Las pintadas en la calle son ilegales. La clandestinidad es la fuerza viva del grafiti, por eso el grafitero cuelga sus obras en cualquier lugar de la ciudad aprovechando el momento (madrugadas de oscuridad y silencio) y la ocasión (muros, paredes y tapias vacías). Las pintadas no admiten cambios, el tiempo es oro, la ejecución ha de ser rápida y concluyente. Muchos grafiteros trabajan con plantillas para acabar pronto y esquivar el acoso policial. Pero el verdadero artista es un maestro de la factura. Consigue el mejor resultado a la primera. El estrés lo motiva, la tensión lo afina, la idea brilla mientras se graba.
Cuanta más gente lo vea, mejor. Pero no todos los lugares tienen el mismo gancho. La ley del grafiti: el beneficio es inversamente proporcional a la dificultad del sitio (los espacios más rentables son los más frecuentados). Por eso los grafiteros buscan “la ocasión de la foto”, es decir, trabajar en esos rincones míticos donde a cualquier turista le gustaría hacerse el selfie de su vida. O los transportes públicos. Los más audaces merodean por las cocheras de cercanías y al menor descuido decoran un vagón con sus sprays. La banda anarco-punk Crass sostuvo una larga campaña en el metro de Londres a finales de los setenta hasta que se tomaron medidas (a costa del contribuyente) como alzar alambradas ciclópeas, instalar alarmas sofisticadas, recubrir los vagones con pintura resistente o aumentar la cantidad y calidad de la vigilancia.
(Un inciso: aunque no están al aire libre no me resisto a citar a los grafitis latrinalia que se dejan en los retretes con dibujos obscenos, declaraciones apasionadas, poesías de circunstancias o sesudas reflexiones. ¡Algunos son espléndidos! Hay numerosos estudios dedicados al tema).
El grafitero de gama media-baja es un pintor anónimo. Nadie deja su tarjeta de visita tras cometer un delito, excepto si eres un autor sagrado: famosos como Blek le Rat o Banksy se han colado en museos, incluido el Louvre, para colocar entre los cuadros sus obras firmadas. Se trata de un circo autorizado. Banksy, por ejemplo, ha trabajado por dinero para organizaciones como Greenpeace o empresas como Puma y vende cuadros hasta por 25.000 libras en circuitos comerciales o en la galería de su agente. Los mercados no descansan: un juego de sus obras se subastó en Sotheby's por más de 50.000 libras; se ha pagado medio millón de dólares por un remolque repintado en el que malvivió en los viejos tiempos… lo que le vale la acusación de sus colegas menos favorecidos de haberse convertido en un traidor a la causa.
El grafiti es un arte efímero. Las pintadas suelen ser borradas por los servicios municipales de limpieza; además están sujetas al vandalismo de las tribus urbanas y otros depredadores; incluso a la guerra entre clanes del mismo barrio que se insultan o tachan y pintan encima de sus respectivos carteles. Algo de lo que no se libran ni los grandes maestros. Cito a Wikipedia (interesante final que merece un comentario aparte):
A tan solo 24 horas de su creación, la obra de Banksy “Girl with a Pierced Eardrum” en Brístol fue manchada con pintura negra en un acto de vandalismo y de crítica hacia el artista. Aunque no es la primera vez que sucede este tipo de estragos contra de su obra. (…) Debido a la importancia y el posicionamiento que este artista ha logrado a través de los años ahora sus piezas son protegidas con fibras de vinilo que permiten una restauración ante este tipo de ataques.
La calle se convierte en un antimuseo donde todo fluye y nada permanece. La duración de la obra no está garantizada ni siquiera por un día. No puedes reservar tu entrada. Un grafiti se encuentra, te tropiezas con él a la vuelta de una esquina o en la tapia del colegio de tus hijos. Algunos artistas famosos han anunciado con antelación el título de su nueva obra pero no el lugar de la ciudad donde se encuentra. Comienza entonces una búsqueda frenética por parte de los adeptos para ser los primeros en contemplarla antes de que pueda ser alterada o destruida. Incluso robada (recorte de prensa de abril de 2014):
Siete obras callejeras del artista urbano británico Banksy se exhibieron hoy en Londres juntas por primera vez después de ser arrancadas de la pared y antes de ser vendidas en una polémica subasta benéfica. Un duro trabajo para extraerlos de los muros donde estaban y un largo y caro proceso de restauración realizado por la compañía Sincura Group han permitido que obras como el célebre mural "Niña con el globo" se presentasen en el lujoso hotel ME de la capital británica en la exposición "Robando a Banksy".
Se ha valorado de distinta forma la práctica de conservar los grafitis mediante fotografías o videos. Los integrados la defienden por tratarse, dicen, de una forma válida de enriquecer la cultura, de no permitir que ciertas obras valiosas se pierdan como lágrimas en el mar. Los apocalípticos la rechazan por su falta de respeto a las claves de un arte callejero que se basa en la fugacidad (hecho para no durar más de lo que dicta el azar) y la vivencia irrepetible (estar por casualidad donde acontece).
La reafirmación personal es el origen del grafiti.
A finales de los sesenta los adolescentes de la ciudad de Nueva York empezaron a escribir sus nombres y tags en las paredes del barrio, aunque en realidad utilizaban pseudónimos, para crearse así una identidad propia. Estos chicos escribían para sus amigos o incluso para sus enemigos. Quizás el ejemplo más significativo y a la vez el más conocido por todos sea el de Taki 183, un joven de origen griego que a la edad de 17 años comenzó a poner su apodo. Su verdadero nombre era Demetrius (de ahí el diminutivo “Taki”) y 183 era la calle donde vivía (poner el nombre de la calle fue un elemento usado por muchos más escritores).
Después vinieron las tribus urbanas con su iconografía identitaria: una forma de hablar, de vestir, de actuar, de marcar el territorio con emblemas. Finalmente se dio la transición de los símbolos al arte. Los auténticos grafiteros son una contracultura en lucha con el ethos y el eidos dominante. Los contenidos son muy variados pero tienen en común una intención contestataria: política, ecologista, racial, sexual, religiosa, satírica o simplemente insultante. Hace un mes el propio Banksy ha denunciado con un grafiti pintado ante la embajada francesa en Londres la violenta irrupción de la policía en la Jungla de Calais.
Muchas veces, más allá de la protesta, hay unos esquemas perceptivos opuestos a los que defiende el núcleo conservador de una cultura; son versiones innovadoras que van desde un objeto concreto (un coche, una tarjeta de crédito, un preservativo) a la visión global de la realidad (la sociedad de consumo, el trabajo, el Estado del bienestar). Aquí el grafiti enlaza con el pensamiento creador, la divergencia heurística, la tormenta de ideas. Es frecuente que dos o más grafiteros interactúen en un mismo espacio para completar una tesis sobre la pobreza, refutarla o desplegar variaciones sobre el mismo tema. Esta búsqueda de la intuición, de la interpretación insólita de un marco social es un elemento común a los grandes maestros (los citados y otros: Blu, Claudia Walde, Seen, Sixeart, Obey, Os Gêmeos).
A excepción de estos últimos, el grafiti está actualmente en recesión a causa de las leyes que controlan la venta de pintura a los jóvenes, el endurecimiento de las penas, la “mala prensa”, las brigadas vecinales contra “la contaminación visual” o las campañas de “concienciación ciudadana”. Es cierto, que en algunas ciudades como Berlín o Nueva York se han reservado espacios a gran escala para la práctica del grafiti, pero se trata de un invento artificial, domesticado; otra forma de tolerancia represiva, en palabras de Marcuse, el gurú de la sociedad unidimensional.
Además, el arte del grafiti ha cambiado de lugar: parafraseando a Mallarmé, todo en el mundo existe para terminar en Internet… Una realidad paralela más tranquila, con más audiencia, con numerosas plataformas gráficas que producen todo tipo de soportes. Incluso existen sitios web que usan aplicaciones para la generación automática de formas plásticas o grafitis por ordenador. Hay páginas dedicadas a un solo equipo o a un sólo autor, páginas de la “escuela clásica”, páginas de trenes, chats, foros y un largo etcétera. En realidad las redes sociales imitan a los grafiteros (el muro de Facebook es el espacio virtual donde los usuarios pinchan sus mensajes). Pero esto es ya otra historia. Llevaba razón Ruskin cuando decía, al referirse a las catedrales góticas, que es más valioso un arte cuanto más puro es su estilo. Y el grafiti en Internet responde a su etapa barroca.