Historias de la vida misma. Fui profesor asociado en la UNED durante diez cursos. Impartí las asignaturas de fundamentos de filosofía y de introducción a la psicología en primero de la especialidad (que no era la mía, lo que me proporcionó algunos quebraderos de cabeza). Por ejemplo: una alumna, joven pero casada, me abordó al acabar la clase para pedirme consejo sobre un tema familiar. Su aspecto era el de un alma en pena. Le dije (con las prevenciones del caso) que si lo tenía se lo daría gustoso.
- Tengo un hijo de nueve años, Guillermo, y es superdotado, desgraciadamente. Por supuesto, es el primero de la clase pero el colegio le aburre mortalmente, va veinte leguas por delante de los demás. Obviamente su maestro no es un experto en educación especial y se limita a ponerle dieces y felicitarlo. El problema es que mi hijo evita relacionarse con sus compañeros, los elude y se aísla en la última fila del aula o en un rincón del patio. Rechaza sin contemplaciones todos los deportes de equipo y si hay que preparar un trabajo en grupo, lo resuelve en cinco minutos, se lo da al primero que pasa y se esfuma. El profesor me contó que un día se acercó a Guillermo en el recreo; estaba sentado en un banco y le sorprendió la concentración con que se miraba las manos. Cuando le preguntó qué hacía, le respondió: “Las articulaciones, su posición, sus funciones, su diseño anatómico… son admirables”. Y después enumeró por orden los distintos huesos, músculos, tendones, etc. No los habían estudiado en clase.
Pero la cosa no para ahí, continuó la madre: no puedo discutir con mi marido tranquilamente, porque si nos oye –y su oído es muy fino- nos da todo tipo de consejos conyugales. “Yo creo, dice, que en este asunto que os preocupa lleva la razón mamá: primero, ahora no es el momento de cambiar de coche, porque si queremos ir de vacaciones a la playa hay que esperar; segundo, etc.”. A pesar de su interés por nosotros no se deja besar o abrazar; desde muy pequeño cada vez que he querido darle un achuchón se ha escurrido entre mis brazos como una anguila. ¡Imagine mi pena! Lo han tratado varios psicólogos, pero lo único que consiguen es que vuelva de la biblioteca pública con un tomo sobre terapia infantil. A la tercera sesión discute con ellos sobre el desarrollo de la inteligencia en Piaget. No lo puedo soportar. Cualquier asunto que le atrae se convierte en obsesión. Es capaz de memorizar la partida de ajedrez (¡otro suplicio!) que leyó ayer en el periódico o diez minutos del diálogo de una película que le gustó (casi siempre “de mayores”), también repite las palabras exactas que le dije el año pasado sobre cualquier tema (y que yo por supuesto no recuerdo). Su padre es perfeccionista pero a su lado es un manazas. Puede pasarse una tarde entretenido en desmontar y montar la tostadora. La deja mejor que estaba. Por no hablar de sus demostraciones con los ordenadores y videojuegos. Puedo asegurarle, y esto es lo más doloroso, que las personas no son su principal interés.
- Tengo un hijo de nueve años, Guillermo, y es superdotado, desgraciadamente. Por supuesto, es el primero de la clase pero el colegio le aburre mortalmente, va veinte leguas por delante de los demás. Obviamente su maestro no es un experto en educación especial y se limita a ponerle dieces y felicitarlo. El problema es que mi hijo evita relacionarse con sus compañeros, los elude y se aísla en la última fila del aula o en un rincón del patio. Rechaza sin contemplaciones todos los deportes de equipo y si hay que preparar un trabajo en grupo, lo resuelve en cinco minutos, se lo da al primero que pasa y se esfuma. El profesor me contó que un día se acercó a Guillermo en el recreo; estaba sentado en un banco y le sorprendió la concentración con que se miraba las manos. Cuando le preguntó qué hacía, le respondió: “Las articulaciones, su posición, sus funciones, su diseño anatómico… son admirables”. Y después enumeró por orden los distintos huesos, músculos, tendones, etc. No los habían estudiado en clase.
Pero la cosa no para ahí, continuó la madre: no puedo discutir con mi marido tranquilamente, porque si nos oye –y su oído es muy fino- nos da todo tipo de consejos conyugales. “Yo creo, dice, que en este asunto que os preocupa lleva la razón mamá: primero, ahora no es el momento de cambiar de coche, porque si queremos ir de vacaciones a la playa hay que esperar; segundo, etc.”. A pesar de su interés por nosotros no se deja besar o abrazar; desde muy pequeño cada vez que he querido darle un achuchón se ha escurrido entre mis brazos como una anguila. ¡Imagine mi pena! Lo han tratado varios psicólogos, pero lo único que consiguen es que vuelva de la biblioteca pública con un tomo sobre terapia infantil. A la tercera sesión discute con ellos sobre el desarrollo de la inteligencia en Piaget. No lo puedo soportar. Cualquier asunto que le atrae se convierte en obsesión. Es capaz de memorizar la partida de ajedrez (¡otro suplicio!) que leyó ayer en el periódico o diez minutos del diálogo de una película que le gustó (casi siempre “de mayores”), también repite las palabras exactas que le dije el año pasado sobre cualquier tema (y que yo por supuesto no recuerdo). Su padre es perfeccionista pero a su lado es un manazas. Puede pasarse una tarde entretenido en desmontar y montar la tostadora. La deja mejor que estaba. Por no hablar de sus demostraciones con los ordenadores y videojuegos. Puedo asegurarle, y esto es lo más doloroso, que las personas no son su principal interés.
Hay centros especializados, le sugerí, para este tipo de niños. Sí, me contestó, pero son muy caros y no te garantizan resultados positivos ni siquiera a medio plazo…
Volví a encontrarme con Guillermo siete años más tarde en una clase de primero de bachillerato. Supe más adelante que procedía de un colegio privado, tenía un expediente estratosférico y fama de alumno difícil. Cuando le pregunté a la orientadora psicopedagógica me dijo que no podía dejarme su informe porque era reservado pero que lo podía considerar un “alumno aventajado”.
Volví a encontrarme con Guillermo siete años más tarde en una clase de primero de bachillerato. Supe más adelante que procedía de un colegio privado, tenía un expediente estratosférico y fama de alumno difícil. Cuando le pregunté a la orientadora psicopedagógica me dijo que no podía dejarme su informe porque era reservado pero que lo podía considerar un “alumno aventajado”.
Fiel a su costumbre se ponía en la última fila, sus compañeros lo respetaban desde la barrera. Sólo se sentaba a su lado su fiel escudero, un pelirrojo bajito y zambo, bastante raro, que parecía venerarlo. Nunca entendí la naturaleza de la simbiosis. Las preguntas de Guillermo sobre la asignatura eran alarmantes (prefería atenderlo aparte, en el departamento). Sus exámenes eran perfectos aunque nunca hacía las actividades de clase en el cuaderno. "No me hace falta", se excusó. Tampoco tomaba apuntes ni abría el libro de texto. Llamé a su madre y al punto nos reconocimos. “Es mejor estudiante que yo” (no había acabado la carrera). Me contó que Guillermo había mejorado sus habilidades sociales aunque las conductas afectivas no “estaban normalizadas”. Según parece, la inteligencia emocional le estaba vedada. Aunque ella ya no lo pasaba tan mal porque a cierta edad los jóvenes se vuelven más independientes. Se consolaba con la generalidad de la distancia afectiva.
Guillermo tenía el hábito de sacar en clase un ajedrez de bolsillo al que jugaba mentalmente, sin piezas. Lo cual no era obstáculo para responder correctamente a cualquier pregunta. Su nivel de atención, se podría afirmar, era multilateral; podía focalizar varios temas a la vez, algo imposible para una persona normal. Me contó que simultáneamente era capaz de leer una novela, escuchar una canción en inglés sin perder detalle y resolver un problema de álgebra. Su cerebro era un procesador de tres núcleos. Mientras que otros profesores lo echaban de clase sin contemplaciones cuando se negaba a guardar el tablero, yo fui tolerante, lo mismo que sus compañeros a los que sin duda ayudaba y eso debió ser el motivo de que conmigo no se cerrara en banda.
Recuerdo una de nuestras conversaciones en el departamento.
- Según ese tal Wittgenstein del que nos habló ayer, me dijo al entrar, sin siquiera saludarme y antes de sentarse en “su silla”, ética y estética son el sentido del mundo y además lo mismo. Dos afirmaciones que no acabo de entender.
Le expliqué que la razón teórica, el conocimiento científico (era un alumno de ciencias) nos explica objetivamente cómo es el mundo y la razón práctica nos propone subjetivamente qué o cuál es, su sentido…
- ¿La razón práctica incluye sólo la ética y las estética?
- No, también la religión y la política, aunque Wittgenstein no las cite en ese texto que hemos leído en clase.
- ¿Considera usted que la religión es “razón”?
- En cierto modo sí, puesto que exige al sujeto una reflexión teológica a favor, en contra o al margen. En nuestros tiempos no existe la fe ciega del campesino medieval.
- ¿Considera usted que la política es "razón"? La gente vota, por ejemplo, por cualquier tipo de motivos excepto los racionales. Los políticos ni siquiera respetan el principio de contradicción.
- La política tiene también un fundamento reflexivo; la mayoría de los grandes filósofos se han ocupado de ella por lo que tampoco podemos separarla de las actividades a las que te refieres.
- Según ese tal Wittgenstein del que nos habló ayer, me dijo al entrar, sin siquiera saludarme y antes de sentarse en “su silla”, ética y estética son el sentido del mundo y además lo mismo. Dos afirmaciones que no acabo de entender.
Le expliqué que la razón teórica, el conocimiento científico (era un alumno de ciencias) nos explica objetivamente cómo es el mundo y la razón práctica nos propone subjetivamente qué o cuál es, su sentido…
- ¿La razón práctica incluye sólo la ética y las estética?
- No, también la religión y la política, aunque Wittgenstein no las cite en ese texto que hemos leído en clase.
- ¿Considera usted que la religión es “razón”?
- En cierto modo sí, puesto que exige al sujeto una reflexión teológica a favor, en contra o al margen. En nuestros tiempos no existe la fe ciega del campesino medieval.
- ¿Considera usted que la política es "razón"? La gente vota, por ejemplo, por cualquier tipo de motivos excepto los racionales. Los políticos ni siquiera respetan el principio de contradicción.
- La política tiene también un fundamento reflexivo; la mayoría de los grandes filósofos se han ocupado de ella por lo que tampoco podemos separarla de las actividades a las que te refieres.
- No entiendo la segunda parte. ¿Por qué ética y estética son lo mismo? Me parece que es muy distinto no codiciar los bienes ajenos que disfrutar de un concierto.
- Por supuesto. La afirmación de Wittgenstein es bastante enigmática. Lo que tienen en común es su proximidad en la gama alta de valores: lo bueno, lo bello, lo justo, lo sagrado… Para los sabios de la antigua Grecia lo bello era bueno y viceversa.
- Para mí el sentido del mundo son las matemáticas, sentenció Guillermo, aunque sean una ciencia y, según usted, razón teórica.
- ¿Cómo puedes explicarlo? Le sugerí, pues ahora era yo el interesado.
- Porque las matemáticas enfilan una dirección única de lo que usted llama razón práctica. De las matemáticas se sigue una ética del equilibrio y la capacidad de razonar en todos los ámbitos, incluso la religión y la política; una estética de las proporciones del mundo y la armonía interior del hombre, una visión numérica, incluso estadística, de la justicia conmutativa y distributiva, y una idea de Dios como supremo arquitecto que ordena con arreglo a leyes inmutables. ¿Quiere que discutamos cada una de estas conclusiones?
- Nadie entre aquí que no sepa geometría, pensé en voz alta.
Le aplaudí conmovido. Él se dio cuenta y lo apreció. Dudo mucho que Guillermo tuviera una inteligencia emocional menos desarrollada que sus semejantes. Al contrario. Simplemente sus caminos serán distintos y más elevados. Era un platónico maravilloso.