No me sorprendió
el uso masivo que los neoyorquinos hacen del teléfono móvil. Después de todo en
Madrid, en Manila, en Alaska y en cualquier rincón del mundo se hace lo mismo
en un ejemplo evidente de porqué el planeta se ha convertido en la aldea
global. Ya no tienen que pasar años para que las grandes tendencias culturales
se difundan vertiginosamente por el mundo. Esta es la auténtica
interculturalidad. El móvil es la gran posibilidad democrática. Un hombre un
móvil. Incluso los mendigos envueltos en cartones y mantas raídas en las
salidas de la Grand Central Station los manejan con el mayor desparpajo.
Cuando hace
tiempo trabajé con la Agencia de Cooperación Internacional en la capital de
Guinea Ecuatorial, el agregado cultural de la embajada me dijo que muchos de
los que hablaban en la calle por el móvil, simplemente disimulaban por un tema
de imagen ante sus amigos o conocidos; hablaban solos; en realidad no tenían
recursos para recargar las tarjetas de prepago. O el ejecutivo que te da el
viaje en el AVE con su interminable charla empresarial. Una jerga pretenciosa
en la que la mitad de las palabras son inglesas sin que el iniciado sepa,
probablemente, decir una frase completa en inglés. O la señora solitaria en la
piscina (su marido se ha escaqueado) que se pasa la tarde llamando a sus amigas
para dar un repaso a su circunstancia. Habla con ellas como si estuvieran a
diez metros. Ahora el tema de moda es dónde te vas de vacaciones. Narcisismo
social. Todavía no he oído a ninguna decir: yo me quedo en Madrid con
ventilador y botijo porque no tengo un duro. Te envío una foto. Al final coges
la hamaca y la bolsa y huyes despavorido del rollo que no cesa. Por último las
comidas familiares del fin de semana en las que cualquier chorrada hay que
buscarla en internet, por ejemplo el precio del vino en varias bodegas o la
variedad de recetas blogueras del plato principal, para pasar de un enlace a
otro sin que haya más temas de conversación que los que dicta la asociación
libre de navegación. El móvil a la derecha de la cuchara (o a la izquierda del
tenedor si eres zurdo). Recuerdo el cartel colgado a la entrada de una
simpática taberna en un pueblo perdido de la sierra conquense: Aquí no tenemos wifi ni cobertura, hablen
entre ustedes.
En la Quinta
Avenida neoyorquina donde la gente transita al galope por aceras y semáforos,
los transeúntes son capaces de esquivarse hábilmente mientras teclean su smartphone. Un desfile incesante de inteligencia artificial. Móvil en el elemento móvil, usando el
lema del Nautilus. Se reconoce a los
turistas porque se paran ante los grandes rascacielos para hacerles fotos que
no caben en la pantalla. Aunque ahora hay móviles capaces de abarcar en un
plano panorámico la Gran Manzana. Lo que si me resultó nuevo fue cómo los
viandantes desenfundan con la rapidez de un pistolero cuando les preguntas por
una calle, un restaurante o una línea de metro. Sin más comentarios localizan
en un instante cualquier rincón de la ciudad. ¿Google Maps? Con el plano digital en tus narices, que no entiendes,
te explican amablemente los recovecos hasta que más o menos te enteras por dónde
va la cosa. Echas de menos las explicaciones farragosas de siempre. El
resultado es el mismo. Tras siete consultas intuyes el camino.
Pero volvamos a
casa. La evolución del comportamiento de los viajeros en el metro madrileño ha
pasado por tres fases: la primera, abundantes interacciones visuales con
distinto significado (un buen tema para una tesis doctoral), charlas ruidosas, pegar
la hebra con el señor de al lado, avistamientos en el vagón trasero de gente
conocida (saludos y traslado), lectura del periódico del vecino por encima del
hombro, todo un arte, vagabundos dormidos en los asientos de los rincones, aproximaciones
libidinosas al trasero de la morena y rateros de bolso y cartera en las horas
punta. Después se impusieron los tabloides gratuitos que se repartían o se amontonaban
en la entrada de los andenes. Noticias de agencia gestionadas políticamente. También
las primeras fake news. Enormes. Además
cuando terminabas de hojearlo lo dejabas en el asiento de al lado para que otros
siguieran la cadena. Algunos leían el Marca.
Podíamos echar un vistazo a la ruidosa portada madridista y a la chica de la
última página. Los jóvenes oían música retumbante en los dispositivos Mp3. De
vez en cuando se les escapaba un graznido melódico. Aparecieron los primeros
móviles pero en el metro no tenían cobertura. Además sólo servían para llamar
por teléfono y poner mensajes caros. La última fase coincide con la revolución
digital de los smartphone y la
universalización de las redes wifi. Ahora
en el metro también se lee la prensa, se oye música, se siguen las series de
moda, se ve la televisión o se oye la radio, se juega al ajedrez, se wasapea
incluso con la novia sentada enfrente… Algunos terminan el trabajo pendiente. Los
timbrazos, pitidos, tonos, avisos y notificaciones sobrevuelan el vagón.
Desde hace
tiempo, el móvil forma parte del ADN de los recién nacidos. Soy padrino de una
niña de un año a la que su madre le ha comprado un móvil de juguete con teclas
y sonidos. En cuanto lo ve lo aparta de un manotazo y se pirra por el mío. Si
se lo dejo (casi siempre), le brillan los ojos, toca con los dedos la pantalla,
lo manipula, lo chupa… Luego me paso dos horas recomponiendo el lío que me ha
montado.
La cámara
fotográfica del móvil también tiene su miga. Muchas personas tienen que
entender que a sus familiares, amigos y conocidos les interesa hasta un cierto
punto el aluvión de fotos de tu reciente viaje a Canarias o los videos de tus
nietos tirándose a la piscina. También puede ocurrir que viajes con familiares,
amigos o conocidos que te obligan a posar para hacerte una foto cada veinte
metros. En mi opinión la mayoría de los turistas que fotografían
compulsivamente los monumentos que visitan lo hacen porque si los contemplaran
a pecho descubierto se aburrirían como ostras.
Los móviles
tienen sus inconvenientes. Publicar en las redes sociales tu vida y milagros,
por ejemplo la fecha que te vas de vacaciones, te puede costar un disgusto.
Subir tus fotos en paños menores en un momento de debilidad exhibicionista,
largar opiniones políticas desmadradas, hablar mal de tus jefes o presumir de
tus ligues en el trabajo… un día te puedes llevar una sorpresa desagradable. Homo homini lupus. Frecuentar las
aburridas páginas porno, aparte de indicar al Gran Hermano cuáles son tus
pulsiones solitarias, no es obviamente lo peor. Es en esas páginas donde los
niños descubren que no los ha traído la cigüeña de París y una de las razones
por las que las relaciones sexuales entre adolescentes son cada vez más
precoces. El problema es el acoso machista y los embarazos no deseados.
Recuerda que
siempre estás en el punto de mira. Hace tiempo recibí un aviso de cierre de mi
espacio en la nube (no digo cual) por subir imágenes, cuadros, desnudos la
mayoría, de la conocida pintora Tamara de Lempicka. Los motores de búsqueda
tienen unos criterios estéticos un tanto generalistas. La mayoría de los
moviadictos dedican una parte de su tiempo libre (aunque estén en la oficina) en
llenar su muro digital de asuntos varios dirigidos al núcleo de su clan. Los
tuyos no te olvidan. No te engañes. Te muestras para ellos pero al final te
observa todo el mundo. Otra falacia: crees tener un millón de amigos (como en
la canción) pero en realidad tienes diez; y a distancia.
Otros
inconvenientes: los móviles se roban. El procedimiento más conocido es el
siguiente: el ladrón y su compinche se apostan en la marquesina de una parada
de autobuses concurrida; por ejemplo, en la Gran Vía madrileña. Mientras
esperan, la gente saca el móvil. Los amigos de lo ajeno se fijan obviamente en
los de gama alta, en lo caros. Sopesan el objetivo y se suben tras la víctima
que en numerosas ocasiones sube con su joya y se baja sin ella. La puede salvar
seguir usándola y perderla guardarla en el bolso o el bolsillo. Hace unas
semanas, al pasar junto a las instalaciones deportivas del Parque de Santander,
dos chavales de unos trece años, en ropa deportiva, me pararon y me pidieron
amablemente que les dejara el móvil para hacer una llamada a la madre de uno que
tardaba en recogerlos. Lo llevaba a la vista en el bolsillo superior de la
camisa. Lo cierto es que soy muy desconfiado. Les dije que lo sentía porque me
había quedado sin batería y estaba desesperado porque tenía que llamar al
dentista. Se han dado muchos casos del lance: una vez que lo tienen en sus
manos corren como galgos. Son menores, aunque los trajera de la oreja un
guardia no les pasaría nada. Un inconveniente más: muchas parejas de novios han
roto porque ella o él se han dedicado a husmear en las chats y wasaps del otro.
Por no hablar de los correos trampa, virus y estafas que nos acechan. Internet
se puede convertir en un campo de minas. Lo mejor e informarse en la prensa. O
la publicidad no deseada: a la quinta vez que la misma operadora me llamó en
medio de la siesta para ofrecerme una propuesta que no podía rechazar, le dije
que… lo sentía pero no tenía teléfono, lo cual no le impidió seguir con su monserga
hasta que colgué. Mucho ojo al leer la prensa en el móvil cuando vas al
retrete; conozco bastantes casos de caída en el pozo negro. Si se moja ya te
puedes comprar otro. Yo interpreto este pequeño desastre como un acto fallido
freudiano que oculta el deseo inconsciente de comprar otro modelo. ¡Cambiar de
móvil es un misterio gozoso! El negocio de lo nuevo crece y las firmas se
forran. Por eso no proporcionan recambios de baterías a los que se conforman
con lo que tienen. La obsolescencia es la base del negocio. Algunas marcas o
modelos de smartphone se han convertido en un símbolo de estatus; como el
Rolex, el Dupont de oro o el Mercedes de gama alta. Los IPhone de Apple forman
parte del universo de la exclusividad. Las sombras que se proyectan en la pared
del fondo la caverna de Platón son ahora las imágenes narcisistas que nos
envuelven. Recuerdo en una boda no hace mucho que un médico de la otra familia que
tenía por costumbre, según observé, hablar de sí mismo y su profesión, dejó su
flamante Apple encima de la floreada mesa que compartíamos a la vista de todos,
un complemento indispensable. Hasta que en el barullo del cambio de platos y el
servicio de bebidas, de aplausos, saludos a conocidos y vivas a los novios el
móvil desapareció. En una boda de campanillas pasan por la mesa muchos
camareros y personas, además de los diez comensales de la tabla redonda que
también éramos sospechosos como en una nóvela de Agatha Christie.
O cuando en un
concierto de piano suena el tono polifónico de “Para Elisa”.