En 1917 se fundó en Nueva York (como no podía ser de otro modo) la Society for Independents Artists (un remedo de su equivalente en París). Por el módico precio de seis dólares (unos treinta euros actuales) cualquiera podía airear alguna de sus obras en la sala de la flamante institución.
Marcel Duchamp, uno de los socios, molesto, según parece, por ciertos excesos verbales y la forma pretenciosa de organizar el evento, decidió desafiar la tolerancia de sus colegas mediante la presentación con pseudónimo (Mr. Mutt, “el caballero vulgar”) de La fuente. Se trata de un urinario como los que hay en cualquier servicio público de caballeros.
El comité de selección consideró que la exhibición de La fuente tenía algunos inconvenientes. Para empezar, no se veía la belleza por ninguna parte. Además una fatal anticipación de la realidad asociaba fácilmente "aquel objeto" con la actitud previsible de algunos graciosos. Otra de las dificultades era cómo y dónde colocarlo: ¿Anclado en la pared a la altura de un WC?, ¿elevado sobre una tarima de color blanco loza? Obviamente, no merecía ocupar el centro de la sala, en un lugar apartado era una invitación a la micción, en los lavabos una provocación. En resumen, el enojoso asunto, pensaron juiciosamente los miembros del comité, podía calificarse sin más de “broma de mal gusto”.
El resultado inicial fue que La fuente nunca se presentó en la Sociedad de Artistas Independientes (ni siquiera apareció en el catálogo de la exposición, a pesar de que Mr. Mutt abonó religiosamente los seis dólares). El autor de la ocurrencia mingitoria, una vez revelado el secreto de su identidad, dimitió por razones obvias de su condición de miembro. El escándalo estaba servido…
Al cabo de unos días, todos, incluido Duchamp, se habían olvidado del embarazoso asunto. Sin embargo, otro de los socios, Walter Arensberg, judío y, por tanto, inteligente, decidió seguir el juego y comprar La Fuente. Sin embargo, el urinario no aparecía por ninguna parte. Tras una minuciosa búsqueda, resucitó detrás de un falso tabique de la sala (obviamente, alguien lo ocultó para evitar cualquier tentación surrealista). El resultado diferido fue que la obra se hizo famosa. Hoy La Fuente forma parte de la historia del arte.
-----------------------------------------------------------------
¿Habíamos llegado por fin a la muerte del arte? Por supuesto que no. Reírse sin más del arte es celebrar la propia ignorancia y Duchamp era, ante todo, un tipo perspicaz. Además, es imposible fulminar la especificidad del arte sin recurrir al pensamiento, por lo que, detrás de las ruidosas manifestaciones, se abría paso un nuevo espacio intelectual sin paletas de colores ni golpes de cincel.
De entrada, La fuente plantea una pregunta genérica sobre la definición del arte: ¿Qué hace que una producción plástica sea considerada como tal?
El autor intentó demostrar con La fuente (en general con su concepción de los ready made) que se pueden crear obras de arte sin fabricarlas: basta con la elección (o la modificación accidental) de ciertos objetos de uso común para conseguirlo. Lo que confiere sentido artístico a la obra reside ahora en el acto de elegir. Tal y como formuló el propio Duchamp: que el Sr. Mutt haya hecho con sus manos La fuente o no, carece de importancia. Él es quien la ha elegido. Ha tomado un artículo común de la vida de todos los días, lo ha colocado de modo que su significado útil desapareciera, ha creado un nuevo pensamiento para este objeto.
La técnica de creación de los ready made se ha denominado “descontextualización de patrones prefabricados dotándolos de una nueva idea”. Consiste en sacar a un objeto de su entorno para que, una vez eliminado su significado habitual, adquiera otro distinto y luminoso. Un urinario es un útil de la vida cotidiana (nunca algo estuvo más cerca de nosotros); un material en serie que se puede adquirir en cualquier comercio del ramo y que en sí no contiene ninguna cualidad estética, sea oculta, añadida o sobrentendida (como ocurre, por ejemplo, con las obras del Pop art, de Andy Warhol). La descontextualización asigna desde la nada al objeto un aura cultural que lo legitima desde el instante de su fundación y supone la condición de su existencia. De este modo se trasmuta milagrosamente el significado de un material acabado (industrial) en otro esencialmente distinto (artístico) sin variar un ápice su facticidad.
¿Ahora bien, de dónde procede el aura que convierte a un objeto vulgar en una obra de arte? Depende, probablemente por este orden, de quién elige (en este caso, un artista reconocido que ya había puesto en circulación otros polémicos ready made); de cuándo elige (Duchamp esperó a la fundación de la citada sociedad para sobreactuar); de cómo elige (hay que reconocer que la puesta en escena logró el efecto deseado); a cuáles y cuántos se dirige (colegas dispuestos a quedarse con la boca abierta, fotógrafos reconocidos, amigos famosos, revistas especializadas, galerías hambrientas de novedades y negocio, un público abierto a “la evolución imparable de las artes plásticas”, una minoría intelectual comprensiva con la idea de la “desacralización del arte”).
La obra original, de 60 cm de altura, se ha perdido; se conservan dos versiones: la de Sydney Manis, de Nueva York, de 1951, y la de la Galería Schwarz, de Milán, de 1964, las tres exactamente iguales.