viernes, 29 de junio de 2012

Diccionario filosófico. Derecho.


La legalidad es la capacidad del poder político para promulgar las leyes o normas jurídicas que regulan la sociedad civil (es decir, de los individuos en cuanto ciudadanos).
El significado del derecho contrapone a cuatro escuelas filosóficas: el positivismo jurídico, el naturalismo jurídico, el universalismo ético y el materialismo histórico.
La principal tesis del positivismo jurídico es la separación radical entre derecho y ética ya que son independientes (son lenguajes con reglas propias e irreducibles).
Esta escuela entiende que el derecho es una mera práctica especializada que sirve para regular eficazmente las relaciones sociales, pero en sí mismo no es justo o injusto (aunque, si es posible, sea preferible lo primero). Un código legal puede ser inaceptable en sentido ético (por ejemplo, el código civil de una dictadura) y, sin embargo, estar correctamente formulado en sentido técnico-jurídico. El legislador es un mero especialista encargado de construir leyes útiles para el funcionamiento de una forma histórica del poder. El derecho está subordinado a la política.
El naturalismo jurídico es una corriente de la filosofía del derecho cuya tesis es que las leyes deben estar basadas en normas morales universales e inmutables. Esta teoría tiene, en general, un fundamento teológico ya que tales normas (la llamada “ley natural”) son deducidas mediante el análisis de las tendencias o inclinaciones de la naturaleza humana… creada por Dios. Cualquier formulación jurídica es injusta si no respeta los dictados de la ley natural: la función del derecho consiste en desarrollar sus normas para adaptarlas, sin que varíen en lo esencial, a las circunstancias históricas concretas. La Iglesia católica es la principal defensora de esta posición, aunque los planteamientos políticos fundamentalistas, incluido el cristiano, son versiones reveladas del mismo concepto. El derecho está subordinado a la religión.
El universalismo ético sostiene que la legitimidad del derecho proviene del acuerdo de las leyes con el contenido de las sucesivas declaraciones de la comunidad internacional sobre derechos humanos. Es distinto del naturalismo jurídico: este último habla de normas permanentes de la naturaleza humana, mientras que para el universalismo tales normas tienen un significado exclusivamente histórico. Los derechos humanos son la expresión del progreso moral de la humanidad. El derecho está subordinado a la ética.

Para el materialismo histórico, el derecho es una superestructura, es decir, el conjunto de formaciones simbólicas que se levantan a partir de un modo de producción y configuran las ideas y valores de una cultura. El derecho es una ideología, es decir, una representación de la sociedad civil cuya función es racionalizar las relaciones económicas en un período determinado de la historia.

El derecho burgués, por ejemplo, es la superestructura justificadora del modo de producción capitalista. El Estado liberal se constituye como una democracia formal cuyos principios, según el materialismo histórico, están al servicio de la clase dominante. La igualdad ante la ley, el derecho de propiedad, los derechos y libertades individuales, ¡los derechos humanos!, son privilegios políticos de la clase que posee los medios de producción. El derecho está subordinado a la economía.

lunes, 25 de junio de 2012

Hooper en la Thyssen


No se pierdan por nada del mundo la exposición antológica sobre Edward Hopper (1882-1967) en el Museo Thyssen-Bornemisza. Copio de la web:

La exposición reúne la más amplia y ambiciosa selección de la obra del artista estadounidense que se haya mostrado hasta ahora en Europa, con préstamos procedentes de grandes museos e instituciones como el MoMA y el Metropolitan Museum de Nueva York, el Museum of Fine Arts de Boston, la Addison Gallery of American Art de Andover o la Pennsylvania Academy of Fine Arts de Filadelfia, además de algunos coleccionistas privados, y con mención especial al Whitney Museum of American Art de Nueva York, que ha cedido 14 obras del legado de Josephine N. Hopper, esposa del pintor.

Para mí, Edward Hooper es el gran pintor norteamericano, superior a  Georgia O'Keeffe, Andy Warhol o Roy Lichtenstein.
La primera impresión que producen sus cuadros es la imposibilidad de reproducirlos por medios técnicos. La conocida tesis de Benjamin admite matices para la pintura y la música. Es abismal la distancia entre los originales y las imágenes digitales, incluso que las ilustraciones del catálogo. Comprobamos también que las obras se encuentran en admirable estado de restauración.

Su fondo es el silencio. Es indiferente que sean cuadros de exteriores o interiores, de paisajes o personas. Me recuerdan a las pinturas metafísicas de Chirico, alojadas en un espacio hermético en el que no se trasmiten las ondas sonoras, los trenes no silban, las plazas no emiten radiación de fondo, no se oyen los ruidos domésticos, las imágenes no hablan.
La sensación opresiva de soledad e incomunicación es la consecuencia del silencio. Los personajes de Hooper son mónadas sombrías, seres sin puertas ni ventanas, figuras que nos invitan a penetrar su sentido sin traspasar los umbrales. Un ámbito inhóspito que se intuye en los detalles: un piso con una mujer que parece el último habitante de la tierra, una ventana por la que entra un sol que no calienta, la terraza que mira al páramo abstracto o la trasera de una fábrica en la mañana vacía del domingo. Nada es reconocible, tampoco hostil, acaso intolerable.

Nos encontramos ante situaciones anteriores a lo que consideramos hechos. ¿Recuerdan el atardecer en una estación de ferrocarril en la que se siente la emergencia de poderes que se filtran por los resquicios del mundo? Hooper utiliza la vida cotidiana como premisa de lo insólito. Se sirve del realismo para mostrar su contrario. Emplea la escena social para forjar la pesadilla. Fíjense en la existencia crepuscular, resignada, incluso satisfecha del empleado de una estación de servicio en una carretera perdida al borde del bosque por la que circula un coche al mes, con una curva que oculta el misterio de los espacios sagrados, no hollados todavía por el hombre. O la oficina de la gran ciudad tras cuyos cristales (un cuadro en el cuadro) se vislumbra el ritual de una secretaria, parodia urbana de la jornada laboral. Espanta en ambos casos la sensación de normalidad corrompida que surge del relato.

O las casas-arquetipo, antropomorfas, construidas en los grandes espacios rurales del medio oeste americano, despobladas o con unos moradores que nada añaden a la consistencia del inmueble; casas sin el sendero que llega a la puerta, con unos habitantes que parecen no haber salido jamás de allí. Que llevan vidas aisladas, divergentes, incluidos los niños y los perros, una trasgresión insoportable de la inocencia.
Edificios llenos de influencias animistas que sugieren el enigma en un lenguaje que ignoramos, que haría peligrar nuestra cordura. Los hoteles y las cafeterías son aparte. Descontextualizados, no sabemos dónde estamos, sus huéspedes son símbolos del tedio y el desaliento. La potencia vital asociada a los viajes, a los lugares confortables, se transforma en apatía depravada, en mal presentimiento.   

O el agregado de individuos, ni siquiera un grupo, que toman el sol en un rincón perturbador. Máscaras impenetrables que tras una mirada atenta son imposibles de comparar con nuestros semejantes. Al mirarlos, fallan las categorías de la vida: quiénes son, dónde están, qué hacen, qué dicen, qué sienten, qué esperan… Sugieren la existencia de universos paralelos, de limbos peores que el nuestro. Lugares donde las flores susurran la palabra prohibida o los pájaros guiñan un ojo desde su jaula.

lunes, 18 de junio de 2012

Del orden


Por mucho que los filósofos franceses à la mode insistan en que la vida es diferencia, azar y singularidad (incluso en sentido cuántico), ocurre lo contrario: el principio que rige la naturaleza y la cultura es el orden.

El orden son las estaciones, las leyes físicas, los placeres y los días, las tres edades del hombre (del cuadro de Giorgione), el trabajo, las tardes a las tardes son iguales, la sucesión indefinida de intervalos regulares... También la identidad personal y los hábitos. La vida en su máxima generalidad es el triunfo del orden sobre el caos.
Propiamente no pensamos el orden, sino que somos pensados por él. El orden de los conceptos, la ciencia, es la treta sutil de la materia para pensarse a sí misma. La materia se hace consciencia para saberse un orden regular de relaciones: para reconocerse como sistema. El orden cósmico (una repetición de los términos) es el desarrollo del espíritu que retorna para sí pleno de sabiduría. Incluso los maestros de la diferencia, Heráclito y Nietzsche, se doblegaron al orden subyacente. Detrás de la apariencia y los fenómenos cambiantes dominan los ciclos cósmicos. Heráclito inventó el Lógos, la razón universal del cambio. Nietzsche creó la tremenda idea del eterno retorno: todo está condenado a repetirse a causa del devenir, volveremos a ser los que fuimos, repetiremos una y otra vez las mismas frases.

Sólo nos alejamos del orden universal en los sueños, la locura, la memoria y el arte. Freud desveló las reglas de los dos primeros: el simbolismo onírico puede ser interpretado, los rituales neuróticos son compulsiones con sentido. Bergson y Proust descubrieron los recursos del recuerdo en la duración y la memoria involuntaria.

En cuanto al arte, su fundamento es la construcción de mundos paralelos, autónomos, exclusivos. Lo que convierte al arte en un enigma ajeno al orden es su carácter de realidad aparte, autosuficiente, refractaria a cualquier encajamiento en la necesidad de los hechos. El arte sólo existe en el arte, en el cuadro, en la partitura o en las hojas de un libro. En el arte, la pregunta por el mundo permanece intacta; la obediencia al orden, la certeza de pisar terreno firme, traiciona su sentido. Sólo en la permanente suspensión del juicio salva su momento de verdad; lo que ofrece no es el símbolo fiel o la sentencia firme, sino las huellas, veladas de grises, de una parábola sin clave.

La fabulación es la única forma de oponerse al orden establecido, de ponerse al otro lado de las cosas. Carroll inventa para Alicia un mundo sin orden, carente de reglas o con reglas que cambian continuamente. Un espacio mágico donde los efectos preceden a las causas, las dimensiones del tiempo se alteran y Alicia nunca es lo que fue o habrá de ser.
El reino de la libertad, la negación del orden, es Finnegans Wake de Joyce. Que sea una novela ilegible, imposible de traducir, significa que no hay ningún hilo conductor entre el orden real y la creación de mundos posibles; un mundo impensable donde el lenguaje, la sintaxis, el último soporte de cualquier orden, se desvanece. También Ulysses. Al revés: ¡Se imaginan un relato en el que se cuenta la vida ordenada, plana, de un pequeño burgués de provincias a lo largo de un día, un relato en el que no sucede nada fuera de lo común desde la mañana a la noche! Lo razonable, la sacralización de las rutinas, es la categoría de un orden social irracional.
O la novela de Beckett El innombrable (el irlandés con cara de pájaro), final de la célebre trilogía. El título es un anuncio contra el orden: un personaje inclasificable, sin reglas de identidad, que se adentra en un mundo nuevo de límites desconocidos, por construir. Un sujeto fragmentario, sin permanencia en el tiempo, a solas con un lenguaje sin gramática, sin función comunicativa dentro del relato y apenas con el lector. Así comienza la odisea interior del innombrable: ¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo, Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto adelante...

P.D. La filosofía no interpreta objetivamente el mundo y mucho menos lo transforma, tan sólo se interpreta y se transforma a sí misma. Su método: la varianza, errar por la dispersión. Por eso es un género literario.

viernes, 1 de junio de 2012

Charlar por charlar



Comentaba a mi cuñado, antes de entrar al Teatro de la Zarzuela, que uno de los rasgos de la sociedad norteamericana es el papel central que otorgan al sexo (vean las películas de Woody Allen o lean las novelas de Saul Bellow): las pulsiones eróticas son el motor de la historia. Ni Freud hubiera llegado tan lejos. Nada que ver con los sufridos países latinos y sus instintos reprimidos, sublimados durante siglos a favor o en contra de la iglesia católica.    

Al salir, tras disfrutar de una enorme Chulapona, Antonio refutaba mis razones. Aducía que los madrileños de comienzos del XX también tentaban con requiebros y puntazos a todo lo que llevaba faldas. Es igual y lo normal, apuntaba, pues no había televisión ni  internet, ni móviles, ni otras menudencias (discrepé en llamar así a las corridas de toros). Tenían el sexo en la cabeza.
Aunque se acepta el argumento -pues perseguían a las hembras hasta el catre del convento, como Don Juan- el oficio de majos y chulapas es distinto. Un ejemplo: al final de la zarzuela, la Rosario obliga a su novio a casarse con una dependienta a la que ha dejado preñada, le da el sí a un viudo añejo que la pretende por obligación y le promete por sentido del deber calzarle las zapatillas, plancharle las camisas y espumar el cocido los domingos, mientras en las noches de invierno frías recuerdo a José María… Nada que ver con los abuelos de los personajes de Manhattan Transfer.

Más tarde, delante de cerveza y tapas, mi pariente volvió a la carga. Se ha puesto de moda en Madrid –decía - un sistema expreso de ligue sin amor. La joven declara al principio las reglas del juego: Tienes derecho al roce pero sin enamorarte, piénsalo bien. Es decir, disfruta con pasión pero prescinde de la oratoria; no me jodas con los rollos del arrimo y de los celos. O sea: si son lo mismo el amor y el sexo, al carajo un embrollo que embota los sentidos. Pero no me cuadra la historia, buena para charlar y poco más. Lo más probable es que sea otra leyenda urbana. Como mucho se trata de un rasgo invisible, xenocéntrico, traído con pinzas de Nueva York.
Con la tercera caña cambié de conversación pero no de rumbo. Lo que me contabas –dije- algo tiene de verdad: el enamoramiento es el sistema de acceso al sexo y al matrimonio (o al revés) en la cultura occidental; pero hay otros. En la sociedad hindú de castas, los padres de la novia eligen al marido que les conviene. Una vez casados, se enamoran. Es la norma. La joven se siente afortunada y su esposo también. Juntos se compadecen de la suerte de la joven occidental que debe decidir sin ayuda ni experiencia. La chulapona contra el mundo. (¿Se imaginan una secuencia-pesadilla en la que Woody, viejo, calvo, bajito y narigudo, escogido por los padres para el himeneo, se pregunta horrorizado cómo le recibirá la princesa, que no le conoce, en sus aposentos, rodeada de fieros eunucos y tigres de Bengala? (¿Qué le digo por amor de Dios?).

Nosotros nos prendamos con retórica sobada. La facundia de chisperos y manolas no se agota; los guiones de Woody siguen y siguen. ¿Recuerdan las pruebas masónicas a que somete a los amantes? Los tratados de metafísica en el tugurio tibetano, las tediosas sesiones de jazz, las exposiciones de pintura infumables, la fauna de la izquierda exquisita…

Durante un tiempo viven en un chiscón con jardín-maceta, cama de agua y cocina americana. Y cuando deciden que se conocen, se casan. Después, la ideología muta en los cinco continentes: se esfuma el código amoroso y se impone un periodo de latencia oculto por otro instinto, la filiación. Con hijos o sin ellos, la curva del eros baja (como todo lo que sube) y los sajones buscan pretextos para salvar la espantada. El giro lo propicia su cultura familiar: no son protectores con la prole, los educan para buscarse la vida y cuando alcanzan la mayoría de edad les invitan a salir del nido. Autonomía de los hijos y de los padres. El catálogo de excusas: incompatibilidad de caracteres, crueldad mental, desajustes emocionales, neurosis, depresión y montones de pastillas. Es el momento de contar la vida durante años a un tipo con barba que cobra 300 pavos la hora y sólo abre la boca para decir: ¿Y usted qué opina de eso? En el diván marido y mujer esperan descubrir los motivos de una decisión que tomaron hace tiempo.
Las diferencias abisales entre sajones y latinos se deben en parte, insisto, a que unos son protestantes o judíos y otros apostólico-romanos. El libre examen de la Biblia, el “peca fuertemente y ten fe” luteranos propician una moral privada e incierta. También el sentido hebreo, tras el desmán imperdonable, del “somos humanos y proclives al error”. Después de todo, los textos sagrados están repletos de historias poco edificantes... mientras Yahveh contempla comprensivo las debilidades de su pueblo. En los países católicos la vida privada no existe por ser las costumbres patrimonio de una cristiandad que juzga y condena según los criterios fiables de la santa madre iglesia. Nueva York no se entera de las piruetas salaces de sus vecinos, mientras el Madrid castizo espía con interés la vida pública de la Rosario.  
En la siguiente etapa hay que reavivar la llama del deseo. Los biorritmos se renuevan. Retornan las pulsiones poliformas y perversas. Hay disponibilidad. El contador se pone a cero. Ahí vamos… La mayoría va por la cuarta ex tentativa. Y que no decaiga. Planteamiento, nudo y desenlace. Es la guerra de los sexos.

Y el espíritu del capitalismo, otra fuente de distancia, concluí. Muchos protagonistas de Allen son escritores, artistas, “trabajadores intelectuales”, gente que se gana la vida en un mercado versátil donde la única medida es el éxito individual, en unas condiciones que nos resultan impensables (a nosotros, que ser funcionarios nos parece una aventura, como al cesante de La Chulapona). Lo mismo están en la cresta de la ola que sin blanca. Un sistema de movilidad social que se extiende a la familia. Es la conocida teoría, símbolo de la idiosincrasia americana, de la vida como inventario de oportunidades. Y su versión moral en clave filistea (preludio del atropello): La vida sólo se vive una vez. Lo que cuenta para chulapas y manolos de la Hispania preburguesa son los tabúes, el honor, la perenne monogamia y el santo matrimonio.