domingo, 24 de abril de 2016

Julia Margaret Cameron en la MAPFRE


Son curiosos los avatares que llevaron a Margaret Cameron a ser reconocida como uno de los clásicos de la fotografía. Su nombre figura al lado de pioneros como Louis Daguerre, Nicéphore Niépce, William Henry Fox Talbot o Hippolyte Bayard. A los 48 años era una respetable ama de casa a la que su hija y su yerno le regalaron una cámara con una nota en la que habían escrito la siguiente frase: Quizás te divierta… Lo demás se puede seguir en la exposición de la Fundación Mapfre-Recoletos, formada por más de 100 fotografías y organizada en colaboración con el Victoria and Albert Museum de Londres.

La fotografía de entonces era muy distinta a la actual. Para empezar, son composiciones preparadas hasta el menor detalle. Hoy estamos acostumbrados a la instantánea, a la ingenuidad de la toma y la espontaneidad de un personaje que en ocasiones es el ciudadano desconocido que pasaba por allí. No le interesan la descripción de interiores, los grandes monumentos, los entornos urbanos o los paisajes de ensueño. La fotografía de Cameron es una propuesta narrativa de carácter alegórico, mitológico o literario. Si te gusta resolver “los enigmas de la obra de arte” contempla en tu butaca favorita alguna de sus fotos e intenta reconstruir los motivos del relato.

En Cameron todo es un escenario ideal. Se mantiene el eje central, se trazan diagonales perfectas, se equilibran los espacios y se busca, en resumen, la belleza de la armonía. Hay que pensar que las únicas referencias de la fotografía artística eran las artes plásticas junto a la pretensión de la autora de convertirla en una más (como manifestó en numerosas ocasiones). Se trata de un estilo académico, “clasicista”, que responde a un arte que trataba de abrirse paso como género. Hay que recordar que algunas de sus creaciones son versiones de cuadros de Rafael o Miguel Ángel. También son visibles las huellas de la escultura. La crítica de la época sugirió, ahora con razón, que muchas composiciones de Cameron parecían bocetos para el taller de un pintor.
Era una perfeccionista. Siempre buscaba el mejor acabado de un diseño minucioso. Una de sus limitaciones quizás sea no dejar margen a la improvisación o al azar, dos rasgos distintivos de la fotografía. Todo está preconcebido. Más que preparar perpetraba la placa. Hubiera podido publicar álbumes con sutiles comentarios de cada imagen. En todo caso, Cameron es uno de los contados artistas que hace compatible oficio y talento. En muchas de sus obras se “ve el montaje del andamio” pero no importa.
Es significativo que algunos críticos y coleccionistas resaltaran el valor de sus negativos defectuosos o las pruebas rechazadas porque admiraban en ellas las limitaciones del proceso. Algunas de estas transiciones tienen una frescura de la que carecen los resultados finales. Sabemos que repetía una y otra vez la misma foto. Si se tienen en cuenta los medios técnicos de entonces y el tiempo empleado en cada placa, fue sin duda una profesional incansable, una artista entregada a su trabajo como lo confirma su biografía.
El aspecto más innovador de su obra es la búsqueda de una técnica del enfoque original. Sus fotografías tienen una falta de nitidez buscada (algo negado por sus detractores que lo consideraban un defecto), un matiz de perspectiva aérea y de “imagen movida”, de ambientación flou, de luminosidad confusa y una cierta irrealidad. En mi opinión, los ataques a su supuesta falta de recursos son residuos del machismo victoriano o simplemente envidia. Si se aplica a sus trabajos las posibilidades de la edición gráfica para “afinar el enfoque”, tipo Photoshop, como han hecho algunos estudiosos de su obra, el resultado es decepcionante. Lo que queda son placas convencionales como las que adornan el escaparate de algún estudio del barrio de Salamanca.  

La exposición refleja los distintos temas de su obra: escenas de la mitología, momentos poéticos de los clásicos o recreaciones religiosas. Esta constelación de temas imaginarios chocó con un mundo especializado que solo admitía escenas de un cerrado realismo. La ficción no era un rasgo de la fotografía. Otra novedad, por tanto. Pero hay más: resulta sorprendente cómo utilizaba a sus sirvientes, parientes y amigos. Posaban como si fueran los modelos profesionales de un pintor. Fue una experta incomparable en la “dirección de actores”. ¡Que realizadora de cine se perdió la posteridad! Cada expresión, cada matiz psicológico están logrados. Buscaba eso y nada más. Es como una sonata para piano donde el edificio se derrumba si se quita una nota. Uno tiene la impresión de que cuando buscaba una criada no le preguntaba si sabía cocinar o bordar sino más bien si era capaz de representar a Safo o a Ifigenia en Taúride.

Todavía más sorprendente es el manejo de los niños. ¿Cómo lograba esa fijación del gesto, esa depuración de los rasgos corporales, esa conversión del sobrino travieso en héroe de leyenda? En Cameron ni siquiera los niños dormidos dan la impresión de espontaneidad. Finalmente, su visión de los personajes literarios que trató es muy similar a la que tuvo Nadar. Los retratos  de Cameron buscan el canon. Lo que le interesa es la personalidad intemporal del personaje, un arquetipo para la posteridad, la imagen que la cultura fijará en el panteón de los hombres ilustres. La diferencia es que sus personajes son dioses del Olimpo mientras que los de Nadar son más humanos...

martes, 19 de abril de 2016

El milagro de San Simeone


A mi bisabuelo Damián y a su hijo Joaquín, mi abuelo, periodistas entre otras cosas.
Decía Fernando Torres el niño, en una entrevista reciente (buena respuesta al largo título del libro de Rubén Amón Atlético de Madrid, una pasión, una gran minoría. ¿Por qué no son del Atleti los demás?), que “la mayoría de la gente va con el Atleti pero no lo sabe”. El miércoles pasado pude confirmarlo cuando me fui a la calle a los treinta minutos del segundo tiempo del Atleti-Barça en los cuartos de final la Champions. En el campo no puedo huir pero en mi casa, cuando la tensión supera ciertos límites, como el indicador de profundidad de un submarino, cojo el bastón, el sombrero y la radio y me despido a la francesa. Me pongo nervioso hasta cuando veo el partido grabado. La tanda de penaltis (ese sofisticado tormento chino) contra el PS Eindhoven la oí en el Calderón sentado en mi localidad, con la bufanda puesta de antifaz. Sólo miré desfallecido el penal que un desdichado holandés tiró a las nubes ¿Por qué no has mirado antes? me recriminó en serio el matrimonio de al lado... Es la magia del fútbol. Acabamos mi hijo y yo abrazados a dos hinchas que no conocíamos de nada. Al final, salida espectacular del estadio, de gritar dentro a gritar fuera. Pero volvamos al dicho de Torres: había terminado el partido del Barça cuando pasé al lado de un bar de mi barrio donde acampa una peña madridista de salón. Allí estaban delante de la tele con sus cervezas cantando ¡atleti, atleti! No era para menos: les hemos espantado a su bestia negra y quieren repetir lo de Lisboa.

Tenía razón el periodista de la SER Jordi a secas, representante azulgrana en los programas deportivos, cuando presentía antes del partido: Al atleti de Simeone normalmente le ganamos pero cuando nos la lía, nos la lía. Y van dos en Champions. Lo que le ha pasado al Barça me recuerda el relato de Poe La caída de la casa Usher. Lo cierto es que la eliminación del mejor equipo de la historia -según los teólogos del balón- se ha debido a la convergencia de los planetas mediceos con la Tierra, algo que sucede cada doscientos años.
Para empezar, el desplome. No lo entiende nadie: ni la afición culé, la prensa catalana, los jugadores o el entrenador. Da la impresión de que cuando la sombra de Mesi deambula por el campo los demás se salen del partido. Se produce el efecto dominó. A Neimar y Suarez les pierde su mal carácter cuando pintan bastos; algunas figuras parecen más pendientes de las redes sociales y demás chorradas que del final de temporada y otros han cometido el error de sentirse sobrados. Hoy te descuidas y el Alcorcón te mete unos cuantos.

El Atleti ha pasado la eliminatoria porque ha explotado sus virtudes: la voluntad de poder, llevar al rival a las de trincheras, agarrarse al terreno en los momentos duros, depredar en el área… Y el factor Cholo, un rey Midas del fútbol. Todo lo que toca se convierte en oro, especialmente la cantera. Sin olvidar el Calderón, un lugar de culto como las ruinas de Stonehenge, un organismo que se comunica con sus jugadores en términos de destino. Partido a partido, Ganar, ganar y volver a ganar, y el último mantra: seguimos creyendo. Por cierto, la afición se ha vuelto cada vez más tolerante con el equipo. De toda la vida el auténtico seguidor rojiblanco se ha pasado el partido maldiciendo entre dientes cada vez que sus jugadores perdían la pelota. Ahora todo son parabienes y cataplasmas. Aunque no perdonan la traición a sus colores: la pitada a Arda Turán cuando saltó al césped fue monumental a pesar de los cuarenta quilos que dejó en las arcas (¿realmente los vale?).  

No menos importante: hemos salido vivos de los sorteos de la UEFA. No me creo nada de nadie. Nuestra bola ha estado en el bombo de cuartos en los tres últimos años. La primera vez nos tocó el Barcelona, la segunda el Madrid y la tercera más de lo mismo. En ninguna los equipos teóricamente superiores, los dos citados más el Bayern de Munich, se han enfrentado entre sí. Una vez, con reparos, vale; dos, demasiada casualidad; tres, imposible. Los teóricamente superiores tampoco se lo tragan pero se callan porque les favorece; o si les preguntan dicen con la boca pequeña que se trata de un “sorteo orientado”. Es que me troncho Carlitos. Hay demasiado dinero en juego. Lo de siempre.

Además el árbitro no pitó un penalti de Gabi en el minuto noventa, todo un clásico. Si lo hubiera hecho, el orden del cosmos sería distinto. Primer efecto mariposa en el orden de las causas: el Barça no hubiera palmado con el Valencia y el Atleti habría empatado con el Granada. El otro fiel de la balanza: la expulsión de Torres en el Camp Nou (una gamberrada del árbitro); el ojo morado de Godín por el gancho de Suárez, la no expulsión de Iniesta tras el penalti o las posibles manos de Piqué tras tumbarse media hora en el césped con el balón en sus brazos. Ganamos cuatro a uno.

Finalmente la presión. Si no pasamos de cuartos, tristeza pero hemos cumplido. En la liga igual. Pero si el Madrid o el Barça son eliminados, se hunden los pilares de la tierra. Esto motiva, no lo dudo, pero también bloquea el cerebro y los músculos. En el fondo cualquier deporte es un estado de ánimo.
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Entrada la noche, albricias Resumo algunas.
WhatsApp de mi hija al salir del quirófano, está de guardia.
- Acabo de enterarme, aúpa Atleti, qué ha pasado papi, cuéntame…

Otro de Dani, su novio, madridista comedido y futbolero light (envidio lo segundo, te evitas noches toledanas y burlas y remoquetes al día siguiente).
- Enhorabuena por haber eliminado al Barcelona.

Desde Cuenca, mi hermano soltero al aparato.
- He visto el partido en casa; solo. No he abierto a mis amigos cuando aporreaban la puerta. Les dije que no vinieran. No comprenden que es una experiencia personal, mística, que molestan y dan el cenizo.

- Mi hermana al día siguiente también por teléfono: me acabo de enterar que ha ganado el Atleti (no sabe a quién ni por qué). ¡Ahora caigo en la cuenta, por eso Ana (su hija pequeña) se encerró ayer por la noche en el cuarto y se la oía gritar y dar vueltas como una fiera enjaulada! Hoy se ha ido a trabajar con una camiseta del fútbol. ¡Vaya pinta! ¿De dónde la habrá sacado?

Continuará (espero).