domingo, 31 de enero de 2021

La pandemia. El sueño de Chirico

 

Nunca me había despertado con una sensación tan vívida de olvido. La luz de una Luna amarillenta, irreal, envejecida, se filtraba por las rendijas de las persianas. No se oía nada, como si las capas de silencio se sumaran para formar una campana de vacío dentro y fuera de la casa. La luz de la lámpara no se encendió; tampoco el foco del techo. Todavía no había amanecido. Mi memoria era plana. Los sentimientos más sencillos habían huido. Los pensamientos se dispersaban como el humo. Traté de hablar y mis palabras resonaron lejanas, como el eco de una gruta. Sentí la lucidez de un cristal recién soplado, translúcida, impropia de un sueño profundo. Era una certeza sin palabras, sin contenidos ni preguntas.

Abrí con esfuerzo la persiana. Como si las lamas se hubieran encajado por efecto del desuso. La habitación estaba como siempre. Los objetos en su sitio: la cama arrimada a la pared; encima, la estantería repleta de libros; los instrumentos musicales que había comprado durante mis viajes colgados en la pared. Enfrente las jarras de cerámica y los cuadros abstractos. El cristal de la ventana se había vuelto opaco como si una espesa niebla lo cubriera. Salí al balcón de la terraza. Nadie en un mundo sin vida. Supe que un tiempo incontable había transcurrido desde que me acosté. Una capa de polvo espeso y ceniciento cubría los objetos: mi mesa de trabajo, las puertas y cajones del armario, la ropa colocada encima de una silla, la maceta con el tronco de Brasil. El despertador parado, con la pila sulfatada, marcaba las tres de la tarde.

Sacudí la ropa y me vestí lentamente, como si quisiera evitar el siguiente paso. Preparé la bolsa de viaje con lo indispensable. Atravesé el pasillo central de la casa dejando las huellas en las baldosas. Me dirigí a la salida sin más, sin recorrer por última vez la casa. Me costó abrir la puerta. La llave, que dejo puesta por seguridad, parecía oxidada. Tras varios chirridos la cerradura cedió. La escalera estaba desierta, no solitaria por las altas horas de la noche sino abandonada. Sabía que por mucho que llamara a los pisos (los timbres no sonaban) nadie saldría. Por las ventanas del patio interior entraba la luz mortecina de la aurora. El ascensor estaba parado entre dos pisos. Bajé lentamente. La barandilla ensuciaba las manos. La cancela del portal parecía manchada de herrumbre. La calle era la misma pero el tiempo había hecho estragos en aceras y fachadas. No había coches, los semáforos no funcionaban. Algunos anuncios se habían derrumbado. Anduve por la ciudad durante varias horas. Vi plazas solitarias, torres sin sentido, extraños soportales, luces sin colores, sombras sin sol, nubes inmóviles carentes de forma; caminos que se pierden en caminos, peces muertos en las fuentes sin agua, ventanas que reflejan muros derribados, amaneceres imposibles, cornisas de contornos misteriosos, bóvedas sin propósito, arcos anteriores al hombre, suelos ajedrezados, estatuas de caballos ciegos, cuarteles abandonados en un horizonte negro, estaciones con trenes que nunca parten, jardines que florecen en oscuros pasadizos. Los cierres metálicos de los comercios estaban cerrados. En algunos, acristalados, se adivinaba tras la penumbra el busto desnudo de los maniquíes sin ojos. Nadie, sólo la soledad espectral como eterna compañera. Me alejo en dirección a las afueras, hacia río y los álamos, a las trochas y a los campos de girasoles todavía dormidos; camino con decisión, pero sin propósito; sólo abandonar aquellos lugares sombríos y abrumadores. Sé que tengo que ir allí y, como en el relato bíblico, no volver jamás la vista atrás. 

jueves, 28 de enero de 2021

Finitud

El concepto de finitud es el más relevante de la teología medieval. Del latín, finitus, finis significa final y límite. Fue utilizado por maestros y doctores para comparar la realidad terminal y limitada de las criaturas con la plenitud absoluta de Dios. Un Dios omnipotente, omnisciente e infinitamente bueno. Cada uno de sus atributos suscita paradojas insalvables (por ejemplo, la predestinación), pero especialmente el último: el problema del mal en el mundo. Delirantes teodiceas de todos los tiempos (incluidas las negacionistas) han intentado desatar este nudo gordiano. Lo cierto es que solo hay tres soluciones: que Dios no existe, que Dios es la infinitud del universo (la más convincente) o que entre las potencias de Dios no está ocuparse de una especie menor que habita en un planeta errante, perdido en el Cosmos. Elije la que prefieras. Cualquiera es compatible con la pandemia que nos diezma; que nos hace sentir la fragilidad de la vida humana, la presencia inmediata, cotidiana, de la muerte, ajena a cualquier tratamiento metafísico o narrativo. La simplicidad de la muerte, del libro “El corazón es un cazador solitario”, de la escritora Carson McCullers. Decía Gabriel García Márquez: Morir es más sencillo de lo que parece.

Ya no se cumple el arquetipo de que la única muerte natural es la de los otros. Nos hemos acostumbrado a vislumbrar tras los cristales las alas del Ángel Oscuro, a imaginar por calles y recintos las sombras siniestras de la Parca; a comprender como un no vivo, invisible, tan antiguo como la Tierra, tiene la capacidad de poner en peligro la supervivencia de la especie humana. Pura teoría de la evolución. De las mutaciones surgidas al azar la naturaleza selecciona las más aptas. El que no debe ser nombrado se extiende imparable hasta los confines más inhóspitos del planeta. Schopenhauer reafirmaría el cumplimiento de la voluntad como la cosa en sí, el sentido último del mundo fenoménico (no el azar), la única fuerza universal que rige la naturaleza desde los seres inanimados hasta el hombre, una voluntad inconsciente pero inexorable (una de cuyas manifestaciones es la razón). Así, el no vivo cumple su implacable voluntad de existir.

Hemos recurrido a los poderes de la ciencia para poner freno al apocalipsis de la selección natural (o de la voluntad en la naturaleza): una lucha desigual entre las edades de la Tierra y los descubrimientos más recientes, entre la ciega voluntad de existir y la razón científica (en el fondo voluntad de poder), una lucha contra unos demonios letales que nosotros mismos hemos convocado.     

Los virus se cuentan entre los primeros pobladores de la Tierra, nuestra única patria y morada, y serán los últimos en abandonarla. Aunque es posible imaginar un final optimista: el verdadero triunfo sobre la finitud es haber nacido, haber robado al no ser una inapreciable, aunque fugaz existencia entre dos eternidades. El mundo de las sombras no es el de los muertos sino el de los infinitos no nacidos.