jueves, 18 de febrero de 2010

El objetivismo no es un humanismo


La consigna del objetivismo filosófico es salvémonos en las cosas, lema que sirve a Ortega para apuntalar la tesis central de la primera etapa del sistema: la verdadera realidad son los objetos. De este monumental principio se retractará más adelante, porque afirmará lo contrario en las etapas sucesivas (circunstancialismo, perspectivismo y raciovitalismo).
En términos generales, el objetivismo es una teoría que se sustenta en dos supuestos complementarios, uno ontológico y otro epistemológico.
Desde un punto de vista ontológico, el objetivismo se caracteriza por otorgar prioridad a los objetos frente al sujeto, es decir, el hombre. Esta primacía existencial se refiere a los objetos naturales (los entornos inabarcables de las Montañas Rocosas), artificiales (la pureza del arte gótico de la catedral de Amiens) o -por aceptar esta distinción- espirituales (el inagotable laberinto literario que Joyce plasmó en el Ulises). Lo que realmente cuenta en el orden del ser es la piedra de Rosetta y su valor intrínseco, su dimensión objetual de logro perdurable, su inestimable interés para descifrar los jeroglíficos de los antiguos egipcios, su encajamiento indispensable en el ámbito de la cultura y de la historia… no el individuo Jean-François Champollion. Lo que tiene realidad sustantiva es la gran pirámide de Keops, no el faraón; el templo de la Sagrada Familia, no Gaudí; el Quijote, no Cervantes. En este planteamiento, decididamente antihumanista, el sujeto antropológico pasa a un segundo plano y finalmente se desvanece por su finitud ante la firme consistencia de las cosas.
Desde un punto de vista epistemológico, el objetivismo defiende la universalidad del conocimiento científico frente a otras formas subjetivas de captar la realidad, como la filosofía, el arte o los saberes humanísticos. La actividad científica consiste ante todo en la construcción del significado unívoco y contrastable del objeto. 
Las cosas, los hechos, no los hombres, son los verdaderos portadores del sentido; es más, por exigencias rigorosas -que diría Ortega- es preciso tratar a los hombres como objetos (por ejemplo, en las ciencias sociales). Incluso en terrenos tan poco propicios a la ciencia positiva como la historia del arte o la teoría literaria, la pretensión de objetividad, la exactitud del concepto, deben ser prioritarias sobre cualquier otro aspecto. Es preciso hacer ciencia segura de las construcciones del antiguo Egipto, de la arquitectura neogótica o la literatura cervantina...
En resumen, todo lo que el objetivismo tiene de sugerente en el plano ontológico, lo tiene de decepcionante en el plano epistemológico.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Contra el jazz


Muchas de las acaloradas discusiones entre los partidarios y detractores de la música de jazz podrían solucionarse pacíficamente si se tomara como punto de partida la distinción entre alta cultura (highcult), cultura media (midcult) y cultura de masas (masscult), términos muy conocidos por los especialistas en sociología del gusto, entre otros Umberto Eco, Gillo Dorfles o Galvano della Volpe.
Un ejemplo de alta cultura sería la incomparable ópera de Richard Strauss Electra; un ejemplo de la segunda serían las canciones de Joan Manuel Serrat y de la tercera los álbumes de La Oreja de Van Gogh.
Obviamente, esta clasificación, perspicaz pero excesivamente genérica, no admite adscripciones automáticas o definitivas, sino que, como la mayoría de los problemas estéticos, está sometida a una labor de fundamentos que, finalmente, y si es posible, otorga a cada género sus cartas credenciales. Así, en productos como la zarzuela, la copla, el fado, Los Beatles, el flamenco o el jazz, habría que seleccionar en cada caso los autores, las obras, incluso los temas concretos, para determinar con un criterio más seguro en qué categoría debemos incluirlos. Por el momento nos vamos a centrar exclusivamente en el jazz.
Tataré de resumir a lo largo de esta breve reflexión algunos de los sólidos argumentos que el filósofo y musicólogo T.W. Adorno aportó en su memorable artículo Moda sin tiempo (sobre el jazz) a favor de la tesis de que, bajo ningún concepto, el jazz puede ser incluido entre las manifestaciones auténticas del arte y la alta cultura.
A pesar de los matices mitómanos de los adictos y las sutilezas inagotables de los propagandistas, el jazz, desde un punto de vista formal, es una música de una excesiva simplicidad melódica, armónica y métrica. Su composición se basa en síncopas efectistas (buscan la mera perturbación del oyente), ritmos básicos, tiempos siempre idénticos e instrumentos sometidos a la monocromía (como el piano) o a la castración (como la trompeta con sordina). Estos esquemas musicales, exacerbados en los inicios allá por los años cuarenta, sirvieron para presentar al público el nuevo género, sin que su monótona unidad estructural haya cambiado desde entonces. Los fieles del jazz llevan sus pretensiones hasta convertirlo en una compleja “visión del mundo”; sin embargo, el único enigma del jazz consiste en averiguar cómo tantos entusiastas a lo largo del ancho mundo siguen sin hastiarse del consumo de unos estímulos –el ritmo sincopado- tan reiterativos. La presencia de un discurso musical plano propicia una fruición fácil del producto, meramente pasiva, sin ningún esfuerzo constructivo por parte del sujeto, cuyo resultado es una falsa audición, epidérmica y desatenta.
Otra consecuencia de la pobreza de los desgatados esquemas del jazz es la sustitución alienante de los fines por los medios. La mayoría de las veces, lo que realmente cuenta en el jazz es la trama escenográfica que se fragua en torno al confiado oyente: la sala ritual, las luces propiciatorias, el ambiente denso, la comunión mística a ciertas horas, la ropa ceremonial, el éxtasis obligatorio, el humo espeso y las abundantes copas… todos estos elementos consuman la transformación del jazz en una falsa experiencia estética meramente contextual. Música ambiental.
La crítica musical seria no puede ver en el jazz más que un asunto simple, basado en unas fórmulas no renovadas que se invocan hasta la saciedad. Las únicas novedades que ofrece el jazz son las apologías de la eternidad y los consabidos reclamos publicitarios; por ejemplo, los manierismos en la interpretación o la fraseología sobre la vitalidad y la riqueza rítmica, que al final no son más que mecanismos estandarizados de fabricación en serie… como ocurre en toda moda, de lo que se trata es de la puesta en escena y no de la cosa. Lo que se presenta como naturaleza inexplorada y territorio virgen finalmente no es más que producto cosificado y escueta mercancía.
El mismo concepto de improvisación en la ejecución resulta dudoso. Lo que se ofrece en la mayoría de los casos es cualquier cosa menos espontaneidad; se trata de rutinas interpretativas y fórmulas básicas reinventadas hasta la saciedad bajo cuyo disfraz se adivina la indigencia del esquema. La esencia del jazz no es la creatividad sino la limitación. La regla de oro que prohíbe modificar el desarrollo del compás y la armonía se convierte en la negación frontal del arte. Trucos, fórmulas y clisés bien definidos bloquean cualquier salida del género al reino, prometido en vano, de la libertad. La música seria, desde Brahms en adelante, había descubierto mucho antes que el jazz todo lo que en ese puede llamar la atención y no se había detenido en ello. El jazz es el preludio sonoro del conformismo cultural y social. Ideología.

jueves, 4 de febrero de 2010

Hogarth, La carrera del libertino. La herencia


Asociamos la figura de Hogarth con los grandes pintores del Rococó, Canaletto, Sir Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough, Jean Antoine Watteau o Jean Honoré Fragonard; también con los escritores del siglo XVIII, Alexander Pope, Jonathan Swift, Laurence Sterne o Henry Fielding, este último fiel amigo del pintor.
En un principio, Hogarth quiso ser un pintor de la historia, pero sus contemporáneos no mostaron ningún interés por estas intenciones. Lo que realmente les gustaba, igual que a nosotros, eran sus ciclos o series morales, escenas satíricas "de un mundo al revés"; por orden cronológico son las siguientes: La carrera de una prostituta (1732, cuadros perdidos, conocida por las copias grabadas), La carrera del libertino (1736, ocho lienzos), Los cuatro tiempos del día (1738), El matrimonio a la moda (1744, seis lienzos), El matrimonio feliz (1745, seis lienzos), Industriosidad y pereza (1747, doce escenas), La calle de la cerveza y la de la ginebra (1751), Las Cuatro etapas de crueldad (1751) y La campaña electoral (1754, cuatro lienzos).
Cualquiera de estas series, imprescindibles, es, además de un prodigio de técnica pictórica, una apasionante experiencia narrativa, una fuente inagotable de sentimientos inquietantes y una fecunda constelación de ideas críticas en torno al materialismo como código ético, las consecuencias irreparables del matrimonio de conveniencia, los usos y costumbres que convienen a la vida conyugal o la inautenticidad de las rutinas democráticas, entre otras...
Ante el éxito que alcanzaron estos relatos al oleo, Hogarth las trasladó al grabado para su venta. Sin embargo, debido a su gran popularidad se hicieron numerosas falsificaciones (la forma de "pirateo intelectual" más común en la época). La fama llegó, pero no el dinero, ya que las obras fueron copiadas con rapidez y eficacia.
La serie denominada La carrera del libertino consta de ocho lienzos: La herencia, La levée, La taberna, El arresto, La boda, El garito, La prisión y El manicomio. El primer cuadro, la herencia, se ambienta en la mansión de un hombre rico que acaba de fallecer. Su hijo, un estudiante de Oxford, permanece de pie en el centro de la escena. Un sastre, con atuendo de la época, le toma medidas para el traje del entierro. En el umbral de la puerta, una joven de clase humilde, llorosa y expectante, a la que el estudiante ha dejado encinta, muestra en la mano un anillo que su amante le regaló en prenda de amor eterno. Al lado, la madre, que lleva en el delantal varias cartas repletas de promesas, expresa su disgusto y señala el abultado vientre de la hija. El heredero, con total indiferencia y sin mirarlas, les ofrece, como compensación y a fin de liquidar el asunto, unas cuantas monedas.
A espaldas del joven, el administrador, ocupado en la redacción de un inventario de bienes, alarga con descuido la mano derecha para sustraer unas monedas de oro que salen de una bolsa. Al fondo, encima de una escalera, el tapicero que adorna de luto la estancia rompe sin querer la moldura superior de la pared, de la que cae un torrente de peculio que el difunto había escondido con celo.
Otros detalles del cuadro insisten en el carácter cicatero del padre: encima de la chimenea está colgado el retrato de un pesador de oro (un espejo del tacaño) y en la repisa permanecen unos cabos de vela completamente gastados.
Una vieja con giba, la sempiterna sirvienta, arroja a la chimenea unas haraposas alfombras con más años de servicio que ella misma. 
En el armario, a la derecha, se amontonan pelucas en ruina y botas usadas; colgado de la pared vemos un pesado abrigo que le servía para resguardarse del frío y no encender la chimenea. Encima, en una pequeña alacena, se puede ver un asador polvoriento por su pertinaz desuso y en la parte inferior del cuadro hay un libro de cuentas destinado a controlar con detalle los mezquinos gastos cotidianos.
Junto a la mesa, se observan varios saquitos de monedas y un baúl repleto de platerías, recibidas seguramente en garantía de préstamos usurarios o quizás acaparadas en avarientos trasiegos .
Apoyados en el cofre reposan un montón de rollos de papel, posiblemente contratos, hipotecas, alquileres y otros pingues negocios.
Un gato famélico y espectral, imagen viva del dueño, hurga con avidez en los tesoros.
Sabemos por la documentación del cuadro que la joven se llama Sarah Young y su amante Tom Rakewell, apellido apropiado (”rake”) tanto para el padre (“arramblar”) como para el hijo (“libertino”).