo incluyo junto con la traducción que he preparado.

À une passante

La rue assourdissante autour de moi hurlait.
Longue, mince, en gran deuil, douleur majestueuse,
une femme passa, d’une main fastueuse
soulevant, balançant le feston et l’ourlet;

agile et noble, avec sa jambe de statue.
Moi, je buvais, crispé comme un extravagant,
dans son œil, ciel livide où germe l’ouragan,
la douceur qui fascine et le plaisir qui tue.

Un éclair… puis la nuit! Fugitive beauté
dont le regard m’a fait soudainement renaître,
ne te verrais-je plus que dans l’eternité?

Ailleurs, bien loin d’ici! trop tard! jamais peut-être!
Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais.

 Les fleurs du mal


A una mujer que pasa

La calle ensordecedora aullaba a mi alrededor.
Alta, esbelta, enlutada, solemne en su dolor,
pasó una mujer, con su mano fastuosa
elevando, meciendo el festón y el dobladillo,

ligera y noble, con su pierna de estatua.
Yo bebía, exasperado como un extravagante,
en su mirada, cielo pálido donde brota el huracán,
la ternura que fascina y el placer que mata.

¡Un relámpago… después la noche! Belleza fugitiva
cuya mirada me ha hecho renacer súbitamente,
¿Acaso ya no te veré sino en la eternidad?

¡En otra parte muy lejos de aquí! ¡Cuando sea demasiado tarde! ¡O tal vez nunca!
Pues ignoro a donde huyes, y no sabes dónde me dirijo,
¡Oh, tú a quien habría amado; oh, tú que lo sabías!

lunes, 21 de noviembre de 2011

Ruido de fondo


Al leer Ruido de fondo de Don De Lillo me viene a la memoria uno de los temas programáticos de los Stones: It's Only Rock 'n' Roll (But I Like It).
Me gusta porque se trata de un realismo granujiento, encanallado, cínico, descreído de todo lo que no sea el culto al dinero. Entre el naturalismo y el arte popular, De Lillo recoge del best seller quiosquero, como Auster y Tarantino, los dicharachos tronchantes, las expresiones gruesas, el culto a la extravagancia y una visión tolerante de los siete pecados capitales. Un genero donde no faltan las referencias explícitas a la homosexualidad, los tipos duros del bar, el macho dominante, los judíos, los negros, las putas o el fascismo que inunda el medio ambiente (algo que se inició con Manhattan Transfer).

Dentro de este mapa tras la lectura, mi primera impresión es la incomprensión etnocéntrica de la totalidad. Cuando al lector europeo le ponen delante de los sabrosos entresijos de la cultura norteamericana entiende menos que si estuviera en Tanzania.
El enigma: al hojear un manual de sociología sobre EEUU (o sea, la mayoría de los manuales especializados), en general entendemos qué son los grupos y las clases, los usos, leyes y costumbres… pero en cuanto nos traducen los mismos hechos (¿son los mismos?) a una sustancia literaria nos hundimos en una ignorancia curiosa, repleta de morbo, el mismo que sintieron los escritores y pintores románticos -por ejemplo, Ingres o Delacroix- por ciertos países exóticos. Sin embargo, tiene sus ventajas. En el caso de Ruido de fondo, nuestra mirada se parece a la de un niño que descubre lo nuevo porque lo vemos por primera vez.

Enumero algunos ejemplos:
La existencia inverosímil de una cátedra dedicada al estudio de la figura de Hitler en una universidad de provincias (College-on-the-Hill). Por cierto, la elección de Hitler o San Ignacio de Loyola hubiera dado igual. No hay en ella ningún componente simbólico o significativo que impregne la novela excepto el choque de lo extravagante.
Las inefables mujeres del profesor universitario, Jack Gladney, divorciado tres veces (si me esfuerzo lo entiendo) y la relación exasperante que mantiene con sus lazos rotos. Algo tan inaudito como la afinidad fraternal que mantiene su actual mujer, Babette, con las tres divorciadas, lo que confirma la teoría física de los universos paralelos (en alguno nos tiene que tocar ser idiotas).
Más aun: comprendo que la familia latina es más absorbente, protectora y cariñosa que la anglosajona, pero los afectos filiales en la novela, por llamarlos de algún modo, resultan fríos y llenos de malos presagios. En casa de los Gladney viven revueltos los hermanastros nacidos de las cuatro mujeres; sus pautas de interacción resultan distantes e inextricables. El pequeño, Wilder, el hijo menor, sufre un episodio de llanto de siete horas seguidas sin causa aparente.
Asimismo, los amigos del profesor son bichos raros, peligrosos, en ocasiones perversos, surgidos de un magma interpersonal no hollado por pie humano: la amistad entre adultos, por ejemplo, es una causa perdida, de acuerdo, pero no con tales aristas. Se podría aplicar a los personajes de De Lillo la observación de Goethe de que “todo hombre, el mejor y el más miserable, lleva consigo un misterio que, de ser conocido, le haría odioso a los demás”.

El núcleo de la trama surge de improviso: nos topamos con el pavor de Jack y Babette, cada uno a su manera, a la Muerte; similar en ambos al miedo teatral de Woody Allen pero en serio y al cubo; una fobia existencial que se da por hecha pero no se explica. Lo único que parece preocuparles es cuál se irá antes de este mundo. Hablan y hablan sobre el tema y concluyen que lo mejor es no sobrevivir a la ausencia del otro (¡con tres divorcios! O no lo entiendo o no estoy de acuerdo o ambas cosas).

Por momentos parece una historia sacada de un tratado de psicopatología de la vida cotidiana todavía no escrito. Toda la trama está envuelta en un peculiar sentido del humor; pero el humor de De Lillo no alza al mundo en risas, sino que entre risas lo arruina. Ruedas con regocijo por el suelo, pero te levantas con la mirada perdida. Las fuerzas que mueven el relato tienen una lógica interna que no se muestra, o no existe, o acaso sea una causalidad por libertad inexplorada.

Llega un punto en que la lectura no suscita sobresaltos sino antinomias. Por ejemplo: la finalidad última de uno de los tramos principales de la novela, el escape tóxico que obliga al desalojo en masa de la ciudad, es el cumplimiento en primera persona del destino del profesor; el de su mujer, aunque la causa próxima sea la misma (el miedo compulsivo a desaparecer, si esto es el miedo a la muerte en la novela), toma otros rumbos delirantes. Todavía no doy crédito a la historia completa de Babette: el proyecto secreto de oscuras instancias del Estado para fabricar unas pastillas llamadas Dylar contra el pavor a la muerte (¿no existe ya eso?), la suspensión del proyecto por inviable (los efectos secundarios, físicos y mentales, hacen peor el remedio que a la enfermedad), el científico contumaz que sigue por su cuenta pariendo fórmulas, la entrega de Babette en cuerpo y alma al doctor Chivete para conseguir el fármaco…
El desenlace del nudo gordiano es digno del mejor Tarantino: el ajuste de cuentas de Jack al aprendiz de brujo es una secuencia larga, enloquecida, ambivalente, escatológica. No voy a pisar a nadie el final. Sólo puedo decir que no he leído algo parecido en todos los días de mi vida.

No sé si ciertas partes del relato son licencias poéticas, experimentos literarios o tanteos teologales. El texto prescinde de la reflexión externa. Su sintaxis es refractaria a las razones del lector. Por principio, su consistencia se pone a salvo de preguntas impertinentes. El autor no respondería y, por obligación, diría que las palabras significan lo que quiere y no hay explicaciones al acto puro de narrar; después de todo, las obras de arte son respuestas a las propias preguntas. El relato es un una especie mayor de lenguaje privado que nos transforma. A medida que pasan las páginas crece el placer intelectual (el más elevado según Epicuro) de leer una historia original, densa y sorprendente.

De Lillo utiliza la inversión de los personajes-arquetipo que, en cierta tradición literaria, encarnan ideas o visiones del mundo. La mayoría de los protagonistas son gente non nata, inexistentes en el cosmos, una constelación de seres creados desde la nada sin puntos de referencia ni signos visibles. Parecen sacados de un tratado medieval de seres imaginarios.
Circulan por sus páginas los ejemplares más raros: el profesor mismo, su mujer, sus ex, sus hijos, especialmente Heinrich, un ejemplar vulcaniano tristemente lúcido, su mejor amigo, Orest, cuya máxima aspiración es permanecer encerrado en una jaula de cristal rodeado de serpientes venenosas para batir un record Guiness; Winnie Richards, la investigadora de pies ligeros, fugitiva incansable de sus semejantes, sin que sepamos por qué; o Howard Dunlop, el morboso profesor de alemán de Jack, de vida solitaria, pasado hermético y costumbres innombrables. También Vernon, padre de Babette, quien solemnemente hace a su yerno heredero en vida de un tesoro: su pistola automática con el cargador lleno. A veces sospechamos que sólo tenemos en común con ellos la pertenencia a la misma especie. Pero encajan. Ruido de fondo consigue que “veamos de una manera nueva”, el primer objetivo de la experiencia estética. Pero esta mirada no llega a mostrarnos la creación de un mundo posible, acabado, completo, el sello inconfundible de la obra maestra (cuando acabe de leer su libro más ambicioso, Submundo, quizás cambie de opinión)

No hay en De Lillo una profecía negativa del nuevo mundo, aun menos, apocalipsis, sino una fantasmagoría del “modo de existencia liberal”. De ahí el interés por las rutinas, lo trivial, las clases de zapatos, los motores de los coches, las marcas de desayuno, la ropa, los útiles o la tecnología de consumo. No es casual la omnipresencia en la novela de la casa burguesa, un espacio interior donde se construye en exclusiva la noción de mundo. Otro ejemplo de esta mirada de clase son los supermercados, símbolo por excelencia de la prosperidad americana, con las luces blancas y los anaqueles repletos de mercancías convertidas en fetiche… (Exploto) mientras la vieja Europa muestra con orgullo los escaparates de los pasajes de París, surgidos a mitad del siglo XIX: “el gran poema de los escaparates” cantado por Balzac en la Comedia humana, un tratado de historia y ciencia social.

De Lillo ha escrito la metáfora de un mundo débil, de un ocaso donde las situaciones cruciales se resuelven en “nadificación”, en ruido de fondo entendido como grietas del sistema y murmullo con sordina. En la novela captamos la respiración entrecortada de la sociedad americana, una civilización decadente, nihilista, en el sentido que Nietzsche diera al término.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Pelléas et Mélisande en el Real


El día cuatro de noviembre (el diecinueve acaba) asistí en el Teatro Real a la representación del Pelléas et Mélisande, la única ópera que compuso Debussy.

El libreto está basado en el drama del mismo nombre del escritor belga Maurice Maeterlinck (premio Nobel de 1911). Me salto las peripecias del acuerdo entre autor y compositor, fácilmente rastreables, pero me resisto a esquivar una muy sonada que sucedió antes del estreno (le hubiera encantado a un Cervantes contemporáneo). Cito el artículo del musicólogo Yvan Nommick Expresar lo inexpresable: Pelléas et Mélisande de Claude Debussy.

Aquí hacemos un alto para evocar una situación, entre grotesca y tragicómica, relativa al reparto de los cantantes en Pelléas. Maeterlinck quiso imponer para el papel de Mélisande a Georgette Leblanc, quien era entonces su amante. Albert Carré, director de la Opéra-Comique (donde se estrenó en 1902) y Debussy se opusieron a ello y eligieron a la cantante escocesa Mary Garden [¡vaya nombre!], que además formaba parte del elenco de cantantes de la Opéra-Comique. Maeterlinck amagó con prohibir las representaciones, fue a ver a Debussy amenazándole con un bastón, puso un pleito [¡Había firmado un documento para autorizar la adaptación de su libro!] y publicó, el 13 de Abril de 1902, en el diario Le Figaro, una carta abierta en la que escribía palabras tan acerbas como estas: “…Despojado de todo control sobre mi obra, me veo reducido a desear que fracase rápida y estrepitosamente”.

El día de la premiére, Maeterlinck se presentó a las puertas del la Ópera con un grupo de alborotadores: gritos contra la representación, insultos pareados, reparto de pasquines y arengas al pueblo de París… Mary Garden, la etérea escocesa del cuerpo-melena, se acercaba más a la imagen de Mélisende (la Beatrice pintada por Odilon Redon) que la mofletuda Georgette. Se estrenó pese a todo. Al punto, la inteligencia parisina se dividió en partidarios y detractores (una repetición no casual de la pintura impresionista). En el Pelléas se libró de nuevo la eterna batalla entre los viejos y los nuevos dioses de la música. Otra cita, esta vez de la filósofa y escritora Julia Kristeva, Pelléas et Mélisande, una melancolía sonora.

Llegados aquí, cabe imaginar que esa delicadeza [de la letra y la música del Pélleas] fue percibida como una intolerable afrenta por los representantes de la música oficial. Théodore Dubois, director del conservatorio, prohíbe a sus alumnos que asistan a las representaciones de la obra. Henri Roujon, director de Bellas Artes, denuncia “esa vergüenza nacional”. La vanguardia [muchos simbolistas], por el contrario, presente ya desde el estreno, aplaude. Pierre Louïs, Paul Valéry, Henri de Régnier, Léon Blum, Vincent D’Indy. Un público cada vez más numeroso asistió a las representaciones, que se repusieron en casi todas las temporadas en la Opéra-Comique en vida de Debussy (1862-1918).

La ópera de Debussy se presenta como una sucesión de cuadros cortos, a diferencia de la ópera de Monteverdi, Mozart, Puccini (mi favorito entre los belcantistas) y, sobre todo, del drama musical wagneriano: composiciones en las que cada acto presenta una extensa unidad espacio-temporal que se mantiene a lo largo de la obra. En el Pelléas hay saltos temporales, disparidad en la duración de los cuadros y frecuentes elipsis que se resuelven al más puro estilo cinematográfico.

El texto (simbolista) y la música (impresionista) conforman una síntesis única y una nueva visión de la ópera. Vale el tópico del “antes y después del Pelléas”. En esta unidad estética, reconocida por todos, radica su originalidad, influencia y fama perenne.

La música del Pelléas está al servicio de la palabra a fin de resaltar, matizar, subrayar el aspecto fónico (el ritmo y el fraseo) de la lengua francesa. Recuerdo un divertido pasaje de El recurso del método de Alejo Carpentier (también le dedicó un artículo en su libro Ese músico que llevo dentro) en que el dictador ilustrado asiste con su secretario, el doctor Peralta, a una representación del Pelléas, la obra de moda en Nueva York; poco a poco se impacienta en su butaca y desdice una obra en la que la orquesta no toca y nadie se decide a cantar.

Y como nada apremiante había de hacerse aquella noche, el Primer magistrado, muy aficionado a la gran ópera, quiso escuchar un Peleas y Melisenda que se ofrecía en el Metropolitan Opera House, con la famosa Mary Garden en el papel principal. Mucho le había hablado el Académico Amigo de aquella partitura, que debía ser muy buena ya que, muy discutida al principio, tenía en París unos fanáticos admiradores a quienes el travieso maricón de Jean Lorrain había calificado de Peleastas... Se sentaron, pues, en primera fila, alzó su batuta el director, y una enorme orquesta que tenían ahí, a sus pies, empezó a no sonar. A no sonar, porque de ella se desprendía un murmullo, un estremecimiento, un cuchicheo de nota aquí, nota allá, que no llegaba a ser música. "¿Y no hay Obertura?", preguntaba el Primer magistrado. "Ya viene, ya viene", decía Peralta, esperando que aquello empezara a crecer, a levantarse, a definirse, desembocando en un fortísimo: "Tambien Fausto y Aída comienzan así, como quien no dice nada, así (creo que a eso llaman sordina) para preparar mejor lo que viene después". Pero ya se alzaba el telón y se estaba en lo mismo. Esos músicos -estaban ahí atentos, numerosos, puestos los ojos en las particellas- no acababan de hacer nada. Probaban sus lengüetas, sacaban las saliva de las trompas dando una media vuelta al instrumento, hacían vibrar una cuerda, barrían el arpa con la punta de los dedos, sin llegar a concertarse en una segunda melodía. Pequeño acento aquí, queja imperceptible allá, esbozo de temas, impulsos muertos al nacer, y arriba, en las tablas, dos personajes que, hablando-hablando, no se resolvían a cantar.

Efectivamente, la obra es ajena a la melodía tradicional, arias, cavaletas, marchas y recae en la orquesta el suave componente melódico. Se trata de un habla musical que recorre largamente el argumento. La orquesta acaricia las palabras, resalta la declamación, modela las respuestas, potencia el drama.

La parte orquestal tiene un doble significado: por un lado, el apego a la palabra, a la que acompaña para desvelar sus mágicos rincones; por otro, la expresión de su propia sustancia musical: los meandros inagotables, las imprevisibles hileras de motivos que aparecen fugazmente y se extinguen (o se transforman); las olas sonoras siempre renovadas (como el mar de Valéry), las impresiones musicales: líricas, transparentes, delicadas; o las pinceladas sinfónicas al estilo de los cuadros lacustres de Monet y sus nenúfares, donde las capas de pintura se superponen para formar un entramado denso, plenificado, distinto a la suma de las partes.
Un caudal sonoro donde se mezclan las diferentes secciones orquestales en una espontaneidad aparente de la que surge el inconfundible estilo impresionista (presente en la genial pieza Prélude à l'après-midi d'un faune, sobre un poema de Mallarmé); o se manifiesta en la belleza de los intermezzos (para algunos lo mejor de la obra), pensados para facilitar el cambio de escena. Una música con vida propia, puesta en relación dialéctica con el texto y resuelta con talento por el artista.

El texto responde a la mejor versión del simbolismo. Un símbolo es un significado que, más allá de lo dado, está por otra cosa; en vez de decir lo que quiere, dice algo distinto pero reconocible. “Todo lo perecedero es símbolo” decía Goethe. El simbolismo de Pelléas apunta al misterio de morar en la tierra, a la fragilidad de la inocencia, al extrañamiento de la mujer en un mundo hostil, a la esperanza en vano, al espejismo del amor y a la melancolía pintada por Durero. Una evocación triste de lo inexpresable, lo inmaterial, la “realidad invisible” de Juan Ramón Jiménez… todo en una atmósfera de ensoñación precursora del surrealismo.

La escenografía, una producción de la Opéra de Paris y del Festival de Salzburgo, es típicamente minimalista. En general recelo de la simplicidad escenográfica. Si el libreto indica, como ocurre en Wagner, que la acción acontece en una plaza porticada con el palacio ducal al frente y una fuente en el centro, me gusta que la fuente tenga cinco surtidores, los arcos sean apuntados, el palacio muestre el escudo de armas y por la plaza circulen gentes con jubón… Sin embargo, el Pelléas no admite otra escenografía que la minimalista. El abigarramiento del verismo, propio de la escena del siglo pasado, se transmutaría aquí en fatídica caricatura kistch (al estilo de las tronchantes plumillas de la prensa decimonónica). Hoy, por las oscilaciones del gusto, nos resulta impresentable. La propuesta París-Salzburgo basada en los espacios imaginarios, los juegos de perspectiva y las transiciones de luz, funciona.

Otras opiniones breves.
La dirección escénica de Robert Wilson, ampliamente comentada en la página del Teatro Real, se basa en una expresión corporal muy marcada, mecanicista, al borde del mimo, en ocasiones estática.
La dirección musical de Sylvain Cambrelig, comparada con las grandes versiones de Claudio Abbado o Bertrand de Billy, resulta rutinaria y plana, sin poner de manifiesto los contrastes orquestales. Tampoco la orquesta titular del Teatro Real tuvo su mejor día (una formación que cada año apunta más alto), espesa en la cuerda y una sección de viento desafortunada; en general sin la sonoridad y el empaste que requiere la obra (siempre en relación con las grabaciones de referencia).
Tengo también una opinión de pasillo y entreacto sobre los intérpretes, pero, como tal, es honesto reservarla para los amigos y compañeros de butaca.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Las aventuras de Tintín en 3D


Soy amante del comic pero no un seguidor incondicional de Tintín, como mi hijo, al que invité este fin de semana a ver la película de Spielberg Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio.

A pesar de mis reservas con Hergé, admiro su dibujo inimitable  (lo mejor en mi opinión), el tamaño exacto de las viñetas (las de gran formato son “velazqueñas”), la adorable caligrafía de los globos, sus personajes entrañables, la perfecta adecuación (como ocurre en Asterix, Mafalda o Maitena) entre forma y contenido, su convencionalismo moral a pesar del desmadre, su invitación al ocio sin condiciones, su polivalencia para las diez edades del hombre (me permito ampliar la gama)…  Incluso sus leves recaídas en el machismo, el racismo y la xenofobia (que han dado lugar a ríos de tinta prescindibles) resultan inocentes y pintorescas (a algunos les divierten más las tiras del Antiguo Testamento o del Manifiesto comunista; muy bien, que las lean pero no amuermen).

El día anterior a la cinta repasé por enésima vez los episodios en que se basa el guión, El secreto del Unicornio y El Tesoro de Rackham el Rojo, de los más emocionantes de la serie. Siempre le agradeceré a mi amigo Rafael Narbona el regalo del Secreto en la edición antigua, cuando era inencontrable en la nueva. Por supuesto, atesoro en una estantería dedicada a la historieta la colección de Las aventuras de TINTIN, publicadas por la Editorial Juventud en veintitrés apetecibles entregas.

Dejo en suspenso un diálogo más a fondo con el personaje y sus amigos. Ahora sólo me refiero –y de pasada- al cine.

De entrada, quien pretenda conocer el mundo de Tintín por la película se quedará como estaba, o sea, con las manos vacías. En primer lugar es imposible trasladar al cine la estética del comic: el séptimo arte puede aprender del estilo pero no reproducir su esencia. El comic es un ámbito de realidad autónomo, irreducible, sin puertas ni ventanas a otros géneros mayores o menores. Los cuadros de Lichtenstein, por ejemplo, son pinturas, no comics, como el autor señaló repetidas veces. Hace años se intentó llevar al video las aventuras de Tintín mediante la reproducción exacta de los dibujos y los textos. Compré en el quiosco de mi barrio los dos primeros, mi hermana me prestó otros dos y aquello no funcionaba. Una decepción enigmática y digna del papel. Al revés ocurre lo mismo: al pasar la serie televisiva de los Simpson al comic sus virtudes cáusticas desaparecen.

El film es un pastiche hecho sin criterio ni respeto a sus mayores, por más que Spielberg lo presente como un homenaje al héroe junto con otros aliños promocionales. Mientras la película se mantiene próxima al comic (los diez  primeros minutos) la cosa marcha, pero se desinfla ruidosamente en cuanto traiciona al original. A partir de ese momento se convierte en una historia-serie B de mamporro y topetazo, al estilo de Mortadelo y Filemón.

Se trata de un producto con una intención puramente comercial, “a la americana”, hecho sin disimulos para ser soportado (en el doble sentido) en 3D. Visto en pantalla normal, uno puede imaginarse sin esfuerzo y sin las gafas usadas de la entrada las continuas tropelías de la cámara. La grandilocuente música del film, del tipo “gran producción con posteriores entregas” (si el mercado lo permite, como todo en estos días), está al servicio de la adrenalina fácil de los sobresaltos tridimensionales (cuya cuarta dimensión es el hastío).

Se mezclan en el film las técnicas digitales aplicadas a los actores (ignoro los entresijos de la máquina) y los escenarios reales que sirven de fondo. La impostura virtual es inservible. Sólo quien no conozca a Tintín se tragará el señuelo: más bien parece un sucedáneo de Indiana Jones, un buscavidas de tres al cuarto; el capitán Haddock, más penoso todavía, es pintado como un alcohólico en fase terminal que se salva no se sabe por qué; los polizontes Hernández y Fernández, a pesar de su simplicidad, son irreconocibles; y el perro, Milú, con cara de can grimoso, es por momentos el protagonista del film.

Como me caen bien les voy a dar un consejo: esperen a verla en Internet y con la diferencia tómense un combinado, por ejemplo un gin fizz, en su destilería favorita.