sábado, 22 de mayo de 2021

¡Campeones!

 

Recuerdo el título del libro del escritor y periodista Rubén Amón: Atlético de Madrid, una pasión, una gran minoría, en el que se preguntaba con emoción literaria ¿Por qué no son del Atleti los demás? En el fondo, como decía Fernando Torres, en una de sus frases más felices, casi todo el mundo es del Atleti, pero no lo sabe.

¡Grandes!, campeones de Liga al fin después de una primera vuelta de película y una segunda irregular, a merced de la fatiga, las lesiones y el bicho… Lo hemos pagado en la Champions. Pero bien está lo que bien acaba, escribía el bardo inglés.

Los dos últimos partidos han sido una dura prueba para las arterias. Sabemos que el Madrid nos soplaba en la nuca y eso pone al equipo de los nervios. Un buen amigo madridista me decía, después de felicitarme sin aristas, que “lo malo del Atleti no es que gane, es que lo celebra tres años”. Temo lo de Neptuno porque estoy seguro de que mi hijo anda por allí. No me parece que sea el momento de ir a celebrarlo. Espero que la afición esté a la altura de las circunstancias. Como decía, los dos últimos choques han sido parecidos. El Atleti llega, como casi todos los equipos, con los cuerpos y las mentes al límite; afortunadamente Osasuna y Valladolid no nos han presionado arriba con excesiva convicción. El problema es que nuestro ataque estático es más previsible de la cuenta, repetitivo, algo lento, sus rivales, teóricamente inferiores, ponen el autobús, recuperan y salen a galope tendido. Cualquier despiste (como el de Carrasco hoy) propicia contragolpes con los centrales fuera de sitio… y la cosa se tuerce. En realidad, es lo que mejor hemos hecho siempre, nuestra arma cada vez menos secreta. Jugamos mejor (no hablo de resultados) con los grandes. Al final ha sido Luis Suárez, injustamente tratado por su anterior equipo, quien con dos goles decisivos nos ha dado el título. El Atlético es sobre todo un conjunto, un ensemble, un vestuario sin tensiones personalistas, sin líderes figurones que pretenden ser cabeza del león, ni amiguetes de cumpleaños que conspiran contra el presidente y el míster. El Atleti es un equipo de autor cuya cabeza visible es el Cholo Simeone, alguien que come en la misma mesa que Luis Aragonés (yo le hubiera puesto al nuevo estadio su nombre: lo de Wanda chirría y lo de Metropolitano es historia del glorioso, pero historia). Por cierto, ¡Como ha crecido Correa en el tramo final de la Liga, qué partidazo se ha marcado! Inmensos Oblak, Koke y Llorente. Los demás sobresalientes. El portugués es el futuro. La segunda virtud del Cholo es sacar lo mejor de cada jugador y Joao tiene quilates de sobra. Han hecho bien en no cambiarlo por Griezmann.    

Siempre he creído que la esencia del auténtico deportista consiste en saber ganar y, sobre todo, saber perder. Esta es la tercera virtud del Cholo, un caballero que siempre respeta y habla bien del rival, que sabe reconocer la derrota y nunca despotrica del VAR o de los árbitros (excepto en el área técnica) cuando vienen mal dadas. Hoy somos campeones, mañana nos dan la copa en el Metropolitano y los tres próximos años tenemos cuerda.

Otra vez quiero recordar a mi abuelo Joaquín, socio fundador del Atleti, patriarca de esta gran familia atlética, de esta “religión” laica, que incluye a mi mujer, antes merengona y hoy rojiblanca conversa, mis hijos (especialmente la exquisita deportividad del marido de mi hija y sus padres), mis hermanos, mis primos, y mi nieta de dos añitos que canta ¡Aupa Atleti! sin saber de qué va la cosa y mañana irá al cole con el equipamiento oficial que el año pasado le regalamos crecedero.

¡Por siempre Atleti!

miércoles, 19 de mayo de 2021

La pandemia. Razón y fe

 

Una ocurrencia zumbó sobre mi cabeza la tarde primaveral del viernes mientras leía El día de la independencia de Richard Ford, un excelente narrador cuyo mayor defecto, en mi opinión, son las continuas digresiones sobre los sentidos, sinsentidos y sobresentidos de la vida de su personaje principal, el mismo en todas las novelas. Cuando Ford insistió por enésima vez, con letra de Frank Bascombe, en que nuestro mayor error consiste en aferrarnos al pasado, que es preciso olvidarlo por tratarse de una pasión inútil porque cualquier interpretación forma parte del presente, que, en todo caso, aprendemos del pasado de forma automática, involuntaria, sin fantasías ni disfraces y que gran parte de la desdicha humana proviene de remover aquellos lodos… pensé en llevarle la contraria (un mero juego dialéctico para matar el tiempo); es decir, que el presente es incierto, el futuro impredecible y el pasado luminoso.

Lo cierto es, por tanto, que nos bañamos infinitas veces en el mismo río; que presente y pasado son variantes de las mismas piedras del camino (algo que Ford negaría enfurecido). Hay oposiciones inmutables (Lévi-Strauss), arquetipos universales (Jung), ideas innatas (Chomsky) que lo apoyan. También la teoría nietzscheana del eterno retorno de lo idéntico o la misteriosa mente del psicoanálisis freudiano en la que el pasado está siempre presente y los sueños son la escalera entre ambos mundos.

Un ejemplo histórico, un retorno sorprendente y un salto en el vacío: el tema central que atravesó la Edad Media, la tensión secular entre la Razón, basada en la argumentación filosófica, y la Fe, basada en la revelación bíblica y los dogmas de la Iglesia, podría reproducir algunos aspectos de la pandemia que nos barre.   

La razón está representada, obviamente, por los científicos (médicos, epidemiólogos, virólogos, bioquímicos) no contaminados de ideología: sus logros en la lucha contra la muerte más cruel, la secuenciación del genoma del Covid-19, la búsqueda de su origen, sus formas de transmisión y elusión, su tratamiento (todavía en curso) y su prevención mediante las distintas vacunas (un logro temporal sin precedentes en la historia de la ciencia).

Su correlato medieval son los filósofos árabes, traductores y difusores de la filosofía y la ciencia aristotélica.

La fe, en su versión más irracional, El Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) de Tertuliano, tiene también una abundante representación. En primer lugar, el negacionismo (sus partidarios se llaman a sí mismos “pensadores alternativos”): la “idea”, en su versión más radical, es que el coronavirus no existe, o no tiene la gravedad que se le imputa (algo que sostuvieron y aún sostienen diversos líderes mundiales), que las mascarillas no sirven para nada (o son perjudiciales), que los jóvenes no se infectan o sólo presentan síntomas leves, que la inmunidad colectiva se logra por sí misma, que las vacunas dañan nuestro ADN. Mientras, los cementerios se llenan (también de ilusos). Una modalidad de negacionismo es la de los gobiernos opacos empeñados en desmentir que en su país se hayan producido contagios o bien ofrecen cifras increíblemente inferiores a las que la trágica evidencia después confirma.

Su correlato medieval es la corriente de los Padres de la Iglesia que afirmaron que la fe es irracional y el cristianismo no puede ser racionalizado sin caer en la herejía (Taciano, San Ireneo, Tertuliano, Arnobio y el Pseudo Dionisio). En la Escolástica, San Buenaventura y la teología franciscana cuyo fideísmo místico conduce directamente al irracionalismo de Lutero.

Desfilan luego los defensores de las teorías de la conspiración que afirman que la pandemia es una farsa orquestada cuya finalidad es desequilibrar la economía mundial (unos le echan la culpa al capitalismo, otros al comunismo, los terceros a la colaboración de ambos aunados por el negocio farmacéutico); o que es un invento del fundador de Microsoft para controlar a la humanidad por medio de la red de telefonía 5G mediante chips inoculados no se sabe cómo. Otros iluminados dicen que la historia de la humanidad culmina con la tesis del Great reset (Gran reinicio), una distopía estremecedora, un nuevo mundo organizado por los poderes fácticos internacionales (económicos, políticos, científicos y tecnológicos) a partir de los efectos devastadores de la pandemia, sin concretar los principios de la nueva pestilencia, aunque se pueden adivinar a la luz de ciertos acontecimientos recientes.

Su correlato medieval son los milenaristas y los anabaptistas proféticos, ambos con su ideal supremacista de la renovatio mundi, el fin de la historia y la apoteosis de la segunda llegada de Cristo ante una minoría de elegidos. 

Viene luego el populismo, una ideología política que pretende ganarse el apoyo de los ciudadanos mediante recursos sesgados: el fuerte liderazgo de un líder carismático que sustituye los argumentos por lemas contundentes, frases manidas y clichés de fácil digestión, aunque vacíos de contenido; o la búsqueda de chivos expiatorios a los que atribuir todos los males del mundo para encubrir las propias carencias y desmanes; o la demagogia sectaria que trata de impactar emocionalmente en el incauto elector en vez de centrarse en el análisis de los problemas reales y proponer soluciones eficaces. También, las manipulaciones de la prensa mercenaria, el uso de las redes sociales para difundir todo tipo de bulos (cuanto más insidiosos más virales), imágenes trucadas, videos tendenciosos, rumores sin contrastar y falsas noticias que fortalezcan sus dictados, incluso mediante listas de difusión pagadas. Sin olvidar la crispación parlamentaria, la sustitución del diálogo por el insulto, el consenso por la partidocracia, las formas más detestables de populismo. 

La magia, la superstición, el miedo al infierno, la milagrería, los monstruos y demonios, la brujería, la propia Inquisición como formas irracionales de sometimiento son el correlato medieval del populismo.

Vienen luego los libertarios, que han considerado las medidas tomadas contra la pandemia (confinamientos, restricciones, distancias, cierres, toques de queda, etc.) como un atentado intolerable contra las libertades individuales: física, social, política, económica. En consecuencia, la única respuesta es la rebelión de las masas: viajar sin fronteras, organizar fiestas en los pisos, botellones en la calle, fomentar las concentraciones, votar a la derecha extrema, propiciar la iniciativa privada como única forma de progreso.

En la Edad Media no existía el concepto de individuo ni la vida cotidiana propiciaba la autonomía personal. No había prácticamente nada que actualmente pudiéramos identificar con el individualismo. Acaso, desde el punto de vista de la rebelión podríamos poner como correlato del pensamiento libertario a los Goliardos.

Por último, los eclécticos, los dirigentes de los países democráticos (los autoritarios son opacos) que han intentado conjugar las estrictas medidas sanitarias contra la pandemia con una apertura regulada del trabajo, la educación, los negocios, la cultura, la hostelería y los viajes. En resumen, preservar la salud sin arruinar la economía; buscar un equilibrio sostenible entre la bolsa y la vida. Todavía se desconoce el impacto preciso de estas medidas en las curvas de contagio tras las sucesivas olas.

Su correlato medieval es San Anselmo durante la primera Escolástica y sus dos célebres guías: credo ut intelligam (creo para que pueda entender) y fides quaerens intelectum (la fe en busca del entendimiento). Y sobre todo la armonía, la concordia entre razón y fe en la síntesis colosal de Tomás de Aquino entre religión cristiana y filosofía aristotélica.

martes, 4 de mayo de 2021

La domesticidad

 

Habla memoria: la única forma de conjurar los fantasmas de las casas embrujadas, la mayoría. Con la pandemia surgió una nueva acepción del término domesticidad. Durante el confinamiento y las posteriores restricciones, la familia se recluyó en el hogar durante meses. El remate fue Filomena. La vida doméstica se convirtió en el centro de las actividades cotidianas. La tendencia sigue. Como decía mi abuela en las noches del crudo invierno: ¡pobre quien no tenga un buen brasero donde arrimarse! Vida pública y privada se confundieron entre las paredes. Tuvimos que inventar un nuevo proyecto, un cambio de paradigma existencial, un espacio multifunción para adaptarnos a la hostilidad del mundo externo. Extra muros nulla salus. Después de desayunar, inflación de pantallas: la prensa digital, el teletrabajo para los padres y la escuela virtual para los hijos. A media mañana el informe diario sobre lo que las autoridades sanitarias y, sobre todo, políticas, se imaginaban que pasaba. Un barullo de datos y un montón de promesas envueltas en esa jerga de la autenticidad que tan bien maneja el presidente del gobierno. Al virólogo oficial, el tal Simón, se lo llevaron las olas. Lo único cierto era que el ángel de la muerte se paseaba por las calles y sólo en las casas estábamos a salvo de su guadaña. Las actividades esenciales nos permitieron aliviar la encerrona. Salíamos del portal con equipos de protección individual comprados a precio de oro: doble mascarilla o visera de pantalla, hidrogel de farmacia (no de los chinos), guantes de látex, sospechosos en cuanto tocabas el botón del ascensor, nada de sentarse en los salientes y rebordes del barrio. Los bancos estaban precintados. En el interior de las tiendas, incluso en las aceras, el hombre era un lobo para el hombre. Recuerdo que el farmacéutico de toda la vida (fui a comprar mascarillas) le dio el pésame a una de mis vecinas por el fallecimiento de su suegro; los tres que esperaban en la cola salieron como galgos. Al salir me explicó que no tuvo que ver con el covid. La vuelta al castillo feudal exigía un nuevo protocolo (palabra que se puso de moda) contra la peste: manos cauterizadas, guantes a la basura, ropas a la cesta, zapatos fumigados, tres duchas al día y ventanas al viento. Hasta que los precios bajaron, metíamos las FPP2 en el microondas media hora a setenta grados. Salían retostadas y posiblemente inservibles.  En la mesa, cada cual tenía su kit culinario. Al mínimo síntoma catarral pedías confesión. Con el tiempo se demostró que la mayoría de las medidas eran excesivas o inútiles.

Antes de comer, videoconferencia con familiares y allegados mientras recibías los mensajes con los últimos memes: por cierto, siempre me he preguntado de donde procede tanto ingenio puntual; a los diez minutos del evento te llegaban gracietas frescas. Es imposible que tengan su origen en la libre iniciativa individual por mucho que se empeñen los liberales; estoy convencido de que subyace una industria del humor difusa y rentable. Pronto nos acostumbramos al pedido de la compra en línea, al clic and car, a pedir las pizzas y el sushi por teléfono. El tiempo interminable del ocio dio lugar a nuevas tareas. A muchos cuarentones para arriba les dio por sacar del trastero las pesas y mancuernas, las bandas elásticas o comprar en Amazon bicicletas estáticas plegables o mini elípticas con acción vibratoria. A la semana les empezaron a salir goteras por los cuatro costados. Vuelta al sofá que es más sano. Las señoras preferían bajarse tablas de ejercicios para mantenerse en forma. Pronto el plan fue tan efímero como aprender alemán. Todo este animoso esfuerzo se compensaba con tres horas de siesta, aperitivos chacineros con Rioja, eventuales visitas a la nevera, meriendas improvisadas y galletas con leche antes de irse la cama. Además, se puso de moda sin distinción de género el interés por la repostería o las recetas exóticas del tipo cocina asiática. Ellos y ellas engordaban a saco. Los jóvenes se pasaban cuatro horas tecleando el móvil y otras cuatro con la PlayStation. Los mismos amigos a las mismas horas. Proliferaron los campeonatos digitales de mus, ajedrez y bridge. También las apuestas y las timbas. A las ocho ovación y vuelta al ruedo. Según la reina del vermú, el gobierno Frankenstein tenía la culpa de todo. Más memes: el barrio de Salamanca en pie de guerra; en una calle abarrotada, una señorona con sus mejores galas agita la bandera nacional, mientras su criada con uniforme y guantes blancos aporrea la cacerola.    

Los fines de semana era el momento de poner orden en la casa. Tirar es virtud. Lo primero fueron los papeles: contratos y garantías del siglo pasado, instrucciones de electrodomésticos que ya no teníamos, facturas milenarias, declaraciones de la renta prescritas. Por la noche, a oscuras y en celada, echábamos al contenedor los libros que se rompían sólo con abrirlos y que leídos o no, ocupaban espacio. Por cierto, he descubierto que es imposible deshacerse de los libros que no quieres, aunque sean enciclopedias pata negra o valiosos catálogos de antiguas exposiciones. Ni las bibliotecas municipales ni las librerías de lance te los cogen. Al final acababas bajándote a la calle el piano. Fue el momento estelar de las series de Netflix y otras plataformas. En parte porque el fútbol desapareció del mapa. Maratones de diez episodios y a cenar. Mi vecino, aficionado a la ópera ponía el equipo de música en la última raya del volumen. Las arias de Puccini se oían en la acera de enfrente. Su mujer me confesó que estaba harta de verle dirigir la orquesta con una batuta improvisada. El de arriba se pasaba el día moviendo los muebles. Confieso que me leí la serie completa Harry Potter y me encantó. Pero las víctimas más tristes de la domesticidad han sido los niños: mi nieta de tres años gritaba desde el suelo: ¡Quiero irme al parque! Unas encantadoras gemelas de seis años, me contaba por teléfono su madre, se negaban a salir de su cuarto porque la calle estaba llena de bichos malos. Tampoco podían jugar en grupo para evitar el contacto y la cercanía de los padres. Y además no lo comprendían. 

El fútbol en tiempos de pandemia


Los primeros perjudicados (aunque no los más) por la pandemia han sido los hinchas, esos fieles laicos que acuden al estadio con fe renovada por los últimos reveses. Cuando iba con mi hijo al Calderón (conocí el antiguo Metropolitano, pero no el nuevo) me di cuenta de que vivir un partido en el campo no tiene nada que ver con el rito mullido del sofá. Es una experiencia todavía más distante que ver una película en el cine o en la tele. Ahora mismo el mundo del sillón-ball se divide en dos: los que ven el partido con un discreto atrezzo de espectadores virtuales, ambiente copiado del FIFA Play, diseños versallescos del césped, vistas cenitales, drones y cámaras aéreas, proyecciones en tiempo real… y los que ven el partido sin trucos, en su cruda realidad, un gélido cruce entre 22 protagonistas: ¡humano, demasiado humano!

Por cierto, muchos socios y aficionados se han quejado de que se permitan actividades deportivas con público, como el tenis, culturales (cine, teatro, conciertos) o de ocio (bares y restaurantes) y se olviden del fútbol. ¿Por qué no pueden estar seguras tres mil personas en un recinto con una capacidad de sesenta mil? El primer problema es la abigarrada recepción del autobús oficial en los aledaños del Estadio con banderas, bengalas y cubrebocas de papel. Cuando la policía aparta a empujones a los más recalcitrantes para que no vuelquen el autobús se monta la trifulca, lluvia de botellas y manifestación antifascista. El segundo, son las carreras, gritos y abrazos en las gradas. Por no hablar del servicio de “caballeros”. Recuerdo los del Calderón en el descanso: un canalillo en el suelo sin separaciones; si el de al lado se la sacudía más de la cuenta volvías a tu asiento jurando en remojo. El tercero, la salida, cuando los aficionados, para celebrar el triunfo o suavizar la derrota, se hacinan en los bares colindantes y el virus se une al sentir de la afición. O se van a la nave de un colega para montar un fiestón hasta las tantas. Vuelven a casa bien cargados.

El único remedio paliativo para la soledad sonora de las gradas es la proliferación de entrevistas telefónicas a los aficionados del ancho mundo en los programas futboleros de la noche (esos programas que oímos con deleite antes de dormirnos a salvo del virus): camioneros en route, erasmus catalanes en Finlandia, malagueños que van con el Bilbao, jubilados insomnes, currantes nocturnos, toda una fauna dickensiana que compite en propuestas y predicciones con Maldini, Valdano, Segurola o Manolo Lama (los padres de la iglesia). ¿Por qué no aplican la razón a la política? Por cierto, no entiendo cómo nos gustan tanto las tertulias y sanedrines de la radio. Se han convertido de un tiempo a esta parte en una trifulca de faltones donde nadie deja hablar a nadie. Los insultos y malos modos son el argumento de cualquier debate (normalmente sobre la guerra entre el Madrid o el Barça). En el fondo, adoramos el patadón dentro y fuera del campo. Quizás sean un reflujo de la crispación política o de la agresividad ansiógena que genera la pandemia.

Aviso a los amantes de la estadística: La empresa MBD Analytics ha hecho un estudio sobre cómo ha influido en los resultados la falta de público, tras comparar las cinco últimas temporadas. También mide el número total de disparos, de goles, incluso de faltas (hay gente para todo): Según el estudio, la ausencia de público ha disparado las victorias visitantes, aunque tan solo en un 6,1%. Antes, los que jugaban en casa ganaban un 45,7% de los partidos. Desde que la pandemia cambió las variables del juego, solo lo hacen en un 40,6% de las ocasiones. Es llamativo, especialmente, el escaso cambio en los empates. Cuando había afición en los estadios, se empataban el 24,3% de los duelos. Desde marzo, el 23,3%. Así pues, la estadística que verdaderamente ha presentado una evolución notable es la de los triunfos fuera del feudo habitual. Nada especialmente llamativo. Tezanos debería tomar nota de que la verdad estadística suele ser insulsa. 

Tampoco los jugadores pagados onerosamente parecen cuidarse del covid. Cuanto mayor es el presupuesto más contagios se producen. De burbujas profesionales nada. Mas bien, videos traidores en las redes del cumpleaños del lateral izquierdo con varias figuras del plantel rodeados de curvas mareantes y copas de champán. Después, asintomáticos dos semanas en un casoplón de Mallorca. Cuando vuelven ya no son, como aquella mujer de la vida, ni sombra de lo que eran. Eso sin contar el rastro de contactos que dejan y las facturas de las PCR hechas tres veces a todo el que les ha dicho buenos días. En la mayoría de los casos, sólo me interesan las figuras como magos del balón no como personas. Abunda el ego desmedido, el nuevo rico y el rebuzno nacional. Pero no todo han sido alegrías para los cuerpos gloriosos: el confinamiento de los jugadores en el gimnasio de su casa, incompatible con el alto rendimiento; la ausencia de una pretemporada planificada para alcanzar el punto óptimo de forma, la sobrecarga de partidos en dos o más competiciones para cumplir el calendario y los contratos televisivos, el estrés de grupo y los continuos controles médicos… han tenido como consecuencia un alud imparable de lesiones; las plantillas se han quedado en los huesos y la competición devaluada.

Además de un deporte, el fútbol de las grandes ligas europeas es, sobre todo, un negocio. Recuerdo a un jugador de segunda fila acudir a los entrenamientos a bordo de un flamante Rolls Royce. Este año con la pandemia pintan bastos. Recomiendo un excelente artículo de El País Economía: en resumen, la pandemia pincha la burbuja del fútbol; los clubes sufren una notable caída de ingresos, congelan los grandes fichajes, reducen la masa salarial y asumen menores derechos televisivos. Solo los estadios vacíos han tenido un impacto de 848 millones en los clubes de la Liga. La propuesta de una Superliga europea con doce equipos fundadores ha sido una respuesta desesperada a los negros nubarrones que se ciernen sobre los balances. Un pura sangre de los negocios como Florentino ha actuado más como empresario que como presidente del Real Madrid. El futuro dirá en qué concluye este proyecto de globalización milmillonaria (que nadie lo de por muerto).