domingo, 27 de marzo de 2011

Política en familia


A petición reiterada de algunos miembros de mi familia extensa, rompo mi silencio sobre temas políticos, no tanto por sentirme inseguro del suelo que piso, ya que jamás he renegado de esta dimensión de la condición humana, sino por un alejamiento consciente de ciertas miserias de la vida nacional (sobre todo) e internacional (un amplio bocado de lo que Borges llamaba la historia universal de la infamia).

Ante la acusación cariñosa que me arrojan mis parientes de tendencia a la especulación gaseosa, de indefinición y falta de compromiso, sólo puedo anunciar que lo que sigue es el grado más alto de concreción que me permito (no pienso, por tanto, hablar de la sucesión de Zapatero, ni de otras profecías propias de una tertulia). No obstante, sentado en un confortable restaurante los viernes por la noche, tras dos Martinis con ginebra antes de hojear la carta, puedo abrumar con mis ocurrencias a un politólogo experto. Sólo tenéis que invitarme por si me siento inspirado esa noche.

Comienzo, pues, con mis habituales tipologías que tanto os divierten (aplicación de la famosa regla de análisis del método cartesiano) y hacen que me llaméis “inteligente” (si realmente lo fuera no llevaría encerrado en las aulas más de treinta años).
La idea que trato aquí de cocinar es que la actuación del político profesional es tortuosa y turbia al estar condicionada por tres instancias de decisión copertinentes: la separación entre ideología y práctica, los poderes fácticos y la ética social.

En primer lugar, hay que distinguir entre filosofía social (las ideas de los pensadores sobre la sociedad civil), ideología (los planteamientos teóricos de un partido) y práctica (la actuación efectiva de los políticos). El hilo conductor entre las tres, que debería ser sólido y consistente, es cada vez más delgado (una de las claves de la miseria política)... si es que la costura no se ha roto de una vez por todas. La última vez que la clase política dedicó un minuto a los clásicos fue cuando cursaba la carrera de sociología o derecho. Eran los viejos tiempos de aquellos manuales: el Touchard, el Sabine, el Giner, el Ebenstein

Además, los ideólogos están cada vez peor vistos por los partidos. Sólo sirven para redactar el programa electoral y ya se sabe lo embarazoso que resulta, pues fatalmente siempre queda ancho o estrecho y la única solución es ignorarlo.
Y a los políticos situados en el vértice de la cadena alimentaria les crece la nariz cada vez que tocan ciertos principios, no digo ideológicos sino lógicos. ¿Quién puede entender que la izquierda tome medidas ultraliberales y la derecha sea intervencionista?

Pero la gente no vota por razones ideológicas, sino por intereses más prosaicos que afectan directamente a su bolsillo. Por tanto, lo único que cuenta es satisfacer las demandas del voluble electorado. Este es el primer supuesto de la democracia representativa: “el votante siempre tiene la razón” (algunos políticos pregonan incluso que los votos redimen a cargos inculpados en graves causas judiciales).

Asimismo, a los aprendices de brujo de la base militante no les conviene hacerse preguntas, pues en cualquier iglesia pensar es malo y además no conduce a nada, excepto a que el neófito no salga de chusquero.
Los únicos partidos que se atreven a proponer alto y claro sus contornos ideológicos son los que conforman el entramado de la llamada “izquierda real”: comunistas a salvo de la quema, ecologistas verdes por fuera y rojos por dentro (como las sandías), ácratas recalcitrantes, grupos antisistema; obviamente no aspiran a gobernar y su sinceridad es una fuente constante de votos (o sea, de poder y de dinero).

En segundo lugar, a esta altura determinada de los tiempos nadie duda de que quienes realmente detentan el poder no son los políticos sino el capital industrial y financiero. La gran recesión o depresión actual (crisis, un término eufemístico, inventado por la banca) ha sido causada por las especulaciones descontroladas de los magos del dinero. Curiosamente, según parece, ellos son el problema y también la solución.

Los partidos socialdemócratas (el centro izquierda) han desaparecido del mapa de la “Europa de los ciudadanos”. Los únicos políticos “que tienen credibilidad” son los conservadores, la derecha, o sea, los gestores eficientes de los intereses del capital: gobiernan porque hacen lo que cumple a los mercados y no hay más cera que la que arde. Por eso los ciudadanos, que conocen la vieja farsa, votan a la derecha para que los poderosos les oigan y se dignen crear puestos de trabajo en condiciones leoninas. Primero vivir, después filosofar.

En tercer lugar, nada que objetar a la separación radical entre ética y política. Ya me he referido a esta escisión constitutiva en otra entrada del blog. Unas son las reglas de la ética y otras las de la política. Es más, un político que orientase su actividad por la ética sería un mal gestor de la cosa pública, un dirigente contrario a los intereses del Estado. Un político de casta debe aparentar ser ético, y, si es posible, serlo por razones políticas, pero en ningún caso tomar la moralidad por norma o criterio de la acción.

Querida familia, próxima y lejana, ¿Os hacéis ahora una idea más precisa de cuáles son mis ideas políticas? ¿De a quién voy a votar en las próximas elecciones? Sí… Pues ya sabéis más que yo.

domingo, 20 de marzo de 2011

El libro electrónico


Es curioso lo mucho que me recuerdan los libros electrónicos o E-books a las tablillas de arcilla que se usaban en Mesopotamia para escribir con una caña afilada los caracteres cuneiformes. Según dicen, estos signos representaban sonidos y conceptos, por lo que aprender a leer y escribir resultaba muy difícil. Si alguien quiere saber algo más sobre la apasionante historia del libro, desde las primeras tablillas asirias o los bellísimos papiros egipcios (tengo empapelados los pasillos de mi casa de papiros falsos comprados en un Egipto de pega) hasta los libros digitales, le recomiendo esta aceptable página web…


Lo cierto es que las primeras me interesan más que los segundos. Pero esta vez no quiero hablar de tablillas mesopotámicas sino de libros digitales.
Mi punto de vista -que no es cosa con sustancia- sobre tales plataformas no es propiamente apocalíptico (condeno y sea anatema), ni purista (sólo hay que leer primeras ediciones encuadernadas en cartoné y tafilete) o integrado (se trata de un avance decisivo de las nuevas tecnologías de la comunicación y bla, bla, bla).
No quiero hacer el patético papel de un Savonarola cualquiera que organiza en la plaza pública una hoguera de las vanidades para que los iluminados arrojen a las llamas todo tipo de artefactos con pantalla; tampoco deseo representar la cargante erudición de los bibliófilos (hay un paralelismo evidente entre las elucubraciones que hacen los enólogos pedantes sobre un gran reserva y las de los manieristas del libro sobre un mamotreto de anticuario); ni mucho menos soplar la trompeta de los patricios de telépolis, la sociedad virtual que nos envuelve (y en el fondo, una divertida parodia de La Ciudad de Dios agustiniana).

No pongo en duda que los libros digitales tengan ciertos usos tolerables. Se comprende que un árbitro de golf que vaga por las verdes calles en su buggy para dictar sentencia sobre la posición de una bola hundida en el escote de una dama, lleve las seiscientas páginas de las reglas del Royal & Ancient Golf Club of St. Andrews en un E-book. También que un abogado especialista en derecho penal acuda a la corte con su fárrago embutido en un libro digital. Asimismo, al opositor, que prepara la encerrona en un solitario despacho, posiblemente le resulte más cómodo, y acaso más útil, prescindir de las tres maletas de tostones y llevar el espíritu absoluto encerrado en una nueva versión de la lámpara maravillosa.

En realidad, la única razón por la que me compraría el invento mágico (cuando valga tres veces menos) no es otra que la comodidad de leer en formato doc o pdf los ensayos, relatos y sonetos sin publicar de mis amigos (impredecibles, igual que los míos). También los libros electrónicos me parecen adecuados para leer comics, pero no para disfrutar de pinturas, fotografías o arquitecturas: la pantalla es demasiado pequeña y se pierde calidad y detalle (además, para eso existen otros soportes). Por último, pueden servir para hacer sudokus, crucigramas y jeroglíficos en el metro (el lugar natural de los libros electrónicos).

Conozco dos perfiles de usuario del libro digital.
El primero es el adicto a las plataformas informáticas que se compra, tras ardua comparación entre marcas, el invento más caro del mercado con el único fin de dominarlo: conocer sus utilidades infinitas (una página puede ir en color añil con caracteres góticos), descubrir sus comandos más íntimos (un marcador encriptado de términos eróticos), trastear sus conexiones con otras pantallas (desde la tableta digital hasta el telefonillo de la puerta), bajarse dos mil libros, cambiarlos, craquearlos, ordenarlos por bits… y finalmente hartarse del trasto y arrinconarlo sin haber leído nada, excepto las instrucciones del aparato y las ayudas en línea.
El segundo es el que se siente incapaz de acabar en seis meses una novela de Ken Follett. Creo sinceramente que no pasa nada porque no te gusten los libros; la vida es tan abundante en promesas que puedes partir feliz al otro mundo sin pasar página en este. Pero nuestro perfil no se conforma con menos y espera del libro digital la ocasión de redimir sus carencias mal llevadas. He visto a cierto ingenuo mirar hipnotizado en su ciberpantalla Los miserables de Hugo ¡En francés!... Vanidad de vanidades. Es el mismo que afirma, como premisa de su fatal batacazo, que en un E-book caben más de mil quinientos libros de papel, síntoma infalible de su aversión por las bibliotecas de carne y hueso. Que “pesa poco”, señal de que nunca ha sostenido con placer un libro en sus manos. Que no tiene que llenar la maleta de tomos al salir de vacaciones, rúbrica final de que no sabe leer y cualquier libro le aburre.

Pues bien, mi tesis es que la mayoría de las obras de literatura y filosofía, el tiempo perdido de Proust o las críticas de Kant, fueron escritas para ser leídas exclusivamente en libros editados con tipos móviles según la variedad de modas y estilos de la galaxia Gutenberg. Cualquier otra forma de lectura es inaceptable y en muchos casos aberrante. El argumento manido de la inadaptación generacional de quienes sostenemos tal postura no vale, pues la tesis, fundada en la adecuación entre cultura material y espiritual, prescinde del presente y toma su fuerza de la historia.
Toda obra de arte incorpora un componente contextual. Tom Jones de Henri Fielding, Eugene Oneguin de Alexander Pushkin, El castillo de Kafka no pueden ser leídos en soporte digital sin violentar su significado cultural y su valor estético. Es igual que si colgásemos un cuadro de Rubens en la sala de ordenadores de una multinacional o una escultura de Rodin en el cuarto de torpedos de un submarino. En ambos casos condenaríamos a la obra de arte a un consumo ajeno a su creación y estaríamos en presencia de una nueva modalidad del kitsch. Esto no quiere decir que todas las creaciones literarias sean incompatibles con el libro electrónico. En absoluto. Un ejemplo válido son las excelentes novelas de Paul Auster.
Por lo demás, no me considero un bibliófilo. Cuando me cambié hace unos años de piso regalé más de trescientos libros por cuestiones de espacio e incluso tiré unos cuantos (bastantes) porque no me interesaban o tenía ediciones mejores. También es verdad que cuando presté a regañadientes la Poesía y prosa de Leopardi en la edición bilingüe (y descatalogada) de Alfaguara, cada ocho horas miraba desconsolado el hueco del anaquel y no dormí en condiciones hasta que milagrosamente me lo devolvieron.

Estoy seguro de que a mi amigo Antonio Castellote no le importa que os invite a leer una de sus estupendas bernardinas como ilustración de lo que distingue a un libro real de otro virtual.

lunes, 14 de marzo de 2011

Diccionario filosófico. Felicidad


Hay dos formas de entender la felicidad: como hábito o como epifanía. Como moral paradigmática o como moral enigmática.

La primera entiende la felicidad como autorrealización, perfeccionamiento y modo de vida. Así la concebía la cultura griega a través de las distintas figuras de la conciencia ética: el guerrero homérico de la Época oscura, el héroe trágico de Sófocles, el filósofo ateniense, el sabio de la época helenística… Posteriormente, el santo cristiano, el caballero medieval, el cortesano renacentista, el burgués moderno, el obrero revolucionario…

Mientras que la primera versión de la felicidad se centra en la construcción de la identidad personal con arreglo a unos cánones de actuación susceptibles de una mejora indefinida, es decir, hábitos, la segunda se funda en lo contrario: en la presencia de ciertos sucesos irresistibles, la ausencia de leyes, la influencia de causas remotas, la ignorancia de patrones históricos o existenciales.

Dice Giorgio Agamben, al comienzo de su artículo Magia y felicidad, que Walter Benjamin sugirió en una luminosa ocasión que la primera experiencia traumática del niño (su primer contacto brutal con el principio de realidad) no es que los adultos tengan la capacidad de imponerle un mundo que exige una comprensión lenta y costosa, sino la incapacidad de los adultos para la magia.

Aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y nuestras fatigas no puede, en efecto, hacernos verdaderamente felices.

La siguiente invocación de Agamben a favor de una moral enigmática es también concluyente. La escisión insalvable entre las dos versiones de la felicidad, oscura para la mayoría de los filósofos (cegados por dar razón de la felicidad paradigmática), no se le escapo al genio infantil de Mozart, quien en una carta al abate Bullinger, preceptor y amigo de la familia, dice:

Vivir bien y vivir feliz son dos cosas distintas, y la segunda sin duda no me sucederá sin algo de magia. Por eso debería ocurrir algo en verdad fuera de lo normal.

(¿Es posible que el genio de Salzburgo pensara más tarde que sus grandes óperas formaban parte de su vida habitual como compositor? No lo creo. Recuerdo la carátula de una grabación de Las bodas de Fígaro en la que se veía a un coro de ángeles sosteniendo la partitura. Ese es el sentido de la felicidad).

La felicidad no es un estado habitual sino un momento puntual. La felicidad como epifanía, como magia o enigma, no depende de las capacidades adquiridas y los hábitos, sino de la presencia de ciertas claves azarosas, de un ábrete sésamo, de un encuentro inesperado, del genio de la lámpara, del don de los dioses, de la gallina de los huevos de oro, del azar, de la coincidencia de los astros.

La esencia de la felicidad no es la duración sino el instante, no la sabiduría sino el misterio, no la virtud sino la fortuna.

Frente a la concepción paradigmática de la moral, la felicidad nunca es algo que se pueda conseguir mediante el esfuerzo, ni tampoco un regalo que se pueda merecer o una actitud que se pueda aprender.

Pero nosotros (el niño en nosotros) no sabríamos qué hacer en absoluto con una felicidad de la que podamos sentirnos dignos. ¡Qué desastre si una mujer nos ama porque nos lo merecemos! ¡Qué aburrimiento la felicidad como premio o recompensa de un trabajo bien hecho!

La felicidad huye en primer lugar del sentido del deber, después de los principios, más tarde de la virtud, finalmente de cualquier elaboración racional. La felicidad no constituye ninguna figura de la conciencia en la que el sujeto fija y define, es decir posee, su objeto.

Es más, quien cobra conciencia de ser feliz es porque ya ha dejado de serlo.

La auténtica felicidad mantiene con el sujeto una relación paradójica: los felices nunca son conscientes de serlo, excepto en la magia, la única figura de la conciencia en la que un hombre puede decirse y sentirse feliz, pero no saberse, porque tal felicidad es algo que no le pertenece.

El mito del paraíso terrenal debe ser interpretado de este modo: el castigo por la expulsión es la imposibilidad de conservar el estado de felicidad permanente que nos estaba reservado. A partir de aquel momento, el hombre está condenado a esperar sin saber lo que le espera.

El hombre puede ser infeliz de forma constante, pero no lo contrario. La suposición de un paraíso en el que somos felices todo el tiempo es una sublimación de nuestras limitaciones y carencias.

Otra versión del paraíso perdido. La frase que se atribuye a Kafka: Existe la esperanza, pero no para nosotros, no significa que la felicidad no exista, ni que no pueda alcanzarse, sino que es imposible interpretar, propiciar, predecir, anunciar sus fugaces apariciones. Quizás nunca se presenten.

La anterior sentencia de Kafka (que recuerda las sombrías estancias de los juzgados de El proceso) debe ser entendida así: existe la esperanza, pero no depende de nosotros.

Hay en todo hombre un destino trágico y un destino mágico. El primero exige de nosotros la fortaleza de ánimo y la voluntad, pero su fuerza vital es el dolor. El segundo es la puerta angosta de la felicidad. El resto son hábitos.

La concepción mágica, enigmática, de la felicidad es la única posibilidad de transitar por la senda olvidada de una ética superior.

lunes, 7 de marzo de 2011

Diccionario filosófico. Falacias


¿No recordáis la expresión:”lo que dices es más falso que un duro de plomo”? Las falacias son falsos argumentos, explicaciones que aunque no son correctas pretenden serlo y, lo que es peor, a primera vista pueden parecerlo. Desgraciadamente las falacias abundan de manera incontrolada en la vida diaria, en la discusión conyugal, en el bar, en la tertulia, en el aula, en el parlamento, en el púlpito.
En realidad no hay ningún método que nos libre automáticamente de su uso y abuso. El único consejo que cabe es mantener una actitud vigilante ante ciertas explicaciones, aunque el problema es que a lo largo del día no hacemos otra cosa que decirlas y escucharlas. Seamos conscientes de que engañar a los demás, dejarse engañar por los demás y, en definitiva, engañarnos a nosotros mismos, es el camino más seguro hacia el menosprecio y la infelicidad.
Deberás ser precavido con las siguientes falacias.

Falacia ad hominem. Es la más conocida. En lugar de analizar una tesis o idea y criticar las razones que la sostienen, la consideramos falsa atacando (desautorizando, desprestigiando, ninguneando) a la persona que la mantiene.
¿Os suena esta música celestial?
Si lo dice mi suegra no puede ser cierto.
Otra vez insisten nuestros adversarios políticos en las mismas mentiras sobre los casos de corrupción en nuestro partido… ¿Por qué no dicen nada de los muchos y más graves que tienen en sus filas?
No podemos tener en cuenta en esta ponencia lo que opinan sobre la marginación unos emigrantes recién llegados a España.

Falacia ad ignorantiam. Una tesis o idea es verdadera sólo porque no podemos probar que es falsa y viceversa.
¡Quién no ha acabado harto de ciertos posibilismos metafísicos!
No se puede comprobar que el hombre no tenga un alma espiritual, ni que no haya vida después de la muerte, o que podamos contactar con los espíritus de nuestros antepasados, por lo tanto…
Más allá de la mente y la conducta aparece la conciencia moral, un faro ineludible que alumbra lo bueno y lo malo, en consecuencia….
No hay ninguna prueba científica en contra de una inteligencia creadora y ordenadora del universo, así que...

Falacia ad verecundiam. Una tesis o idea es verdadera por la autoridad intelectual, política, moral o religiosa de quien la mantiene.
Obviamente, lo más cómodo es pensar con la cabeza de otro.
No sé por qué discutes esa afirmación universal de Don Miguel de Unamuno.
Si el obispo de mi Diócesis afirma que el fin primario de la sexualidad (dentro del matrimonio) es la procreación y el fin secundario la satisfacción de la concupiscencia, sin duda será cierto.
La única libertad para un militante comunista consiste en obedecer las consignas del partido y de la historia.

Falacia ad baculum. La aceptación de una tesis o idea no se debe a las razones que la sustentan sino a las amenazas explícitas o implícitas que se presentan como razones.
De nuevo recurrimos a las malicias de la clase política y sacerdotal.
Votadnos sí o sí, porque si gana el partido contrario toda suerte de plagas y desastres caerán sobre la patria: nosotros o el caos.
La sola posibilidad del infierno hace de la fe religiosa una realidad necesaria.
Contraer matrimonio es la mejor opción de una pareja, pues si no lo haces puedes ocasionar a tus hijos numerosos perjuicios sociales.

Falacia ad populum. Se apela no a las razones sino a los sentimientos insatisfechos del interlocutor para conseguir la aprobación de un argumento.
Los anuncios publicitarios son ricos en filtraciones populistas.
Si usas tal marca de coche, de colonia o de corbata, el mundo te saludará de otra manera y las chicas caerán rendidas en tus brazos.
Si no quieres que te vuelvan a excluir y en la próxima entrevista consigas el trabajo, reserva tu matrícula en la academia “El inglés en tres semanas”.
Deposita tus ahorros en tal entidad bancaria: es la única a la que le interesan tus problemas personales y profesionales.

Falacia ex populo. Se defiende una tesis o idea aduciendo que por unanimidad o por mayoría (probada o no) todo el mundo está de acuerdo con ella, y, por tanto, hay que aceptarla.
Es la base o fundamento de la omnipresente demagogia barata.
La opinión predominante es que estudiar Latín y Griego no vale para nada.
Que lo hayan elegido presidente en las últimas elecciones le absuelve de cualquier responsabilidad en los delitos que se le imputan.
Si la mayor parte de la gente piensa así, será lo correcto.

Falacia de la falsa causa. El error argumental consiste en establecer una relación causa-efecto sin una base empírica suficiente. También en confundir una correlación con una relación causal entre dos hechos.
De las diferencias morfológicas observadas por los neurólogos entre el cerebro del hombre y de la mujer no se sigue nada.
No está comprobado en absoluto que la homosexualidad sea una patología física o mental.
Tampoco está comprobada una relación causal directa entre los tumores y el tabaco.
Esta falacia es también el origen de las supersticiones favorables o desfavorables: sabemos que las series del número 2000 de la Lotería de Navidad fueron las primeras en agotarse el año en que se anunció el cambio de siglo.
Por otra parte, no es lo mismo una correlación entre fenómenos (la edad correlaciona con la altura en el niño) que la causa (la causa del crecimiento no es la edad).

Falacia de la relación asimétrica. No podemos convencer a nadie de una tesis o idea cuando quien la sostiene practica con frecuencia lo contrario.
La educación ciudadana de un joven sobre la honestidad resulta inconsistente cuando contempla a los políticos de cualquier pelaje apropiarse sin rubor de los fondos públicos.  
No se puede predicar la castidad y la continencia cuando numerosos miembros del mismo credo se dedican a todo tipo de desmanes sexuales.

Falacia de la generalización precipitada. La cometemos cuando a partir de unos datos claramente incompletos o inadecuados establecemos una generalización que damos por buena.
Se trata del viejo problema de la inducción incompleta y los estereotipos.
Todos los hombres son iguales.
Los andaluces son frívolos, inconstantes y perezosos.
No puede ser bueno para la salud dormir tanto…
Leer demasiado conduce a la introversión y al aislamiento social.

Falacia de las diferencias significativas. Que no haya diferencias relevantes entre dos posiciones, no implica que no las haya con una tercera sobre el mismo tema.
Puedes hacer con tu vida y tu salud lo que creas conveniente, pero ciertas justificaciones al respecto no son válidas en sentido lógico...
Fumar dos cigarrillos de marihuana al día no es peligroso, incluso puede ser estimulante. Fumar marihuana no implica riesgos serios para la salud, se sabe que es beneficioso en ciertos aspectos. Tomar drogas, si lo tienes controlado, no tiene peligro de adicción y sólo se vive una vez... Y sigue y sigue.

Falacia de la ambigüedad. La utilización en una argumentación o discusión de términos poco precisos semánticamente, proporcionan un margen de maniobra tan amplio que nos permiten sostener cualquier cosa.
Las inevitables, interminables y tediosas discusiones sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres que proliferan en todos los ámbitos imaginables (incluido el lecho amoroso) se basan en el abuso de esta falacia.

Falacia de los términos aseguradores. Son expresiones cuya intención argumental o dialógica es presentar una tesis o idea como cierta e indudable, sin más, evitando su cuestionamiento y creando a su alrededor un falso cinturón de seguridad y certidumbre. “Es evidente que”, “Está demostrado por la ciencia que”, “Es sobradamente sabido en la actualidad que”... puedes poner a continuación lo que quieras.

Falacia de los términos sesgados. Algunos términos y expresiones incorporan connotaciones positivas o negativas. Creencias religiosas y políticas, prejuicios raciales o sexuales, tópicos sociales... están cargados de un significado bipolar (peyorativo-apreciativo) que contamina el argumento de un modo irreparable. No es lo mismo, referido a un católico, decir “creyente” que………, referido a un político, decir “conservador” que………, referido a un africano, decir “hombre de raza negra”, que………, referido a una lesbiana, decir “su orientación sexual es”, que……… etc.
Una variante de esta falacia son las definiciones no neutrales o persuasivas de un término que las priva de una mínima objetividad y convierte la argumentación en tendenciosa.
Se puede definir Internet como “el paraíso de la información, de la libertad de expresión y del trabajo útil”, o como “el ámbito de la pornografía, la delincuencia y la soledad”.

Continuará

Se admiten ejemplos originales que ilustren cada tipo de falacia.
También son bien recibidos nuevos tipos de falacias.

viernes, 4 de marzo de 2011

El ocaso de los dioses


Los primeros romanos veneraban a un número incontable de espíritus, denominados númenes (numina), que regían las fuerzas de la naturaleza y las acciones de los hombres.
Los númenes, a los que había que complacer para que fueran propicios, eran poderes misteriosos o deidades que formaban parte de los seres y de la vida.
Cada rincón del bosque, cada camino, cada fuente, cada árbol, cada actividad humana tenía su numen, por lo que se llegó a decir que en Roma había más dioses que hombres…
San Agustín (354-430), en un capítulo punzante y tendencioso de La Ciudad de Dios, describe las tropelías, en su versión, de la religión romana primitiva; la exposición del filósofo cristiano (que atribuye a los maestros paganos) es además errónea, ya que a lo largo del capítulo IV, titulado La grandeza de Roma como don adivino, mezcla los dioses olímpicos del panteón grecorromano con los númenes.
Los acotados obviamente son míos.

OPINIÓN DE LOS MAESTROS DEL PAGANISMO, SEGÚN LA CUAL LOS DIVERSOS DIOSES SE IDENTIFICAN CON JÚPITER

Es, en fin, él mismo [Júpiter] indefectiblemente quien está en aquella caterva de dioses semiplebeyos [númenes]. Él es quien preside, con el nombre de Líber, las efusiones seminales el hombre, y con el nombre de Líbera las de la mujer [sic]; él, Diéspiter, quien conduce el parto a buen fin; él mismo, la diosa Mena, está al frente de las reglas femeniles; él, Lucina, es invocada por las parturientas. Es él quien presta ayuda a los recién nacidos, recibiéndolos en el regazo de la tierra con el nombre de Opis [numen de la abundancia], y les abre la boca a los primeros vagidos con el nombre del dios Vaticano, y con el de la diosa Levana, quien los levanta de la tierra [al nacer un niño lo ponían desnudo sobre la tierra; para considerarlo legítimo lo tenía que levantar el padre o alguien que lo representara]; y él quién protege la cuna y se llama Cunina.

Nadie más que él es quien está entre las diosas que le cantan el destino a los recién nacidos, llamadas Carmentas; se llama Fortuna cuando preside la suerte, y en la diosa Rumina es él quien hace fluir la leche del pecho materno a los labios del lactante (antiguamente a la mama se la llamó “ruma”).
Regula Júpiter la bebida en la diosa Potina, y en Educa la comida. Se llama Paventia cuando se relaciona con el pavor que sienten los niños, y Venilia con la esperanza en lo que vendrá; Volupina con la voluptuosidad, y Agenoria [diosa de la industria y la actividad] con la actuación. Recibe el nombre de la diosa Estímula [diosa que excita el deseo sexual] por los impulsos que hacen al hombre sentirse estimulado a la actividad excesiva [hacer el amor con desenfreno], y de Estrenia cuando infunde coraje; Numeria porque nos enseña a numerar, y Camena a cantar. Es también el dios Conso, porque da consejos, y la diosa Sentia, que inspira las opiniones. Y la diosa Juventa, quien pasada la edad de vestir la toga pretexta [prenda de vestir distintiva que llevaban los niños menores de dieciséis años], apadrina la entrada en la edad juvenil.

Júpiter es, además, la diosa Fortuna Barbada, la que cubre la barba de los adultos. (No veo por qué no han querido, en honor a ellos, que esta curiosa divinidad fuera del género masculino). (…)
Él mismo sigue siendo el dios Yugatino, quien enlaza a los cónyuges [en la ceremonia matrimonial], y en el momento de desatarle el cinturón a la recién casada [tras la entrada de los conyuges en el tálamo o cámara nupcial], es él invocado con el nombre de Virginiense. En fin, es Júpiter el mismo que Mutuno o Tununo, para los griegos Príapo [dios menor rústico de la fertilidad; se solía representar con un enorme falo en perpetua erección o en posición fálica, símbolo de la fuerza fecundadora de la naturaleza].

Si no les produce sonrojo, es Júpiter quien se identifica con el desempeño de todas estas funciones que acabo de citar y las que he omitido (no las pretendo citar todas); él está en todos estos dioses y diosas, bien bajo la modalidad de ser partes diversas suyas, como pretenden algunos, o bien la de ser sus atributos, como prefieren los partidarios de llamarle “el alma del mundo”, sentencia ésta seguida por los maestros de más relieve.