En otra entrada me he referido al mito de la identidad personal. Sabemos que las células, incluidas las cerebrales, se renuevan constantemente. Que nuestra estructura psicológica está sometida a un proceso permanente de transformación: variamos constantemente la percepción global de la realidad, los esquemas cognitivos, los patrones de aprendizaje y la forma de solucionar problemas; por no hablar de las variaciones del carácter y la personalidad. La memoria (último reducto de la unidad del sujeto) nos presenta (y falsea) en cada momento unos recuerdos modificados en el tiempo por avatares y circunstancias. Las necesidades adaptativas exigen a veces que mantengamos nuestros patrones de conducta, que seamos parecidos a nosotros mismos; pero con frecuencia son necesarios giros radicales que nos hacen otros, extraños. La antropología judeocristiana y el derecho penal presuponen la identidad personal como garantía del veredicto divino o humano. El juicio final depende de la suposición de que quien se salva o se condena sea el mismo sujeto desde que nace hasta el final de sus días. La imagen y semejanza del hombre con Dios se basa en la analogía de que en cualquier momento yo soy el que soy. Pero no es así, pues la esencia del hombre es la alteridad: La idea de la unicidad de la persona solo es un pomposo absurdo. Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído.
Como consecuencia de lo anterior, aceptamos que existir es una trama de vivencias que se relacionan para construir una unidad imaginaria a la que llamamos el sentido de la vida. Algo parecido a una novela costumbrista; pero la vida no funciona como un relato. La esencia de las acciones humanas es la dispersión. El único principio del devenir son los saltos. La vida es el reino de la discontinuidad. La mayoría de nuestros actos son aislados, a veces abismalmente; tampoco dependen unos de otros para ser comprendidos y en numerosas ocasiones son incompletos o inacabados: líneas huérfanas, anacolutos prácticos que concluyen antes de acabar la secuencia y a otra cosa. El escritor o el historiador no podrían explicar tales actos como elementos coherentes. No existe la geometría de la vida, acaso la única metáfora válida sean las líneas paralelas. Cuando tratamos de explicar qué somos, hacemos literatura no escrita. Nuestra vida es un enredo de tales dimensiones que para crear puntos de referencia, para buscar seguridad y orientarnos, pasamos sin transición lógica de la realidad a los símbolos. Sin la capacidad de reinventarnos mediante trucos narrativos nos volveríamos locos. Lo cierto es que no es posible hacer una biografía veraz ni siquiera del último mes. Somos un vasto mosaico de luces y sombras y según para quien. Haría falta toda la pericia de un dios omnisciente para juzgarnos. Nada tienen que ver la vida y la literatura. Son ámbitos independientes. La primera se basa en los hechos y su virtud es la simplicidad; la segunda se basa en la imaginación y su virtud es el ingenio… pues la sabiduría, la unidad de ambas, es inalcanzable. El llamado “mundo de la vida” es una especulación filosófica y nada tiene que ver con ella. Podemos usar en cierto modo la filosofía a favor de la vida y viceversa cuando la transitamos (esto es lo que quería decir Gramsci con la frase “todo el mundo es un filósofo”), pero poco más. La mezcla incontrolada de ambas es el sueño de la razón y el camino de la desdicha.
Como consecuencia de lo anterior, aceptamos que existir es una trama de vivencias que se relacionan para construir una unidad imaginaria a la que llamamos el sentido de la vida. Algo parecido a una novela costumbrista; pero la vida no funciona como un relato. La esencia de las acciones humanas es la dispersión. El único principio del devenir son los saltos. La vida es el reino de la discontinuidad. La mayoría de nuestros actos son aislados, a veces abismalmente; tampoco dependen unos de otros para ser comprendidos y en numerosas ocasiones son incompletos o inacabados: líneas huérfanas, anacolutos prácticos que concluyen antes de acabar la secuencia y a otra cosa. El escritor o el historiador no podrían explicar tales actos como elementos coherentes. No existe la geometría de la vida, acaso la única metáfora válida sean las líneas paralelas. Cuando tratamos de explicar qué somos, hacemos literatura no escrita. Nuestra vida es un enredo de tales dimensiones que para crear puntos de referencia, para buscar seguridad y orientarnos, pasamos sin transición lógica de la realidad a los símbolos. Sin la capacidad de reinventarnos mediante trucos narrativos nos volveríamos locos. Lo cierto es que no es posible hacer una biografía veraz ni siquiera del último mes. Somos un vasto mosaico de luces y sombras y según para quien. Haría falta toda la pericia de un dios omnisciente para juzgarnos. Nada tienen que ver la vida y la literatura. Son ámbitos independientes. La primera se basa en los hechos y su virtud es la simplicidad; la segunda se basa en la imaginación y su virtud es el ingenio… pues la sabiduría, la unidad de ambas, es inalcanzable. El llamado “mundo de la vida” es una especulación filosófica y nada tiene que ver con ella. Podemos usar en cierto modo la filosofía a favor de la vida y viceversa cuando la transitamos (esto es lo que quería decir Gramsci con la frase “todo el mundo es un filósofo”), pero poco más. La mezcla incontrolada de ambas es el sueño de la razón y el camino de la desdicha.
La identidad personal y la unidad de la acción son los dos primeros presupuestos metafísicos de nuestra visión del hombre. El tercero es la comunicación efectiva mediante pensamientos, palabras y obras. Otra ficción antropológica siempre presente aunque más patente en nuestro tiempo. Volveremos.
¿En qué consiste la vida pues? En una sucesión ininterrumpida de haces de impresiones, como afirmaba Hume, el maestro pensador escocés. El ars bene vivendi consiste en pasar el mayor número de ratos agradables con las personas que queremos y poco más. ¡No te compliques la vida, sólo tu filosofía!
¿En qué consiste la vida pues? En una sucesión ininterrumpida de haces de impresiones, como afirmaba Hume, el maestro pensador escocés. El ars bene vivendi consiste en pasar el mayor número de ratos agradables con las personas que queremos y poco más. ¡No te compliques la vida, sólo tu filosofía!
Siempre la misma chorrada
del eterno retorno y todo ese bla, bla, bla.
Mientras yo bebo leche merengada
en la terraza del Zaratustra.
(Houellebecq, Las partículas elementales)