El mismo día en que Guillermo se pasó la tarde entera escribiendo laboriosamente el primer capítulo de lo que había de ser una novela genial y el señor French se la quitó, la leyó en voz alta a la clase y luego la quemó desdeñosa y públicamente, fue cuando Guillermo se dijo que había llegado la hora de que le ocurriese algo al señor French…
Richmal Crompton, Guillermo hace de las suyas.
El mito bíblico de la caída y expulsión de nuestros primeros padres del paraíso por un ángel de flamígera espada es uno de los arquetipos jungianos que pueblan desde siempre el inconsciente colectivo: “Vocatus atque non vocatus, expulsus aderit” (Se le llame o no se le llame, estará presente el expulsado).
Para empezar, somos expulsados al nacer a un mundo inhóspito desde las delicias del seno materno. Dalí decía que se acordaba del momento glorioso de su alumbramiento. Heidegger insistió en su antropología existencial en nuestra condición de “jectos” o arrojados al mundo sin más razones que esclarezcan esa impenetrable facticidad (lo mismo que al paciente lector, se me ocurren varias gracias de mal gusto). Además, ¿quién no ha sido expulsado sin contemplaciones de los lugares más variopintos a lo largo de las edades de la vida (un excelente tema para la pintura)?
Bajo el síndrome de la memoria, me atrevo a relatar (que es interpretar) algunas de las expulsiones más sonadas en las que me he visto envuelto desde mi más tierna infancia; las cuatro que constan por orden de aparición tienen que ver con entornos educativos y culturales… pero obviamente hay muchas más y mucho más dolorosas ("De nobis ipsis silemus").
Como siempre que me meto en faenas autobiográficas, la única clave de las peripecias referidas (y la única reflexión implícita) es el plano insignificante que ocupo en ellas y la importancia decisiva de las circunstancias.
Con ocho añitos (las fotos de familia me imponen la imagen de un niño que no he visto en mi vida), recuerdo, íbamos los domingos, después de dar cuenta del pollo asado, al cine Palafox. Era una sala propiedad de Caritas Diocesana, administrada con mano firme por un canónico de ancho perímetro adosado a un puro, por nombre Don Simón (supe más tarde de buena fuente que Don Inocencio, Obispo de Cuenca, le llamó al orden por los habanos y el opaco balance de las cuentas). Por un precio sólo-para-niños adquiríamos en Caritas un bono mensual que nos permitía asistir a las sesiones dominicales. Entrabamos en manada a las cuatro de la tarde, nos embuchábamos el Nodo y la peli (en el descanso comprábamos en el bar chicle y gaseosa de limón) y a las seis volvíamos a casa ni tristes ni felices, como en el limbo, ante el disgusto elocuente de nuestros padres.
Proyectaban aquella tarde de Reyes una cinta de Kit Carson. Me senté con mis amigos del Palafox en la última fila porque era la que estaba más cerca del bar. Comenzó la proyección entre murmullos y siseos. A la primera carga de la caballería se oyeron los pateos de siempre; nada alarmante. A la segunda aparición del enésimo de Caballería, la mayoría aporreamos con alivio la heroica masacre de los sioux. Primeros disparos en el patio de butacas de las pistolas de pistones y toque de carga con trompetas de plástico. Nervios y desconcierto en los vigilantes. La última aparición de los centauros azules (grises en el film), un desfile de gala en el fuerte, se convirtió en un tumulto de alaridos, peleas, petardos, objetos volantes y un indescriptible estruendo pedestre. Película en suspenso, luces encendidas y pelotera a lo grande. Por orden del señor alcalde, la tres últimas filas a la p… calle. Retirada de bonos con nombre y apellidos, vociferios y amenazas de los esbirros de Don Simón.
La cosa quedó al final en confesión general y público arrepentimiento, o sea, en nada. Tres filas de proscritos perdidas son mucho contante para dejarlo marchar a otro tenderete. Eso sí, en la siguiente sesión tuvimos que tragarnos la vida y milagros de San Vicente Ferrer. Fue mi primera expulsión en regla.
Hice los cursos de primaria en la Escuela Aneja Masculina (el único centro público que había de este nivel en Cuenca). Luciano (nadie le llamaba de usted) era el Chorus Master de una fantasmal Escuela de Canto y Armonía. Era joven, barbilampiño, clerical, de color lechoso y con muletas. Después de la fiesta del Pilar, como era costumbre, pasó por las clases pidiendo voluntarios para formar la escolanía de la Aneja. A mí me interesaba porque los ensayos eran los martes y miércoles de cinco a seis, lo que me permitía, entre idas y venidas, librarme de las tormentosas clases de matemáticas de mi padre y de recitar a mi madre las lecciones de historia con puntos y comas.
Nuestro repertorio incluía aires patrióticos (del tipo Isabel y Fernando, el espíritu impera), himnos religiosos (como el Pange, lingua, gloriosi) o villancicos de gama alta (por ejemplo, Huyendo de Herodes).
Aunque no sabía mucho de mí en aquel tiempo, era consciente de que mi voz era insípida y mediano el oído. Durante los ensayos susurraba entre dientes para no perturbar al maestro y evitar las malas caras.
El trimestre académico concluía brillantemente el veintiuno de diciembre con un recital de la escolanía en el salón de actos, colmado a reventar de profesores, padres y autoridades. Un caprichoso destino me empujó ese día, animado por las fiestas y el ambiente de la sala, a mostrar públicamente mis progresos musicales. Ahora bien, por más que se empeñen los más firmes partidarios del voluntarismo metafísico, no siempre “querer es poder”. En la primera pieza (una insípida canción de cuna), al primer graznido que salió de mi laringe, Luciano me miró con asombro. Después hubo suerte: los cantos regionales tuvieron la virtud de tapar mis trinos. Pero la primera parte concluyó con el sutil villancico Adeste fidelis. Un desafío que no pude superar. Mis falsetes hicieron temblar de cólera al batuta, que me exigía callar con disimulo, como si marcara un piano descendente al coro. Al final de la pieza (no me dio la gana callarme), el director, sentado en banqueta para poder usar las manos, estaba al borde de un ataque de nervios. En realidad, nadie del público se percató de mis carencias, de hecho mis padres me felicitaron al acabar (vivo) el concierto. Durante el intermedio, entre bambalinas, Luciano se acercó a mí bullendo de ira, me trató como si fuera un saboteador anarquista y no me estranguló porque al soltar las muletas hubiera rodado por el suelo. Por supuesto, prescindió de mi sin solución desde ese mismo instante (en su momento le dije a mi familia, para evitar males mayores, que “varios solo cantábamos en la primera mitad”).
Herido en su sensibilidad, nunca más Luciano volvió a dirigirme la palabra; es más, cuando me veía por la calle se cambiaba de acera con una rapidez impropia de sus menguadas facultades. Otro montón de mentiras convenció a mis padres de que por este curso la actividad del coro había terminado…
A los diez años, mis padres me matricularon en primero de bachillerato del recién inaugurado Colegio Salesiano de María Auxiliadora. Allí estudié el primer y segundo curso hasta que me expulsaron. Esta es la historia.
A los diez años, mis padres me matricularon en primero de bachillerato del recién inaugurado Colegio Salesiano de María Auxiliadora. Allí estudié el primer y segundo curso hasta que me expulsaron. Esta es la historia.
A finales de abril, la dirección nacional de la orden organizaba los ejercicios espirituales que se celebraban anualmente, un calco de las prácticas jesuíticas que tantos beneficios han reportado a la orden de Loyola.
Las clases se suspendían durante una semana y la asistencia era obligatoria. La agenda de un día era la siguiente:
- Buenos días: primer recordatorio de nuestra breve estancia en este valle de lágrimas.
- Recuerda: charla apocalíptica en la capilla a cargo de un sacerdote venido de Valencia o Madrid, en la que se nos explicaba el sentido de la eternidad en el infierno (¡es como si una hormiguita, clamaba Don Gabriel y no en el desierto, recorriera una y otra vez el mismo perímetro de una esfera de acero de un kilómetro de diámetro… cuando la hubiera desgastado hasta separarla en dos partes, la eternidad todavía no habría empezado!).
- Meditación: nos encerraban durante una hora en un aula sin rechistar para que reflexionáramos sobre nuestra condición culpable y pecadora.
- Lectura: en la misma clase, tras un descanso de veinte minutos con refrigerio frugal, nos permitían leer “novelas ejemplares” que relataban la vida de jóvenes intachables (como santo Domingo Savio) que subieron al cielo tras morir a los doce años. Los libritos, que previamente comprábamos en la librería del Colegio, formaban parte de la Colección Ardilla, propiedad de la orden salesiana.
- Confesión: al terminar la reconfortante lectura, un cura del colegio nos reclutaba de seis en seis y nos bajaban en fila a la capilla. Después de confesarnos nos íbamos a comer a casa. Por la tarde más de lo mismo.
Los acontecimientos que siguen tienen que ver con la última fase de los ejercicios. En la capilla había dos confesionarios: en uno se sentaba el director del colegio y en otro el jefe de estudios. Los dos primeros de la fila se arrodillaban en los reclinatorios y los demás se sentaban en los bancos más próximos a esperar su turno. La penumbra y el silencio eran estremecedores. Ni qué decir tiene que entre los cuatro que esperaban se mascaba la gracia fatídica y la risotada letal.
Comenzaba a oscurecer. Por fin me llamaron y cuando me fijé en la cuerda de galeotes que me acompañaba, temí lo peor. Comenzó la rutina según lo previsto. Como medida de caución decidí taparme los oídos si empezaba el lío, pero no me dieron tiempo; de pronto, una risa fina pero incontenible, seguida de un olor pestilente, emergió de la nada y nos envolvió con sus efluvios. Los confesores se levantaron iracundos (uno de los siete pecados capitales) y cuando se dirigían a nosotros con las manos crispadas, sonó (esta vez sí) un cuesco formidable que hizo retemblar las paredes de la iglesia. Me imaginé que había sido el Migueli, por curriculum y porque fue el primero en salir a todo gas aullando de risa… Los demás (incluidos los que estaban de rodillas) le seguimos entre sonoras carcajadas, con inercia pavorosa, huyendo de las llamas del infierno que rugían tras nosotros…
Tras una serie de humillaciones privadas y públicas, en Junio los seis fuimos invitados discretamente a dejar el colegio (lo del perdón de los pecados, un cuento cananeo).
Al acabar el bachillerato en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca, me matriculé en la Universidad. Me alojé en la Residencia Universitaria A., donde, entre otros (por ejemplo, el escritor Gonzalo M.) me hice amigo de Antonio A., un mozo bien plantado, de barba espesa y bolsa bien surtida; era nieto de un General de la Legión, con el que no tenía nada que ver ni le agradaba hablar del tema. En realidad, Antonio no tenía nada que ver con nadie y lo único que le interesaba era vivir la vida a un ritmo trepidante. Siempre estaba metido en algún fregado. Un buen día, a finales de abril, me sugirió que un buen plan sería acercarnos a Atocha el día 1 de Mayo para ver la famosa manifestación obrera (por supuesto ilegal y especialmente reprimida). Éramos un par de pardillos. Le dije que ir a la manifestación era imprudente por una serie de razones que conté con los diez dedos. Me contestó que si “íbamos sólo a mirar” no había ningún riesgo de salir descalabrados. Total, que el día señalado, a las doce, salimos para Atocha. Al pagar el Metro, Antonio se dio cuenta de que se había dejado en la residencia el carnet de identidad. No importa, dijo, me avalas con el tuyo…
Nos bajamos. El ambiente de bochinche se cortaba en el andén. ¿Y si nos largamos a Princesa a tomar unos vinos, sugerí conciliador? ¿Ahora?, contestó, ni hablar, yo me quedo, déjame tu carnet y luego nos vemos. El traspaso de identidad no me convenció. De acuerdo, vamos, asentí con un balido.
Salimos por la boca de metro del actual Museo Reina Sofía. A cada lado del tramo de la escalera que da a la calle había tres grises con casco y en medio un robusto sargento.
No nos preguntaron dónde íbamos, simplemente, con mirada feroz, nos pidieron la papela. A mi camarada, antes de que pudiera explicarles lo del aval, se lo llevaron en volandas. A mí me retiraron la documentación y con la porra amenazante me ordenaron largarme por donde había venido. Ahí terminó nuestra participación en aquel histórico 1 de mayo de 1970.
En el camino de vuelta pensé que había tres alternativas: A) Cerrar la boca a cal y canto (esto no ha pasado nunca). B) Deshacer la cama y desordenar el cuarto de Antonio hasta que capeara el temporal. Imposible. Tenía que pedir su llave en conserjería. C) Contar la cruda verdad al director de la residencia.
Imaginé el difícil trance que iba a pasar mi amigo en las siguientes horas y opté (hoy todavía no sé si fue la mejor elección) por el plan C.
Por supuesto, el director, un fraile agustino, no me creyó. Me preguntó si éramos comunistas (como Jesús, pensé yo). Llamaron a su padre que vino al punto desde Galicia y tras mover el caso, le dijeron que si no era un activista de alguna organización subversiva (incluida la masonería), le soltarían en setenta y dos horas tras pagar una multa. Me llamaron a capítulo. Hable a solas con el padre (insistió en este punto), le dije lo que había pasado y me creyó.
Efectivamente, a los tres días, tras despedirse de su padre desplumado, Antonio volvió a la residencia. Su aspecto era el de un zarrapastroso. El flamante lacoste blanco, negro. La barba descuidada, los zapatos sin cordones, hambriento, agotado… y ¡feliz!
Lo habían metido en una celda de la Dirección General de Seguridad con veinte militantes obreros. Al principio lo tomaron por un espía. Luego por un estudiante pijo. Cuando les contó por qué estaba allí, se rieron en su cara y después (si alguien tenía don de gentes era él) lo aceptaron como uno más. Se hartó de cantar la Internacional, maldijo la dictadura, le sacudieron en el interrogatorio, quedó con todo el mundo para el fin de semana… en fin, Toño para los amigos.
Al terminar el curso nos expulsaron a los tres: Gonzalo M. (sus razones eran más sólidas que las nuestras), Antonio A. y, por supuesto, yo.