Iba la mañana de Nochebuena a la Biblioteca Nacional dispuesto a rematar uno de los mejores episodios galdosianos, El equipaje del rey José, cuando me topé con la enorme verja cerrada. No sabía qué hacer: volver a casa era rendirse, los museos de pintura cierran los lunes, el Ateneo las fiestas, todavía no entro a los bares solo. Enfrente de la Biblioteca está el Museo de Cera. Nunca había llevado a mis hijos...
La entrada
no es barata. La visita se divide en tres partes: un documental, el tren del
terror y la exposición de figuras. El documental es un recorrido en veinte
minutos por la historia de España desde el paleolítico a la democracia. La
presentación (lo mejor) corre a cargo de un Carlos V añejo y gesticulante. Como
me senté en la última fila no supe al final si era máquina o mimo. Dado que muchas
figuras del museo son prohombres hispanos y la mayor parte del público infantil
o juvenil, la proyección está justificada. Lo cual no impidió que más tarde una pareja de adolescentes pasaran a mi lado en la galería de españoles del siglo XIX-XX y al chico le saliera un natural: Me suenan muy pocos. Un ejemplo del borrado de cerebro metódico en los centros educativos.
Dicen los expertos que hay tres visiones de la historia: procesos (económicos, la providencia divina, las leyes de la historia), hechos (batallitas, fechas, descubrimientos) y personas (Napoleón, Stalin, Aznar). Esta última es la que obviamente persigue el documental. Tono patriótico, retórica exaltada, futuro prometedor (la gente se miraba alucinada). Por supuesto pasa de puntillas o evita cualquier alusión a temas molestos como la conquista genocida de las Américas, las hazañas de la Santa Inquisición, la guerra de la "independencia" a favor de las caenas o la memoria histórica del franquismo.
Dicen los expertos que hay tres visiones de la historia: procesos (económicos, la providencia divina, las leyes de la historia), hechos (batallitas, fechas, descubrimientos) y personas (Napoleón, Stalin, Aznar). Esta última es la que obviamente persigue el documental. Tono patriótico, retórica exaltada, futuro prometedor (la gente se miraba alucinada). Por supuesto pasa de puntillas o evita cualquier alusión a temas molestos como la conquista genocida de las Américas, las hazañas de la Santa Inquisición, la guerra de la "independencia" a favor de las caenas o la memoria histórica del franquismo.
Cuando se enciende la luz, el grupo obediente
se dirige al tren del terror. También hay una galería del crimen pero no me dio
tiempo a verla. El recorrido dura diez minutos. Me estremeció
el empleado que te conduce linterna en mano a los vagones: antes de embarcar un
malvado monje te macera el ánimo con discursos morbosos… ¡que el pobre guía se
traga en cada turno! Arranca el tren en la penumbra y te reciben un ruido infernal y las ratas. Después los monstruos del jurásico, frascos siniestros con engendros en formol, tiburón, los feos de la guerra de las galaxias, una emboscada del vietcong. Lo que da miedo es el tiempo que llevan los espectros polvorientos, gastados, raídos, el último escalón de las criaturas del submundo, vagando por el túnel.
Un museo de cera es una manifestación
laica de iconoclasia. Enlaza con las tradiciones mistagógicas del
embalsamiento egipcio y otras momias, el “cuerpo astral” en las tribus africanas, las cabezas reducidas de los jíbaros, la imaginería torturada de la Contrarreforma, la marmórea
estatua del noble o la máscara mortuoria del genio. La pregunta no es “cuándo" sino por qué se inventaron los museos de cera; la solución, que no encontrarás en
Wikipedia, apunta al arquetipo del doble como parte del inconsciente colectivo (Jung).
Ignoro la técnica escultórica de la cera. Según parece, cada figura puede ocupar hasta ochocientas horas. El cuerpo se fabrica de fibra de vidrio. Colocar el pelo dura semanas: los cabellos se insertan de uno en uno para conseguir un aspecto más real. Luego se añaden los dientes y los ojos de diversos materiales. En la exposición hay de todo. No todas las caras me parecieron logradas, muchas cuesta identificarlas. Recuerdo el museo de Madame Tussauds en Londres, más fiel con los personajes históricos y de actualidad (que en todas partes son los mismos). No estaba Jaime de Marichalar pero sí Iñaki Undargarín. Tampoco Zapatero, aunque hice el recorrido muy deprisa.
Hay galerías de personajes y
escenas según criterios temáticos o cronológicos. El segundo defecto es la ausencia de expresión en los rostros. Al contrario que en la buena escultura, carecen de vida interior. Uno espera que cada personaje muestre algo de
su imagen pública, como los ninots de las Fallas valencianas (la culminación
del kitsch colectivo), pero son fríos e impasibles. La belleza de las mujeres
es lo que más sufre.
Hay varios tipos de escenas: Naturalistas, la muerte de Manolete (en
mi opinión la más convincente,) con el diestro en la camilla y un facsímil del
parte médico donde se detallan las mortales heridas de las astas de Islero (también presente). Raciales, Felipe II y la corte, Pizarro
y los indios. Oníricas, un salón del
Oeste donde reina la quietud y el misterio. Anacrónicas,
escritores de las generaciones del 98, 27 y 14 en un totum revolutum. Peliculeras,
el señor de los anillos y otras series millonarias. Épicas,
el niño Torres, Gasol (es tremendo) o Rafa Nadal. El tercer defecto es la falta de interacción. Los actores son átomos cerúleos encerrados
en sí mismos. No hay códigos ni mensajes. Al revés, pensad en las Meninas o
en los personajes de Galdós, más ciertos que nosotros mismos. A la pregunta ¿qué
está pasando?, la respuesta es no lo sé
o, más exactamente, nada. No
representan la realidad sino el fantasma, uno de los temas favoritos de la teología
medieval. Todo semeja un gigantesco columbario.
Una de las
sorpresas más envolventes al cambiar de galería (y percibirla en su conjunto)
es la ilusión de un espacio poblado. Tienes la certeza de estar rodeado de gente por
todas partes. Cuando recobras el juicio y observas los detalles, el movimiento, te das cuenta de que en la sala sólo
hay un padre con su hijo, un jubilado y tú. También se sitúan figuras ante las
escenas como un visitante más. Si te quedas inmóvil no tardarán en tocarte para
ver si eres real. Me pasó con una niña de ocho años que al guiñarle el ojo disparó
su risa cristalina. O a la inversa: en una escena de las Indias vi de espaldas a
un señor con bata blanca, arrodillado, quieto; tras el mosqueo advertí
que era un técnico afanado en lustrar los zapatos de Cortés. Durante
toda la visita luchas con el deseo de tocarles las manos y la cara: es
curioso que a veces la textura resulte la sensación más intensa.
Pienso,
para finalizar, que un museo de cera sólo alcanza su verdadero sentido en una
noche de invierno oscura: cerrado, solitario, tenebroso. ¿Te quedarías dentro hasta
el amanecer por seis mil euros? Yo no, ni siquiera por tres mil con mi mejor
amigo. Para empezar me acordaría de la estupenda película Los crímenes del museo de cera en la que Jarrod (Vincente Price), el
artista asesino, sumerge en cera hirviente los cuerpos de las víctimas para moldear
sus figuras. No en vano la imaginación es la facultad más afilada del
conocimiento humano.