Es evidente que
hay excelentes profesores, grandes maestros del aula en las ciencias y en las
letras. Cada cual recuerda a los suyos. No hay consenso. Mis bien amados profesores
eran para otros cargas pesadas de sopor y tedio.
Un ejemplo de lo
primero, de las afinidades electivas: mi profesor de literatura en el
instituto. En vez de seguir el manual de Lázaro Carreter dictaba sus propios
apuntes. Luego los vivía con fragmentos inolvidables. Lloraba cuando leía las Nanas de la cebolla. No insisto. Su
influencia en mi fue decisiva. En realidad, Literatura
española era la carrera que me hubiera gustado seguir. Pero mis padres
(cuando se convencieron de que lo mío no era el derecho) me matricularon en la
Universidad Autónoma de Madrid, más que nada por escapar, según ellos, del caos
político de la Complutense. Por desgracia descubrí a mitad del primer trimestre
que allí no existía tal especialidad y que lo más parecido era la de filología hispánica; mucha gramática
espesa y poca narración sustantiva. Al final me tiró más
la rama de filosofía por admiración y amistad con un profesor del departamento
que entonces dirigía Carlos París. A lo largo de mi vida he estudiado filosofía
y he leído literatura. Y las he mezclado, aunque la filosofía me sigue
pareciendo la mejor introducción a la literatura. Curiosamente, contra mis
deseos, lo poco que escribo es de filosofía y no me siento capaz de escribir ni
un cuento de pastorcillos a mis nietos.
Un ejemplo de lo
segundo, de la aversión mutua: mi profesor de lengua española, también en
primero de carrera, era un jovenzano aprendiz de los que llevan la cartera al
jefe del departamento (según contaba el fuego amigo) que no soportaba ni el
ruido de una mosca por amor de lo que vuela, mientras repetía monótonamente los
apuntes del curso anterior que los veteranos nos vendían a buen precio. Las
chicas de referencia (no las pijas que le hacían la pelota) lo tenían por un
gilipollas engreído. Puede que se me notara más de la cuenta. Nos caíamos fatal, aunque empezó
él. Tengo grabado a fuego un amplio repertorio de desdenes. Compré los apuntes
y hacía como que los copiaba mientras leía La
Regenta. Cuando hacía alguna aclaración, levantaba la cabeza sin enterarme
de nada que no tratara de Ana Ozores. Media clase hacía lo mismo con diversas
variantes (crucigramas, cartas sin destino, poemas de circunstancias, revistas
de cine) pero me pilló a mí a pesar de refugiarme siempre en la última fila o
quizás por eso. Le dije que tenía fiebre pero no se lo tragó. No insisto. La
asignatura me gustaba. En transcripción fonética muy pocos me pisaban. Estudié
e hice los exámenes trimestrales para sacar algo más que un cicatero cinco de
nota final. Mi única satisfacción fue mirarle en silencio cuando me saludó tímidamente
en el bar de la facultad el curso siguiente. Ni siquiera le puse mala cara. Tuvo
la decencia de recordar sus desaires, bajar la vista y sentirse incómodo
mientras apuraba su trago amargo y me miraba de reojo con aprensión.
Cualquier
docente sabe de qué hablo: alumnos que lo admiran sinceramente, sin intereses
vicarios, y otros que lo ignoran con mayor o menor cordialidad. Ocurre en el
aula lo que en todas partes. Puedes elegir pero no ser elegido. Se trata en el
fondo de una cuestión estadística. En mi caso, puedo decir que tengo la
impresión de no haber interesado especialmente a la mayoría de mis alumnos y
viceversa. Posiblemente por la asignatura misma. He escrito sobre el tema en otra parte. He sido un profesor normal
tirando a malo, o sea, dentro de la norma estadística. Quizás mi mayor defecto a esta altura determinada de los tiempos
(expresión apócrifa que suena a Ortega) es que nunca he enseñado para la vida
sino para la escuela. No he sido nada transversal. No me he tragado lo de “la educación en valores” porque me
parece una expresión redundante; toda educación es en valores, sean explícitos
(largar un sermón ideológico en medio de una clase de física) o implícitos (advertir
con un susurro al alumno que copia que no insista y dejarle terminar el examen
sin humillaciones). La expresión “educar en valores” en una tautología. Nada aporta
lo que se predica al sujeto.
Por supuesto, aquel
profesor del instituto y aquel jovenzano de la Autónoma, además de enseñar
literatura y lengua española, educaban en valores. Algunos puristas recurren a la falsa
distinción entre “enseñar e instruir”.
Alegan que lo adecuado sería instruir, es decir, convertir el proceso educativo
en una transmisión de conocimientos objetivos sin mezcla de opiniones,
creencias, ocurrencias o ideologías de clase. El ser humano no está dotado como
especie para realizar esta separación, por lo demás indeseable. Distinguir a un
maestro o calar a un pisaverde es un elemento esencial del proceso educativo. Y
lo que vale para la escuela vale para la vida.