La única manera noble
de saber perder es la del abuelo que deja a su nietecilla hacer trampas para
que le gane al parchís. Son tremendas. Al menor descuido mueven la ficha de
matute o trucan el dado. ¡He ganado, he ganado! chincha la princesa mientras reparte
besos bajo demanda. Los dos son felices. Es el único caso que conozco en el que
el perdedor se alegra excepto si se trata de un partido amañado con fajos y maletín.
Siempre me acuerdo del boxeador Butch Coolidge (Bruce Willis) en la excepcional
Pulp fiction huyendo al galope de la mafia del juego tras incumplir el
acuerdo de dejarse noquear en el quinto asalto y apostar fuerte por sí mismo. El
dinero habla decía hace unos días John McEnroe, el deslenguado tenista, al
referirse a Rafa Nadal y su contrato estratosférico para potenciar el
deporte en Arabia Saudí (como Jon Rham y Cristiano Ronaldo). El
ocaso de los ídolos, el hechizo del desierto al que sucumbió Lawrence de Arabia.
Lo que tienen en
común todos los deportes de competición es que al final unos van al cielo y
otros al infierno. Que me lo digan a mí, seguidor del atleti por circunstancia
y vocación, que he vivido las tres finales palmadas de la Copa de Europa; y la
agonía semanal. Peor era el juego de pelota de los mayas, el pok ta pok
(onomatopeya de los rebotes en las paredes), tatarabuelo del baloncesto con un contenido
ritual y religioso. Según los expertos, los perdedores eran sacrificados a los
dioses. Literalmente rodaban cabezas. Los ganadores sobrevivían partido a
partido. Me recuerda al Quidditch un juego de tres aros y escobas
voladoras que practicaban los aprendices de brujo del Colegio Hogwarts en la
serie de Harry Potter. Me leí una novela tras otra durante el
confinamiento. Olvídense de Descartes. El Quidditch es uno de los mejores
tratados de las pasiones que se han escrito. Dejemos a Clarín los cuentos
morales: el único valor del deporte, es ganar, ganar y volver a ganar. Olvídense
de los valores olímpicos y otros mitos. Solo lucen durante las ceremonias de
inauguración y clausura. Lo mismo que el Rei de los judocas, expresión
de cortesía antes de dislocarse en el tatami. O el saludo severo de los grandes
maestros del ajedrez en señal de respeto delante del tablero, el borgiano ámbito en que
se odian dos colores. Séneca, Agustín de Hipona, Sánchez Ferlosio: Splendet
dum frangitur (brilla mientras se rompe) debería ser el lema claroscuro del
deporte.
Hablemos de
fútbol que es lo que realmente nos importa. Hay un prepartido, partido y
pospartido. Todo comienza con las tertulias nocturnas que puso de moda García,
tormentas en un vaso de agua que sirven para dormirnos con la radio puesta. Sigue
la rueda de prensa de los entrenadores. Elogios del rival, líneas, compromiso, preparación.
Una alusión equívoca hacia propios
o extraños puede convertirse en una declaración de guerra. Después hay que
aclarar los malentendidos sacados de contexto, desdecirse de lo
evidente, pedir perdón y volver a la casilla de salida como en el juego de la Oca
(otra invitación a que nos gane la nieta). El resultado es una enorme burbuja
en todas las cadenas del dial que tarda al menos una semana en deshincharse. Olvidaos
de lo que habéis oído y del público. Ellos juegan su partido y nosotros
el nuestro, decía Luis Aragonés antes de saltar al campo. El mismo que a la
pregunta de un listillo sobre por qué en los saques de esquina su equipo no
buscaba el palo corto, respondió: ¿Palo corto, está seguro, creía que los
dos eran iguales? La tres cuartas partes del programa la ocupan el
Madrid o el Barça. Las preguntas de la prensa del gremio y las respuestas de
los protagonistas son líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse. Es lo
mejor que puede suceder porque, como en política, si se encuentran acabará en
bronca. La única nota negativa es la llegada del autobús del equipo visitante entre
una lluvia de piedras y tachuelas.
Entramos al
estadio reventón donde ondean las viejas banderas, salen los equipos con los
niños de la mano, retumba el himno a coro, los que van a morir se saludan, los
capitanes intercambian banderines, suerte al trío arbitral y tras el pitazo
comienza la madre de todas las batallas. El mundo cambia: en la grada de
animación aparecen las esvásticas, las bengalas y los estandartes confederados;
por su tamaño, la única explicación es que estaban a buen recaudo en los
sótanos del estadio. Se alternan los insultos a los tránsfugas, el racismo
darwiniano y las cuentas pendientes. No insisto, lo saben de sobra. No es un juego sino la guerra; es sólo fútbol, pero nos gusta. Nuestro cerebro
reptiliano está vinculado a pautas de conducta como la competencia, la
dominancia, la defensa territorial y la agresividad. Sin estas pulsiones ancestrales
nos dejaría indiferentes, como cuando nos derrumbamos resignados en el sofá
para sufrir una insulsa final de la copa australiana. Si alguien te dice que le gusta
el fútbol en sí mismo, sin defender unos colores desde su más tierna infancia
es que no le gusta el fútbol. Cuando mi nieta cumplió un año, lo primero que
hice fue comprarle en la tienda oficial la equipación del atleti con su nombre
en el dorsal. De momento canturrea el himno.
Al final, lo único que acaba en el césped es el resultado. Una legión de analistas, exjugadores, árbitros jubilados, periodistas, tertulianos y seguidores de renombre cobran los dividendos del pospartido. Buen título para un nuevo intento.