viernes, 26 de diciembre de 2014

Oratorio de Navidad


Cuenca nevada por Navidad. En mi casa paterna éramos más de belén que de árbol, al revés que mis hijos. Recuerdo a mis doce años el rito de volver a ponerlo. El mismo día que nos daban las vacaciones salía a buscar musgo a la Cueva de la zarza con mis amigos y el abuelo Félix, cachaba de roble, bolsa de bocatas y bota de hidromiel casera. Nosotros bebíamos agua fresca de la fuente. Cada uno llevaba una cesta de mimbre y navaja para sacar enteras las tortas de musgo. Lo buscábamos sobre las rocas calizas y las piedras. Volvíamos al caer la tarde cargados de verde y cepellones, con los pies tiesos y las manos congeladas. Al día siguiente, de buena mañana, los hermanos bajábamos a la leñera a por el tablero y las borriquetas. Lo cubríamos con hule blanco ajustado con cinta adhesiva y unas sábanas servían de faldones para completar el decorado. Después subíamos las cajas de cartón por orden numérico y las desembalábamos.

Primero colocábamos las montañas de corcho alrededor del paisaje musgoso; después el arroyo simulado con espejos: dos puentes, un molino con compuerta, pescadores de caña e hilo de coser, peces en el río,  lavanderas con pila, patos blancos. En lo alto, el castillo del rey judío Herodes protegido por centinelas romanos (no vendían los suyos), acechante, sombrío, alejado del portal. Abajo las casas, altas y bajas como en cualquier aldea; en las callejas, hechas de arena fina, los locales de los oficios, algunos anacrónicos: herrero, panadero, sastre, boticario. En las afueras, una escena campestre con huerto y tierra de labor: aldeana recogiendo tomates y labrador con arado y tiro. Al fondo, el establo del misterio, el buey y la mula recostados a cada lado del pesebre; fuera, acudían a la cita los pastores y sus rebaños de ovejas lanudas (lo más logrado de la artesanía navideña). En fila, por un sendero de montaña, asomaban los reyes magos con su séquito de pajes y camellos tras la estrella de Belén. Paisaje nevado con polvos de talco. 

En realidad todos los nacimientos son iguales, un arquetipo cultural que varía en la cantidad y calidad de la factura (en el doble sentido del término). El mío, según crecía con las figuras compradas en la Plaza Mayor madrileña se hacía más variopinto, multicultural, a pesar de que intentábamos que las piezas nuevas se pareciesen a las rotas o perdidas. Llevábamos muestras a los tenderos de la Plaza pero cada año cambiaban: Esa ya no se hace, pero tengo esta otra… Al final, con veinte años, cada rey mago era de una hornada distinta. El remate era la iluminación. Metros de cable verde muy fino comprados en Chamón, ocultos entre la vegetación real o postiza, con bombillas parpadeantes que iluminaban los rincones. Debajo de las sábanas colocaba el tocadiscos de maleta para poner villancicos conquenses, como el de Federico Muelas que comienza:

Por la Puerta de San Juan,  
que abierta le esperó siempre,
abierta de par en par.
Desde estas ventanas altas
En volandas de cristal.
Desde estos chopos desnudos
que ven las aguas pasar.

La première era en Nochebuena. Vecinos y amigos venían a admirar el conjunto y tomarse una copita de mistela con alajú. Comenzaba con luces, música de iglesia y una grabación magnetofónica que me llevaba la tarde:  

Había en la misma comarca unos pastores que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y su gloria los envolvía con su luz; y se llenaron de temor. El Ángel les dijo: “No temáis pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. 

En Navidad el belén permanecía intacto, pero el veintiséis comenzaban los inventos. Mi hermana jugaba a las cocinitas, mi hermano montaba una pachanga de pastores y villanos con canica de cristal, yo perpetraba una guerra justa. El objetivo era rendir el castillo de Herodes y salvar a los santos inocentes, o sea, impedir que fueran santos. Al terminar, extrañas criaturas poblaban la comarca: superman, un soldadito de plomo, un fusilero del fuerte, Flash Gordon o un extraterrestre y su nave espacial averiada en el río. Después, los regalos de Reyes desplazaban al belén. Lo desmontábamos y vuelta a empezar, a celebrar la historia de un dios que muere y renace. El eterno retorno, símbolo de la Navidad.

Me ha quedado la afición a los nacimientos. Todas las navidades visito alguno: hace dos años fui al Hospital de San Rafael, el más antiguo de la Comunidad de Madrid, con más de 35 metros cuadrados de superficie. El año pasado volví al del Palacio Real, propiedad de Patrimonio Nacional, de gran valor histórico, iniciado por Carlos IV en el siglo XVIII cuando era príncipe de Asturias, con bellísimas figuras genovesas, napolitanas y españolas (mi preferido). Este año he ido al belén de la Casa de Correos en la Puerta del Sol; copio de su web: el montaje rinde tributo al Greco para conmemorar el cuarto centenario de su muerte en Toledo. El belén, con más de 150 metros cuadrados, recrea el ambiente de esta ciudad en el siglo XVI y cuenta con 700 piezas artesanales y numerosos detalles como la herrería con una armadura toledana, el Puente de Alcántara cruzado por los Reyes Magos, el paisaje de molinos o la Catedral que preside el conjunto desde las alturas.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Vacaciones de riesgo


Es conocido por los teóricos del gusto y otros estudiosos de la moda que lo que hace una hora era tendencia ya no lo es. Tendencias hay en todos los rincones de la cultura y esta dinámica social, este tránsito vertiginoso a ninguna parte, es la primera diferencia entre las sociedades civilizadas y los pueblos primitivos. Los bosquimanos o los pigmeos tienen tradiciones ancestrales, son ajenos al cambio para bien o para mal.


Las tendencias se parecen a la eclosión y extinción de las especies por selección natural excepto en un detalle: son reversibles, no se pierden definitivamente como los pterodáctilos, pueden retornar al teatro de las vanidades con fuerza renovada. Además a nadie se le oculta que la mayoría de las tendencias no son el triunfo de una mutación al azar sino el resultado de sesudos programas de ingeniería mercantil y demás conspiraciones contra el bien común. No insisto. El sociólogo Jean Didier Urbain ha publicado algunos libros sobre una de las instituciones más relevantes en la vida de los ciudadanos: las vacaciones.  Una de las tendencias más briosas de los últimos años han sido las llamadas “vacaciones de riesgo”.


Algo percibí el verano pasado cuando un viudo setentón, conocido mío de la piscina, me anunció que se había apuntado a un viaje al Polo Sur para recorrer la ruta de Admudsen, acampando incluso en el paraje denominado de la carnicería donde el insigne explorador sacrificó a veinticuatro perros para tapar las penurias de la expedición. Me mostró una copia digital del programa. Mira, me dijo, el menú del día en el mismo sitio incluye una sabrosa caldereta de husky siberiano. ¡Es como comerte a tu cuñado!


Una conocida agencia de viajes madrileña, me contó un colega en una boda, ofrecía por un precio razonable un viaje en barco a través de la selva amazónica. Su mujer no lo dudó. De entrada, te facilitaban la vacunación oficial de cuatro o cinco enfermedades antes de salir. El programa incluía un safari fotográfico, guías expertos en patear la jungla y paradas en las aldeas rivereñas. Lo peor eran unos mosquitos gigantes, inmunes a las lociones forte que se untaban. Me dijo que sólo habían recalado en un poblado: indios en taparrabos con las pinturas del clan, comida a base de peces amazónicos servidos en hojas de árbol, brebajes elaborados por las mujeres de la tribu, danzas rituales y final con hechicero en trance. Por unos euros más te podías tirar a su hija, afirmó convencido. Uno se imagina a los aborígenes negociando la oferta con la agencia o navegando con conexión de alta velocidad en la choza.


Siguen en la ola los viajes a "países peligrosos”, Yemen, Vietnam, Mongolia. Los turistas del subidón de adrenalina se han adentrado en Kurdistán, Kerbala y Bagdad. Y la cosa no para ahí. A cierta gente le ponen los países en guerra. ¡Muchos son jóvenes ejecutivos!
En Europa del Este algunos operadores ucranianos ofrecen una "visita única" a la central de Chernóbil. Están de moda los barrios de chabolas de los países más pobres de África, las favelas de Río de Janeiro o los lugares marginales de las grandes ciudades donde se trapichea con droga.   
Los que prefieren el desafío animal tienen donde elegir: baño en aguas turbias con cocodrilos australianos, buceo en los arrecifes del Caribe plagados de tiburones, nadar acompañado de orcas en las aguas heladas de Alaska o andar entre leones en el parque nacional de Matusadona en Zimbabue.   


La periodista Geneviève Comby, en un divertido artículo publicado en la revista Le Matin dimanche, relata algunas experiencias europeas de lo que llama vacaciones de escalofrío. La antigua prisión de Karosta en Letonia te recibe a cualquier hora del día o de la noche. Primera sorpresa: no sabes cuándo te toca, el móvil puede sonar a las tres de la madrugada. La opción incluye traslado en autobús celular con rejas y guardias patibularios, celdas espartanas, comidas infectas e interrogatorio musculoso en los sótanos. En Rumanía una agencia propone dormir en la misma cama que ocupó Ceaucescu la noche antes de ser ejecutado. Los iniciados en el internet profundo pueden contratar un paquete temático para sobrevivir durante una semana como un vagabundo en París: dormirás bajo los puentes del Sena, pedirás limosna en el metro, beberás vino malo en los arrabales, molestarás a las señoras que van a la compra o harás pipí en la calle.


Se pregunta Jean Didier Urbain cuáles son los motivos de esta increíble tendencia: sugiere, en primer lugar, que mucha gente ama el exotismo, pero no el basado en la diversidad de paisajes o culturas sino en el riesgo. El riesgo es el camino al viaje cósmico, al éxtasis místico, al orgasmo universal; un contrapeso para los que no soportan la rutina de los usos sociales o el trabajo. También, añade, está el alarde de contar tu aventura cuando vuelves al redil y exhibir la rareza de algo que te hace diferente. Asimismo, existe la posibilidad de retomar el sentido de la existencia: como si al terminar las vacaciones hubiéramos superado una enfermedad muy grave y pudiésemos contemplar el mundo de otro modo. Pero si lo que te gusta es una forma más relajante de pasar las vacaciones, subraya Urbain, no debes pensar que estás acabado. En todo caso, este tipo de turismo es minoritario y con truco, concluye. El grupo de jubilados que decide escalar el Everest por la cara fácil lo primero que exige es volver entero a casa: Los que buscan el riesgo quieren que las actividades en las que participan sean finalmente seguras. En esto consiste la paradoja: desean una aventura cuya parte imprevisible sea previsible.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Ébola



Ahora que aparentemente ha declinado el virus del ébola se imponen algunas consideraciones incurables. 

Todos los muertos son iguales, pero un africano negro es y está más muerto que un europeo (o un norteamericano) blancos.

La muerte de un africano de raza negra es un hecho biológico; la de un europeo es un problema metafísico. Sólo el hombre blanco es un ser para la muerte

Cuando contemplamos las imágenes de un hospital africano atestado de moribundos, la filosofía (no digamos la política) se convierte en un sarcasmo.

Dos hitos: la epidemia de peste negra que asoló la Europa campesina en el siglo XIV y la del ébola que recorre África en la actualidad. La muerte sigue siendo la gran posibilidad democrática de los pobres y marginados (Henri Pirenne, La Edad Media).

Las enfermedades contagiosas más virulentas, la peste, el sida, el paludismo, el ébola, no se originan por la conjunción fatal de los astros ni son un castigo divino por los pecados de la humanidad (como se pensaba en la Edad Media). Las causas son otras y siempre las mismas.

La solución del ébola para los conservadores europeos y norteamericanos (que sólo los radicales se atreven a pedir abiertamente) es cerrar el flujo migratorio desde los países donde aparecen los focos de la enfermedad. En realidad hay dos epidemias superpuestas: el ébola, una epidemia biológica y la emigración, una epidemia social.

Lo cierto es que para un ciudadano de una democracia occidental el ébola es un nombre vacío, un mero flatus vocis. Es imposible saber en qué consiste realmente a menos que pases un mes en un hospital de Nigeria.

La opinión pública se vuelca en editoriales y argumentos sobre las mascotas sacrificadas por decisión médica. Lo único cierto es que a la inmensa mayoría le interesa más la vida de su perro que la de los hijos del vecino... aunque sean blancos. Imagínense.

A los países del primer mundo sólo les interesa explotar los recursos naturales de los países subdesarrollados. Incluida la fuerza de trabajo (a la que consideran un recurso más). El ébola es un riesgo, una consecuencia asumida por el modelo económico y un mercado emergente.

Las epidemias son el principal negocio de los grandes laboratorios. La medicina es una tecnología de la salud. La vacuna del ébola saldrá cuando su valor en cambio alcance el punto álgido de la gráfica.

El Estado puede ocuparse de la salud de sus ciudadanos -también de los expatriados- por todo tipo de razones, excepto las humanitarias. 

Decía Heidegger que la verdad sólo acontece en unos pocos modos originales (me gusta recordarlo juntos): 
El desocultamiento de la esencia en la obra de arte.
La acción que funda un Estado.
La proximidad de lo más ser del ser.
El cuestionar del pensador que cuestiona lo digno de ser cuestionado.
El sacrificio esencial. 

Los médicos, voluntarios y misioneros africanos que pierden su vida en el empeño de curar a sus semejantes en condiciones extremas son un ejemplo del último acontecer. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

Diccionario filosófico. Belleza


Cada dimensión de la racionalidad práctica tiene un valor: La ética, el bien. La política, la justicia. La filosofía del trabajo, la realización individual y colectiva. La teología (si admitimos que forma parte de la razón práctica), la salvación. La estética, la belleza.

La belleza ha sido interpretada de diferentes formas a lo largo de la historia de la estética. Entre las más significativas se encuentran: la belleza como armonía, participación, imitación, abstracción y desvelamiento.

La belleza como armonía procede de los Pitagóricos, la primera escuela filosófica que elaboró una teoría estética. Su interés por las matemáticas, tanto la geometría como la aritmética, les llevaron a estudiar las proporciones espaciales y las relaciones numéricas que se dan en los cuerpos. Pitágoras y sus seguidores descubrieron, entre otras, la dependencia entre los intervalos musicales y la longitud de las cuerdas de la lira e incluso especularon sobre la relación entre las armonías musicales y la armonía del alma. Creyeron que la belleza consistía en el orden interno de las partes y la composición del todo. El paradigma del arte como armonía es la música, el canto solemne del rapsoda que presentaba al pueblo los poemas épicos acompañado de cuerda y percusión.

La belleza como participación. Según Platón, la belleza ocupa el tercer lugar de una jerarquía ontológica cuyo vértice es la idea del bien seguida por la de justicia. La idea universal de belleza fue descrita de muchas maneras en los Diálogos: como finalidad cumplida, como utilidad, como placer, como bondad o como armonía en sentido pitagórico. En el Banquete desarrolla la dialéctica de la belleza en sus momentos o etapas, desde la belleza sensible de los cuerpos, la belleza de las almas, la belleza de las leyes e instituciones, la belleza de la sabiduría, hasta la idea de la belleza en sí misma. Una obra de arte es bella en la medida en que participa de la idea universal de belleza, en que la forma sensible se identifica con la esencia permanente. El antropocentrismo griego encuentra el ideal de la belleza en la unidad perfecta entre lo corporal y espiritual. El paradigma del arte como participación se plasma en la escultura clásica, en la búsqueda de la medida y las proporciones, el canon, cuya máxima expresión es la belleza desnuda, intemporal, del Doríforo de Policleto. 

La belleza como imitación. La reflexión aristotélica sobre el arte comienza con la división de la racionalidad humana en tres grandes ámbitos: la racionalidad teórica o conocimiento (theoría), la racionalidad práctica o acción (praxis) y la racionalidad productiva o realización (poiésis). Entre las actividades de esta última, poética en sentido literal, se encuentran las artes. Para Aristóteles, la actividad del artista consiste en re-crear en re-presentar, en hacer reconocible la realidad empírica mediante la obra. En esto consiste la imitación (mimesis) como producción de lo bello. El arte imita a la realidad mediante la pintura, el verso, la música, la danza, la comedia o la tragedia. Así, la representación de la acción humana a través del arte produce en el hombre el sentimiento de belleza que va acompañado de agrado, placer o liberación. Pero se trata de un placer no meramente sensible sino intelectual en el cual se reconocen los objetos, los acontecimientos, las acciones y las pasiones. El placer que procede de la imitación alcanza su más alta realización en la tragedia, género al cual dedicó Aristóteles la parte más completa de sus reflexiones estéticas. Aristóteles define la tragedia como la imitación de una acción digna y que, además de grandiosa, es completa en sí misma, escrita en un lenguaje agradable y cada peculiar deleite desarrollado en su parte correspondiente en forma dramática, no narrativa; con peripecias que provocan la conmiseración y el terror, de suerte que se cumpla la purgación (catarsis) de tales pasiones. 

La belleza como abstracción. La importancia decisiva de la reflexión de Tomás de Aquino (la tesis doctoral de Umberto Eco se titula El pensamiento estético de Santo Tomás) estriba en su consideración del doble componente sensible e intelectual de la belleza, continuando con la teoría aristotélica de la imitación. El gusto estético procede de los sentidos de la vista o del oído, todavía sospechoso en la Edad Media. El gusto, olfato y tacto (como la risa) están aun cristianamente excluidos por su consideración hedonista, algo ajeno a la filosofía griega. Pero afirmar que algo nos gusta, añade Aquino, ya es un juicio estético que incorpora un argumento explícito o implícito. Por tanto, la experiencia estética no es algo meramente sensible sino intelectual. El pánico del cristianismo a los goces sensibles llevó a la estética al camino de la reflexión. La belleza concierne al juicio racional, no a la intuición sin nombre. Los juicios estéticos no son inefables sino que se formulan mediante conceptos. La sensación sólo es el momento inicial del proceso. La belleza sólo muestra su causa final en el conocimiento abstracto. Inversamente a su sentido etimológico (aisthesis), la estética tiene carácter racional. Lo que constituye la belleza del mundo no es la apariencia sensible sino la contemplación de las formas inherentes a la materia, creadas, según Aquino, por la razón divina para que el entendimiento las aprenda. El paradigma del arte contemplativo es la arquitectura, los bosques sagrados de las catedrales góticas cuyo significado didáctico o teológico va más allá de la visión inmediata. Las lágrimas del peregrino ante la fachada de Chartres son las pruebas vivas de la existencia de Dios. 

La belleza como desvelamiento. Los estudiosos de la historia de la filosofía han subrayado que las reflexiones de Heidegger sobre la verdad del ser cambiaron de rumbo cuando a mediados de los años treinta pronunció una serie de conferencias sobre el origen de la obra de arte y la esencia de la poesía. A partir de ese momento, el interés por el desvelamiento de la verdad se dirige a lo que la obra manifiesta y de lo cual el artista es un mero (e inconsciente) depositario. Hasta ahora el arte se ocupaba, según Heidegger, de la belleza, no de la verdad. Pero la belleza es el modo original de la verdad. Los otros modos son, por este orden, la acción que funda un Estado, la proximidad de lo más ente del ente, el sacrificio esencial y el cuestionar del pensador que cuestiona lo digno de ser cuestionado. La verdad habla en la belleza. La creación artística consiste en la producción de aquel ente que muestra el sentido del ser y pone en juego la eterna agonía de las luces y las sombras. La obra de arte levanta el velo de lo que está patente, es desocultamiento ontológico, iluminación del enigma que sobrevuela el ser; pero no como modelo ideal de las cosas, ni como imitación del objeto, ni como concepto que abstrae la forma… sino como transferencia u otorgamiento. Este desvelamiento de la verdad del ser adviene, en primer lugar, en la poesía. La poesía es la esencia del arte. La poesía es un nombrar del ser constituyente de las cosas. En el poetizar, los dioses toman la palabra a través del artista, ese intermediario entre los dioses y los hombres, y el sentido se hace manifiesto. En los poemas de Hölderlin, los relatos que lloran el olvido de la tierra resuenan con fuerza; aunque nada se ha perdido de aquellos tesoros que forjaron los grandes demiurgos, tan sólo permanecen ocultos a la espera del poeta y de su voz. La poesía de Hölderlin es el acontecimiento fundamental del hombre; sólo en ella está contenida la respuesta, la revelación que une al poeta con los vivos para anunciar una forma más alta de vida. Dice Heidegger: La esencia del arte es el poema. La esencia del poema es, sin embargo, la fundación. Entendemos este fundar en tres sentidos: fundar en el sentido de donar; fundar en el sentido de fundamentar; fundar en el sentido de comenzar. (…) ¿Qué tiene que ser la verdad para que pueda acontecer e incluso tenga que acontecer como arte? 

sábado, 15 de noviembre de 2014

Eclécticos, puristas y apocalípticos


En el tiempo de la reproducción técnica y las nuevas tecnologías los soportes superpuestos del arte se han multiplicado. El libro de Taschen, las imágenes JPG, el disco óptico, el DVD, el ebook, Youtube, la cámara digital, el ordenador, las tabletas, los smartphones. En todos los casos la pregunta es la misma: ¿Tales soportes comportan una perspectiva sumativa, un consumo debilitado o una contemplación frustrante de la obra? ¿Al cambiar de medio pierde la obra su aura, marco e intención o se mantienen, como el colesterol, en niveles aceptables? Eclécticos, puristas y apocalípticos han dado sus repuestas. Aquí sólo queremos mostrar los trazos gruesos de esta vieja disputa.

Es evidente que los frescos de la Capilla Sixtina o del Juicio final de Lucas Signorelli en la Catedral de Orvieto se “ven mejor” en un libro de gran formato o en una página de Internet con tecnología flash que “en la realidad”. Por no decir las pinturas rupestres de los abrigos de Albarracín. De mismo modo se “sigue mejor” la ópera Il Trovatore en una pantalla de alta definición blu-ray que en las sillas de paraíso con visibilidad reducida del Teatro Real. Por eso compramos libros, descargamos imágenes o coleccionamos discos ópticos de última generación. Son medios complementarios, aprobaría un ecléctico razonable. De acuerdo, siempre que se admita que son experiencias totalmente heterogéneas.

Para los amantes de la música culta: Herbert von Karajan realizó cerca de mil registros con el sello Deutsche Grammophon y vendió más de 300 millones de copias. Un crítico de Der Spiegel sugirió que el maestro austriaco tomó posesión de la Orquesta Filarmónica de Berlín como Zeus de Dánae: en forma de lluvia de oro. El director Zubin Metha dijo de Karajan tras su muerte: Su problema era que no se conformaba sólo con la música. Por el contrario, Sergiu Celebidache, otra leyenda del atril, se negó a realizar grabaciones de sus conciertos porque consideraba que desvirtúan el sentido de la partitura y eliminan los efectos sonoros que se captan en la salaEn sus charlas en la Residencia de Estudiantes recorría tonante toda la gama de matices que van desde la distorsión hasta la aberración. Las copias que hoy circulan de sus conciertos son piratas o comercializadas con la autorización de los herederos. ¿Cuál nos convence más? Se impone un eclecticismo de amplias miras, si tenemos claro que ningún equipo de alta fidelidad suena como una orquesta sinfónica.

Sobre los coleccionistas de imágenes. Son curiosos cuando menos los sitios web especializados en pintura, algunos de pago: Art Renewal CenterWeb Gallery of ArtLa ciudad de la pintura. De un autor, por ejemplo Gauguin o Le douanier Rousseau, la paleta cambia de modo inconsistente de unos sitios a otros; la gama del mismo cuadro va del rosa al amarillo como la película de Summers. Es imposible saber cómo es el cuadro original. Algo parecido ocurre con muchos libros de arte. ¡Si puristas como John Ruskin o Marcel Proust levantaran la cabeza, sus lamentos se oirían en la Plaza de San Marcos! 

Un ejemplo paradójico: la complejidad argumental de una película de culto como Memento de Christopher Nolan sólo puede ser descifrada si se ve en DVD con las opciones (como la acción del film) de parar, volver o repetir. Con el primer pase apenas te enteras del argumento. Parece pensada para “un consumo mediante técnicas de reproducción asistida”. La obra no funciona en el medio para el que se creó. Le pasa lo mismo a un clásico del cine negro de los años cuarenta, El sueño eterno, dirigida por Howard Hawks, aunque también puede ser por el pésimo doblaje. La otra posibilidad es ir a una filmoteca diez veces seguidas. El enredo haría las delicias de un apocalíptico como Adorno que, por lo demás, detestaba el cine.

La tesis de un purista radical: resulta más fácil leer Au bonheur des dames de Émile Zola en un lector digital con diccionario táctil que enfrentarnos a pecho descubierto con la edición de Gallimard y el Petit Robert al lado. Pero la mayoría de las obras clásicas fueron escritas para libros publicados con los tipos móviles de la galaxia Gutenberg. Tom JonesEugene OneguinEl castillo, no pueden ser leídos en ebook sin violentar su significado cultural y valor estético. El cambio de medio supone la condena de la obra a un consumo extraño, a la presencia de una nueva forma de alienación literaria. Aunque, por supuesto, concedería el suspicaz, numerosas producciones son compatibles con el libro electrónico. 

¿Es posible contemplar la inmensa arquitectura y el significado teológico de la catedral de Chartres en un Youtube de la serie Des racines et des ailes? Ciertamente no somos campesinos medievales obligados a medir con la vista las afiladas torres, escuchar el viento en los arbotantes o palpar los gruesos muros para sentir la emoción religiosa; pero sólo la presencia, la experiencia viva de la peregrinación puede respetar el aura, el marco y la intención de estos bosques de piedra... mantendría un ecléctico sublime y entreverado. 

La fotografía artística de los grandes maestros, Eugene Atget, Ansel Adams, Berenice Abbott, Edward Weston y tantos otros se hacía con cámara analógica, revelado tradicional y en blanco y negro. Un apocalíptico renegaría de la fotografía digital a todo color, con capas, trucos de magia y retoques Photoshop; mientras que un honrado purista pondría mala cara al procedimiento y entre paréntesis a los resultados.

Ricemos el rizo: Las Meninas fueron pintadas por Velázquez para ser colocadas en el cuarto de verano del Real Alcázar de Madrid, un despacho del rey Felipe IV. El cuadro estaba colgado junto a una puerta, y a la derecha se hallaba un ventanal. Se ha deducido que el pintor diseñó el cuadro expresamente para dicha ubicación, con la fuente de luz a la derecha, e incluso se ha especulado con que fuese un truco visual: como si el salón de Las Meninas pareciese una prolongación del espacio real del despacho del rey. (…) Cuando el cuadro fue trasladado al Prado, se colocó en la sala XV, al lado de un ventanal que le proporcionaba luz natural por la derecha, como en la ubicación original, efecto que se perdió con su cambio a la sala XII. Velázquez no pintó su obra maestra para ser expuesta en un museo, ni para ser vista por el gran público y menos aun en un marco inadecuado. Pero ni siquiera un apocalíptico de salón se atrevería a despotricar del Prado.

Me dejo otros soportes en el tintero, por ejemplo la fruición a marchas forzadas de archivos en la nube; mucha gente en el metro pasa imágenes de museo con el servicio de alojamiento Dropbox. O la lectura de comics en tabletas. Las viñetas se ven y se manejan mejor en el ipad que en papel. O la pasión por las plataformas de libre publicación del tipo Lulu, Booktango o Kobo Writing Life que ofrecen al lector las últimas tendencias narrativas o los delirios poéticos de creadores aficionados o profesionales. Y, por fin, la blogosfera, una revolución copernicana en la lectoescritura cuyo alcance todavía desconocemos.   

viernes, 7 de noviembre de 2014

Stupeur et tremblements


Entre los libros que Nathalie, mi profesora de L’Alliance Française de Madrid, me recomendó para este verano (de finales de Junio hasta después del Pilar) estaban La petite fille de Monsieur Linh de Philippe Claudel, un pastelón de crema, L’ecume des jours de Boris Vian, un tratado de existencialismo barato, y Stupeur et tremblements de Amélie Nothomb, el mejor. Lo he leído a finales de Julio durante las tediosas tardes de piscina en mi Sony Reader que solo uso para estos menesteres; es una gozada poner el dedo en el término que ignoras y al instante se lanza en el margen inferior su traducción y explicación léxica.  

De entrada, sería pretencioso que hablara del estilo de Nothomb y otras entelequias. Yo lo saboreo, pero al no ser mi lengua natal todos los libros en francés me saben bien, incluido El pequeño príncipe y las veinte mil leguas de viaje submarino (me gusta más el título original). Mi paladar es demasiado grueso. De Nothomb aprecio su sentido de la intuición, las asociaciones insólitas sin caer en la ocurrencia a la francesa (ella es belga), su espléndido sentido del humor y el tratamiento luminoso del absurdo. Aunque si la leyera en español quizás pensaría otra cosa. Créanme: hasta donde llego, nada tiene que ver la Madame Bovary original con la excelente traducción de Consuelo Bergés. Son dos libros distintos. La lengua francesa no es proclive a vueltas y circunloquios. El texto español dista mucho de la vie en province o del complejo esprit de la protagonista. Cada gramática ha modelado una forma de vida única, una visión del mundo inalcanzable para otras. No concibo una traducción fiable del Buscón al francés, por ejemplo. 

Vuelvo a Nothomb: sobre todo a su inteligencia. Es una mujer fascinante, permítanme decirlo de una vez. Por cierto, recomiendo echar un vistazo a sus impagables entrevistas en YouTube. Les resumo el argumento de Stupeur et tremblements: una joven belga es contratada en precario, faltaría más, por una multinacional japonesa (la novela es autobiográfica, como todas). Para ella es un reto en un territorio sin hollar por la francofonía. Sabe como todo el mundo que allí el trabajo se ha convertido en la totalidad, en la fuerza que organiza costumbres y tendencias. Pero sólo es el anuncio de lo que vendrá, del pasen y vean de la caseta ferial de los espejos. Pronto confirmará que la vida personal, desde la sexualidad hasta las relaciones sociales visibles, es un reflejo cóncavo o convexo de la multinacional. La primera regla es que extra muros nada vale. Toda la novela se desarrolla en las oficinas de la empresa. Amélie pasa el día de navidad encerrada en su despacho. Acaba por comprender que mirar por las ventanas es el único gesto de libertad permitido. Cuando acabe su contrato y huya, su única certeza será que ha intentado preservar su dignidad.

La lógica de la empresa japonesa es tan impenetrable como las oficinas de Kafka. De entrada, la especialidad profesional no cuenta. Sus jefes le asignan todo tipo de trabajos absurdos, órdenes delirantes, tareas innecesarias, humillaciones grotescas. Amélie, de veintidos años, una brillante licenciada, comienza su descenso a los infiernos en la sección de contabilidad, luego pasa a servir cafés a los jefes, después a la fotocopiadora en labores de conserje y, cada vez más bajo, en el séptimo circulo, la destinan a los lavabos masculinos… sin que haya alguna razón excepto el machismo y la xenofobia imperial. 
Descubre que la legendaria burocracia del Japón, eficaz y admirada, el organigrama que todo lo puede, es un mito. Se encuentra en medio de una Edad Media donde campan los señores del negocio. Todo el mundo es superior en su ámbito, pero sus órdenes no van más allá de los vocinazos. Una monadología donde las puertas sólo se abren para mostrar símbolos vacíos. El sistema funciona por sí mismo, como las ucronías cinematográficas del reino de las máquinas. Un monstruo tan redondo, una programación tan perfecta que los corredores y secciones se han convertido en un mundo paralelo. Un superior puede echar un chorreo brutal a su inmediato o sellar su desgracia, pero es algo que no atañe al mecanismo de la empresa. Es una especie de cruel teatro kabuki que refleja en las paredes las sombras animadas del proceso productivo. El libreto representa la lucha de las autoconciencias por anonadar al otro, la forma más degradante del trabajo. Su jefa inmediata, Fubuki (“tormenta de hielo”), símbolo de la helada belleza nipona, se convierte en su peor enemiga. Lo único esencial es el estupor y los temblores que siente el inferior ante la presencia del dios menor del piso de arriba. Es lo que sentía el paria ante la figura imponente del samurái. Un código de honor basado en el culto a la distancia insalvable y al terror por la incertidumbre de un destino que siempre está en otras manos. En esto consiste el sentido del título. Estupor y temblor son ahora los valores de una aristocracia financiera cuyo honor se ha convertido en un galimatías, en un mero desafío al sentido común. No hay que visitar los salones ancestrales o ciertos rincones herméticos para conocer los arcanos de la cultura japonesa: están en los rascacielos de las multinacionales.

Stupeur et tremblements es un relato de aventuras en la jungla de hormigón en la que el viajero debe interpretar correctamente los indicios porque le va la vida en ello. Un rastro equivocado conduce al desastre. Y esto es lo que le ocurre a la joven Amélie. Advierte demasiado tarde (una imagen de la vida, como el búho hegeliano de Minerva) que la delación por un desliz trivial es más fuerte que la amistad. Que lo más humillante para un ejecutivo es la compasión que puedas sentir por su caída. Que una autoconciencia quebrada solo puede remontar a costa del odio y la venganza. Que la belleza y misterio de la mujer japonesa es una máscara de la soledad, una víctima de la brutal sociedad patriarcal que oculta la ideología de la eficiencia.

sábado, 18 de octubre de 2014

Panthéon Nadar


Gaspard-Félix Tournachon (París, abril de 1821, marzo de 1910), más conocido con el sobrenombre de Nadar, es uno de los grandes maestros de la fotografía del siglo XIX. Como Eugene Adget, el llamado Mozart de la cámara, supo fundar un mundo propio más allá de cualquier criterio industrial o comercial y hacer del retrato una obra de arte.

A Nadar sólo le interesa la figura y la personalidad intemporal del personaje que posa. Esta frase contiene todos los estilemas estéticos de sus retratos.

De entrada, prescinde de cualquier elemento externo, ajeno al propio modelo, como rasgos decorativos, fondos de interiores, atrezzos y forillos, paisajes envolventes, estudios cargados de tomos, símbolos biográficos u objetos personales.

Pero el retratado debe hablarnos, decir algo de sí mismo, abrirnos ciertas claves de su temperamento o talento. Echen una ojeada a la galería y perciban la socarronería, el carácter abierto y la franqueza de Alexandre Dumas. O la belleza legendaria de la bailarina Cléo de Mérode, homenajeada por innumerable artistas (incluso esculpida por su feliz amante), deseada por toda clase de fieles, desde reyes a plebeyos. O el temperamento acaso demasiado reflexivo, distante, crítico hasta el desprecio de Émile Zola.

No obstante, hay algo más que rasgos psicológicos en sus retratos. Se busca expresamente un arquetipo para la posteridad, la imagen única que la cultura fijará en el panteón de los hombres ilustres. De modo que cuando admiremos sus obras o hablemos de ellos, inmediatamente nos venga a la cabeza la fotografía que les dedicó Nadar. Su Baudelaire o Proust condicionan la lectura de Les fleurs o La Recherche. De cada gran hombre circulan diversas representaciones pero sólo es la de Nadar la que verdaderamente cuenta.

Por eso prescinde en sus retratos de cualquier atisbo de espontaneidad, de plasmar el instante fugaz. Los celebrados momentos anecdóticos desaparecen. Al modo de la pintura, sus personajes posan hasta mostrar lo que se busca. Sus detractores le acusaron de utilizar los medios pictóricos para lograr los mismos resultados. Pero sería más preciso decir que sus placas llegan donde los cuadros no pueden. Nadar se sitúa más allá de la pintura, su arte es consciente del nuevo medio, de sus ventajas técnicas y limitaciones plásticas. No es casual que prescinda del color, del entorno narrativo, de la composición y los detalles... algo imposible de soslayar en un lienzo.

lunes, 13 de octubre de 2014

Comentarios en Facebook


Decía en Facebook mi buen amigo M.H. en una de esas entradas en las que todo brilla mientras se rompe como un espejo de consola abandonado en el páramo (arriba la imagen de su muro):

Entre 1954 y 1955, Claude Lévi-Strauss demostró lo que Kafka predijo: el proceso sustituiría al devenir, y a la verdad el procedimiento o formato. Insistieron Adorno, Arendt y tantos otros... Sesenta años después, la pérdida del sentido de lo real y del buen juicio que habría de acompañarlo dio lugar, bajo todos los aspectos de la "vida social", a un protocolo infinito. Mas, entre apartado y apartado, aún cabe alguna clase de ensueño.

Alimenté la hoguera con una de esas tormentas de ideas en un vaso de agua que a veces nos permitimos los dos (y cualquiera que se quiere apuntar).

No son las deducciones, a las que somos tan proclives, sino la experiencia la que me dice que la enseñanza sirve realmente para ganarte el pan y el queso que te comes (como decía Sherlock Holmes de su profesión). Que ensalzarla es racionalizar el proceso (viejo mecanismo de defensa) y denigrarla darle más importancia de la que tiene. El resto, en efecto, son las ensoñaciones de un paseante solitario (cuyo significado y valor dependen de cada cual).

No se hizo esperar la continuación tras los obligados me gusta.

No se trata solamente de la enseñanza, caro Rodolfo, pero es verdad que yo no podría enseñar nada si no me paseara solitario por el aula, dando la última clase como siendo la primera. ¡Tú tampoco lo habrías hecho! Lo que rodea, y cada vez aprieta más, poco o nada tiene que ver con lo que somos, aunque acabemos pareciéndonos más a eso por desgaste y presión de los elementos que a nuestros ensueños tangibles y productivos.

Y como la cosa es tal cual, no pude menos que asentir con matices:

De acuerdo. Enseñar hoy es cosa de fantasmas (que viene de fantasía) y lo demás apariencia. Ciertamente, amigo Miguel Ángel, lo más íntimo al hombre es la producción de mundos imaginarios a partir de los cuales otras facultades marcarán el territorio. La imaginación no es por tanto un estado mental transitorio que surge de forma discontinua entre nuestras sensaciones sino la existencia humana en sí misma.

(¡Qué remedio! añadió mi hermano tras otear más allá de las aulas).  

Insistió M.A. aguerrido:

Viene al caso una cita pesimista de Adorno (un pesimismo antropológico que en la filosofía y la vida suele ser preludio de la verdad): "Están por un lado los rigoristas abstractos, que luchan sin resultado por concretar quimeras, y por otro la pobre criatura humana que, como progenie de la deshonra, jamás tendrá posibilidad de librarse de ella".

Asustado, concluí la entelequia por el momento.

La “deshonra” a la que alude Adorno, en el caso de la enseñanza se concreta en dos momentos: la disolución del profesor en los protocolos (palabra que ha puesto de moda el ébola hasta para ir a mear) y la desaparición de alumno en el proceso, cuyo interés exclusivo es utilizarlo de forma indecente para salir del paso: al noventa por ciento de los bachilleres les da igual aprender física o historia que saberse de memoria la guía telefónica. Sólo queda cobrar la nómina y asistir impasibles, aunque plenos de conjuros, a esta pandemia incurable del rebuzno nacional.

Jaleó el tercero en concordia.

Escribir en un muro "La imaginación al poder" fue una redundancia. Siempre lo ha estado. Más madera.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Casa Lucio


Yantar en Lucio, el antiguo Mesón del Segoviano, es una obligación de todo amante del mantel puesto. Es un placer dar un paseo desde Ópera, por la Calle Mayor, el mercadillo de San Miguel hasta la Cava Baja, uno de los lugares más acogedores de la villa. No es fácil encontrar mesa porque Lucio está a salvo de los mercados y zarandeos de la crisis; siempre está lleno; tiene dos turnos de comida y cena y, por lo que dicen los hombres de ciencia que lo frecuentan, como en vida Severo Ochoa, no conoce el vacío. Es más: el espacio lo crean los objetos, no hay un marco de referencia independiente, la decoración es la multitud que se alimenta. De hecho, uno de los pocos defectos es que las mesas están demasiado juntas; incluso en los rincones más selectos dispones del territorio justo, lo cual tiene sus ventajas pues es normal pegar la hebra con la rubia fatal o con el guiri alemán que pregunta por los callos. Como en La Bola, se respira un ambiente de grupo que comparte vivencias opuesto al atomismo impersonal que sobrevuela muchos restaurantes de fin de semana; esos sitios anodinos que no son ni buenos ni malos ni nada. Lucio lo fomenta con las coplas de un cantaor que se arranca en mitad de la pitanza en las que elogia al dueño, a la gente y al arte del buen vivir. No se inquieten, sus jipíos duran tres minutos y no pasa la gorra. En resumen, si quieres participar de la fiesta, tienes que reservar con una semana de antelación.

Hay muchas formas de comer en el más célebre bistrot de Madrid y, en palabras de Lucio (que repite cada vez que vas), el más conocido de la historiaAllí han llenado la panza, si te entretienes en mirar las fotos, lo mejor (y lo peor) del gran teatro del mundo. No les canso con nombres y fechas, ustedes mismos. Yo he hecho por esta ciudad más que nadie, afirma convencido. Puedes ir con la señora y la pareja de viejos amigos, los mismos sin señoras, con los íntimos del trabajo, con la ex o con la otra, con la familia extensa (pagan los abuelos), solo, a oscuras y en celada… Cada variante tiene su precio y su forma. La horquilla de la cuenta es muy amplia. Cené este jueves “en el modo dos parejas”. El lema: todo es de todos. El intercambio no cesa. Si hubiésemos ido Juan y yo ninguno habría metido la cuchara en el guiso del otro. 

El primer logro de Lucio es el trato. Desde que entras, aunque sea la primera vez, eres uno más de la familia. Los camareros de la barra te saludan, tienen la frase salpimentada, piropean discretamente a las señoras (menos de lo que ellas quisieran); el maestro de sala, uno más, te indica la mesa y te entrega la carta. Durante la cena, los camareros y el propio Lucio, que por costumbre saluda como en las bodas a todos sus invitados, te hacen sentirte importante. Tratan con la misma pompa y circunstancia al comensal desconocido que al jugador del Real Madrid, al político del Senado o al tertuliano de peso. El piso de arriba parece un desfile de famosos.
El segundo logro es el tempo del servicio. Ni te agobian con emplastos traídos al instante ni tardan océanos de tiempo entre los platos. El tiempo justo en cada tercio: el aperitivo, los entrantes, la sopa, el plato principal, el postre, café, copa y puro… Si vas con las señoras el repertorio se reduce. Olvídate del churrasco, el rabo de toro, el capón o las alubias con faisán. Ellas miran el bolsillo y guardan la línea por este orden. Como contrapunto hay que impedirles que socialicen las alcachofas con crema, la tempura de verduras o la ensalada de escarola. Una vez que se equilibran las fuerzas, algo queda en la carta.

Te aconsejo el jamón de Jabugo especial, gástate un poco más y no pidas el de la clase media, disfruta de un aroma y sabor que no son de este mundo. Si te gusta el pan con tomate, también. El vino de la casa es un Rioja cumplidor, por debajo del jamón, pero si pides la carta de vinos el precio se dispara. Exquisitas las croquetas por unidades (mínimo tres por boca) y puedes cerrar las entradas con un plato de cocochas comunal (algo del mar hay que probar). Si prescindes de los grandes monumentos de carne y pescado, se imponen de segundo los huevos estrellados. Lucio dice que todos los imitan, la competencia, las amas de casa celosas, pero nadie los hace igual. A los letrados con servilleta les sugiere que escriban una tesis de su invento. Son una leyenda urbana: huevos de corral, patatas lustrosas, aceite de oliva virgen y un toque más hermético que le fórmula de la Coca-Cola. Son lujurientos. Si no me creen pasen y vean. En cuanto los pruebas (ese primer bocado glorioso) sabes que son otra cosa. Pero de lo que no se puede hablar, mejor es callar. Terminamos con el postre: el más famoso es el arroz con leche y costra. Una elección segura. No está dulzón o trabado, sino cremoso y suelto; el punto dulce lo pone el caramelo. La novedad es una delicada torrija cuyo sabor a canela te inunda la boca. Después un taxi y a casa. No andes por ahí estropeándote la cena con brebajes alcohólicos y conversaciones vanas. Todo lo que tenías que decir ya lo has dicho en Lucio. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

El tenderete de Óscar


Leía ayer absorto el estupendo comic de James Vance y Dan Burr Contra las cuerdas cuando salió mi hija de su cuarto, miró el libro por encima del hombro, sonrió con un gesto que conozco (¡A ver si maduras!) y se fue a la nevera…
- Los hombres no maduramos nunca, le dije al volver.
- Sólo maduran los aburridos, matizó.

Mi afición por el cómic viene de mi adolescencia conquense, incluso antes. Y en gran parte se la debo a Óscar, el dueño de un quiosco de venta e intercambio de cuentos que había a menos de cien metros de mi casa. Sólo tenía que cruzar la calle, un poco más allá del bar La Martina. Lo recuerdo como si lo tuviera delante. Se trataba de un tenderete dentro del portal; entrabas y a la izquierda había un mostrador forrado de hule oscuro de unos tres metros; el interior estaba lleno de estanterías metálicas con agujeros y debajo la caja del dinero o similar (no se veía). El cartel con los precios, al lado de un almanaque de pared, cambiaba cada tres años. Óscar era un tipo de edad indefinida, entre cuarenta y sesenta, bajito, de pelo canoso, gafas de concha sobre la enorme nariz y guardapolvo azul; en la calle parecía más alto. Pero sobre todo me acuerdo de sus manos: velludas, ágiles en el manejo, precisas como las de un cirujano.
Era un negocio sin trampa ni cartón, no como los llamados “intercambios de archivos” que se dan en la red a través de los programas P2P. El procedimiento era sencillo: supongamos que llevabas tres cuentos. Óscar cogía el primero, lo examinaba por dentro y por fuera, después sacaba de los anaqueles un mazo de entre diez y quince ejemplares. ¡Con que arte manejaba los tacos, ordenaba, alineaba, guardaba! Había dos criterios: la colección y la conservación. De una misma colección, por ejemplo El teniente Blueberry, los tenía nuevos, en buen estado y sobados. Los que estaban en la últimas los devolvía con gesto amable. Cuando te daba la salida, sin prisa pero sin pausa escogías. Una vez cambiados, pagabas y a disfrutar. La circulación de bienes era fluida, aunque si ibas con frecuencia las novedades se resentían. Era el momento de comprar y alimentar allí mismo el mercado. Lo bueno de Óscar era el trato personalizado. Como conocía los gustos de cada cual te daba sabrosos consejos mientras decidías tus cambios o compras.
Los cómics (como por fin los hemos llamado) que trocaba en el quiosco de Óscar eran un reflejo de la sociedad civil y militar de la posguerra. El guerrero del antifaz tajando infieles al grito de ¡Santiago y cierra España! era un remedo de la censura eclesiástica; Roberto Alcázar y Pedrín armados con porra y pistola, trasunto de los matones del régimen; Carpanta, un vagabundo cuyo único objetivo era manducar un mendrugo de pan con una sardina arenque, un espejo de la España del gasóleo y piojo verde; los nimios problemas de La familia Cebolleta, un paradigma moral de la familia franquista; o los demasiado jaleados El Capitán Trueno y El Jabato, símbolos de las gestas transnacionales de la banca y la cristiandad. Y sobre todo, los cuentos apaisados de la colección Hazañas bélicas de Boixcar en cuyas viñetas los marines norteamericanos llamaban a los nazis de las Ardenas “fritzs cabezacuadradas” y a los japos de Guadalcanal “perros chinangos” antes de fulminarlos. Eran los tiempos en que el General Eisenhower saludaba a la multitud en la Gran Vía desde un Rolls Royce descapotable escoltado por la guardia mora mientras Franco dormitaba a su lado.
Cuando volvía a mi casa, tras devorarlos (y ante la aprensión creciente de mis padres) sacaba lápiz y cuaderno y jugaba a pintar mis propias aventuras tirado en el suelo. Hojas y hojas llenas de sables, tanques, caballos, portaviones, legionarios, soldados. Por allí desfilaban las batallas del Maratón, de Midway, de las Navas de Tolosa o la derrota de Rommel en el Alamein. Hubiera preferido jugar al fútbol o al pillado, pero… Si hubiesen estado de moda los psicólogos infantiles, habría acabado en la consulta de alguno. Me lo imagino interrogándome con mirada alucinada tras observar mis cuadernos.

- Por qué pintas esto.
- Porque me divierte.
- ¿Te divierten las batallas?
- No, me divierte pintar las batallas.

Recuerdo a mi abuelo materno regalarme con intención terapéutica La isla misteriosaEl libro de las tierras vírgenes o El Conde de Montecristo. Sin éxito. Estuve cambiando cuentos en Óscar hasta que acabé la carrera (nueva alarma de mis padres por mi salud mental). Sin distancia bretchiana compaginaba la lectura de SupermanBatman con los libros de Roman Gubern sobre el lenguaje de los comics. Después, mucho después, agradecí a los cuentos de Óscar los servicios prestados y los guardé en un cajón del que curiosamente desaparecieron. Pero todo permanece. Hoy tengo una aceptable colección de comics y al menos una vez al mes frecuento las excelentes secciones de la FNAC, La Central o la Casa del Libro. Cuando vuelvo a mi casa con la mercancía disimulo hasta ponerla a buen recaudo para que nadie se preocupe por mis manías. Me siento un Mik Jagger de la historieta, ¡Sólo son comics, pero me gustan!