Hace algunos años, Arturo, dueño de un próspero bar en Bayona, ese pueblo encantador a orillas del mar en la comarca de las Rías Baixas, me invitó a la boda de su hija.
Arturo vivía en Bayona y tenía en Nigrán una propiedad rural de más de mil metros cuadrados en la que se había construido una casa de dos plantas del estilo “población dispersa”, ese mosaico irregular de tejados que pinta inconfundible las suaves colinas del interior gallego.
¡Era una casa espléndida comparada con las madrigueras que habitamos en Madrid! La habitación más grande era la cocina, cerca de cuarenta metros cuadrados (no exagero). Sin duda un vestigio de las costumbres de sus ancestros: al amor de la lumbre, los celtas se reunían en un círculo mágico para descansar de las labores, compartir afectos, hablar de los ausentes, invocar a los dioses o restaurar los cuerpos.
(¡Aprendimos a vivir en la cocina!)
Durante diez veranos Arturo me alquiló su finca y nos hicimos amigos por esos lazos invisibles que proporcionan la distancia vital y los hábitos.
El apego a la tierra y a la propiedad familiar son dos rasgos que marcan la idiosincrasia del paisano que habita estas tierras generosas.
Un domingo del sexto año, después de la siesta, se acercó Arturo con su Citroën a la finca de Nigrán y lo aparcó delante de mi casa (que era la suya). Tras una bienvenida a la gallega (que incluye un repaso completo de nuestras andanzas desde la última vez que nos vimos), nos entregó las tarjetas de invitación a la boda de su hija Marta y Antonio, un funcionario del cuerpo de Correos.
Después me llevó a dar un paseo por los aledaños para mostrarme las muchas parcelas que había heredado de sus padres. Cada una en un sitio: esta aquí, esa allá, aquella se verá…
Tras dar más vueltas que un tiovivo, de hollar angostos senderos, patear campos de maíz, evitar ortigas y zarzales, me dio a entender vagamente, como buen gallego, que estaba dispuesto a desprenderse de unos terrenos (que teníamos delante) a un precio razonable (¡y lo era, vive Dios!). Me dijo que la autovía del Oeste se terminaría en breve y después los terrenos valdrían el doble (lo cual resultó ser cierto).
Era imposible no darse por aludido.
- Lo cierto es que no sirvo para los negocios, aunque sean buenos y seguros, contraataqué. No puedo dormir por las noches. Te lo agradezco de corazón, Arturo, además ¿para qué quiero yo un sembrado (o algo parecido) a setecientos quilómetros de mis cuarteles de invierno?
Le dije que tenía ante sus narices a un irresponsable que tiraba el dinero en monsergas, como viajar por el mundo. Que pensaba ir en Septiembre a Nueva York, que mis ahorros dormían perezosos a la espera de absurdos caprichos. Lamentable, sin duda, pero no sabía hacerlo de otro modo.
- ¡Y tanto, me dijo! Te vas a Nueva York, llegas, miras, vuelves y no tienes nada. Sin embargo, la tierra está siempre ahí, cuando te vas y cuando tornas; cuando estás y cuando no estás; cuando estés y cuando no estés (sentí un escalofrío). Siempre es la misma, para tus hijos y para los hijos de tus hijos (toda una muestra de filosofía eleática).
Sentí que mis argumentos, propicios a la finitud y al cambio, no servían de nada. Por respeto a la evidencia que tenía delante no le di más razones; además me hubiera considerado un chiflado (la idea sobrevolaba el éter) y peligraba el alquiler del próximo verano (la imagen de mi mujer repasando a diario el desliz selló mi boca).
Se estaba construyendo, prosiguió, otra casa-población-dispersa en sus minifundios y además quería comprar un adosado en Gondomar. Aunque era riquillo (cosa que negaba), necesitaba dinero para financiar sus proyectos monocordes. Le pregunté si se iba a mudar a Gondomar o quizás necesitaba las casas para alguno de sus hijos… ¿Para Marta, tal vez? Me dijo que ya se vería, lo primero era tenerlas y después pensar en ello (un caso admirable de voluntarismo). Como lo entendía pero no lo comprendía dejé que la conversación languideciera y girase por otros rumbos, por ejemplo, los preparativos de las nupcias de su hija.
En mitad del camino hicimos un alto en la venta de la fuente, famosa por las meriendas de los viernes. Ventilador en el techo, mostrador de aluminio, mesas de formica, sillas de plástico, televisión encendida, moscas por doquier… Desagradable. Pero podías salir a un amplio jardín tapiado, un antiguo corral de vacas con suelo de hierba segada, emparrado frondoso, mesas de piedra, bolos de palo y un juego de rana. Nos sentamos. Durante las dos horas siguientes, Arturo me contó la vida y milagros de la familia del novio (al que no tenía el gusto de conocer). Cuáles de sus parientes habían simpatizado con los rojos (tenían suerte de estar vivos, pensé). Quiénes habían emigrado a Alemania para conseguir un empleo y prosperar (más bien para no comer mondas de patata). Licinio, tío materno del chico, tras volver de Frankfort se había comprado en Vigo un piso en la Plaza de España y aparejado un dúplex en Cabo Silleiro (atufaba a polvo blanco). Dos hermanos paternos no se hablaban desde hacia quince años y andaban en pleitos por tres metros de una linde (en la Galicia profunda los abogados se hacen de oro). Un primo hermano se entendía con su cuñada mientras el marido miraba a la ría (¿con quién se entendería el complaciente cuñado?). También me habló de su hijo menor, Eusebio (un nombre muy poco celta) que se había matriculado en la facultad de Ciencias del Mar en Vigo. El mozo, para pagarse los estudios, se había enrolado en un pesquero de bajura dedicado a la sardina. Abrí los párpados. ¿Podía acompañarle un día de faena? (Prometía no molestar ni preguntar por las últimas causas).
- Imposible, me dijo tajante, no admiten turistas a bordo ni siquiera pagando y además parten al alba (se hubiera sorprendido de la hora a la que me levanto en Madrid para ir al trabajo).
Luego le tocó el turno a los achaques de su mujer (una enferma inimitable), el tiempo en Galicia (en cuanto pasan tres días sin lluvia los paisanos están desesperados), los incendios del verano, los acontecimientos del año…
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Hay varios tipos de boda (descartamos las que paga la prensa del corazón).
- La boda en un juzgado del arrabal con almuerzo casero, al que sólo asisten los padres y padrinos, que a veces son los mismos.
- La boda de blanco en la iglesia y buffet elegante, acabas con más hambre que el galgo de un gitano.
- La boda catedralicia en restaurante de moda u hotel de postín. La carta rimbombante nunca responde a la calidad de unas viandas decepcionantes, recalentadas y en serie.
- La boda gallega… Otro mundo, créanme, si es que todavía no lo saben por sí mismos. Trataré de probárselo.
Al salir de la venta me contó que llevaba diez años ahorrando para pagar los gastos del convite.
Sumaban aparte el traje de la novia, el mercedes negro, el trato con el parador de Bayona para celebrar la misa en su iglesia, las flores del altar, la alfombra del pasillo, la misa cantada por tres sacerdotes (imprescindible para calibrar el estatus de una boda), la banda de gaitas y otros mil detalles que no recuerdo.
Cerca de mi casa me anunció el programa completo de la boda:
- Romería temprana a la ermita de la Virgen del Carmen (Maria regina maris).
- Reunión de los invitados en la plaza mayor de Bayona.
- Tentempié en el bar de su propiedad.
- Misa solemne en la iglesia del parador.
- Refrescos y almuerzo en un conocido restaurante.
- Baile con barra libre en la pista del local.
- Fin de fiesta, chocolate con churros y buñuelos.
- Adiós a los novios.
Parecido a otras bodas, de acuerdo; pero al final de mi relato admitirán que no hablamos de lo mismo.
Cuando el sol se puso regresamos a la finca. En presencia de mi mujer, le di las gracias a Arturo por el detalle de habernos invitado a la boda de su hija el día de Santiago a la que asistiríamos encantados... Sin dejarme acabar la retahíla abrió su coche y antes de irse me espetó:
- Piénsatelo bien, todavía estás a tiempo de hacerte con las tierras.
Ana me miró horrorizada. Más tarde fue la primera en defender la tesis de la compraventa. No insistí. Afortunadamente se le olvidó en tres días (si hubiera insistido, hoy tendríamos unos pastos en Galicia con la cabra del vecino atada a una cuerda).
(Continuará)