miércoles, 29 de diciembre de 2021

La formación profesional

 

El trabajo manual tiene su leyenda negra. En el libro del Génesis, Dios expulsa del Paraíso a Adán y Eva por el episodio de la manzana (denigrado por las feministas) tras maldecirlos: Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres y al polvo volverás. Las grandes civilizaciones antiguas, Egipto, Grecia o Roma fueron sociedades esclavistas. Busquen, por ejemplo, el significado etimológico del trabajo en el latín vulgar y sabrán de qué hablo. El feudalismo medieval convirtió los esclavos en siervos y sólo el ascenso de la burguesía en las ciudades fundadas en el siglo XIII revalorizó el papel del trabajo productivo para fomentar el comercio y las finanzas.

Los prejuicios hacia los trabajos manuales forman parte de la historia de España. Por ejemplo, el hidalgo que los considera manejos poco honorables, propios de villanos. A partir del siglo XVII, con los últimos reyes de la Casa de Austria, el sol empezó a ponerse en los territorios del imperio. Muchas son las causas de la decadencia de la España del Capitán Alatriste, pero una de las más influyentes es la falta de una burguesía emprendedora y de negocios. Los galeones cargados de oro y plata procedentes de las Indias cruzaban la península ibérica desde los puertos del sur para acabar en las arcas de los países europeos industriales que nos abastecían de productos manufacturados… Hasta que el único oro que quedó, a mayor gloria de las letras, fue el cultural.

Max Weber, en el libro de sociología más inteligente que quizás se haya escrito, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, sostiene que las religiones protestantes del norte de Europa consideraban el éxito individual en el trabajo, la ganancia de beneficios y la acumulación de bienes como un signo positivo de la divina predestinación; también las profesiones más artesanales, son bendecidas por Dios por su colaboración mayoritaria en la obtención del bien común y constituyen un signo visible de pertenecer a los elegidos. Una ilustración común en la Reforma es la de un zapatero, encorvado sobre su trabajo, que dedica todo su esfuerzo a la alabanza de Dios. Esta sacralización del trabajo es ajena e incluso contraria a la moral dominante, clerical y espiritualista, de los países católicos del sur de Europa. Otro salto en el tiempo: los países más avanzados de la Unión Europea nos miran por encima del hombro, entre tópicos, estereotipos y medias verdades. Y otro más: el origen histórico del nacionalismo vasco y catalán no es de carácter ideológico sino económico y anterior a la Guerra Civil.  

Hay evidentes secuelas de aquella idiosincrasia precapitalista en nuestro país. En pleno siglo XX las enseñanzas regladas de Formación Profesional eran marginales y poco valoradas. Recuerdo que durante décadas se consideraba a los alumnos de FP poco menos que jugadores de tercera división; gente que no servía para aprobar las asignaturas de Lengua, Historia o Matemáticas y mucho menos para ir a la Universidad. La imagen: unos chicos sin nombre embutidos en un mono azul con hombreras que se dedicaban a hacer piezas de metal en el torno o a colocar remaches a golpes de martillo. Matricularse en FP se consideraba propio de las clases bajas, hijos de obreros que se resignaban a ser obreros, que se conformaban con aprender oficios. Corrían bulos sobre la adscripción forzosa a la FP de los hijos de familias represaliadas. Era un grupo minoritario, anónimo, sin consideración social ni ventanas al mundo. Lo cierto es que para ir a la Universidad tenías que superar la prueba de ingreso, siete cursos que iban en serio (no como ahora), dos reválidas y el examen del Preu. Más de la mitad de los estudiantes de medias se quedaban en el camino. De los que terminaban, una cuarta parte carecía de recursos para desplazarse a una ciudad universitaria y sólo el otro cuarto lo hacía con un porcentaje de éxito alto o bajo según las carreras. Sin embargo, rechazaban matricularse en la formación profesional. Paradojas de la historia. Otra más, comparen los estudios en los centros de enseñanza pública entonces y ahora. Una anécdota personal. En primero de Bachillerato me hice amigo de Julián Flores, un chaval medio calé del Barrio de San Antón. Éramos compas de pupitre y pronto me percaté de las miradas hambrientas que dirigía a los bocadillos que me preparaba mi madre para el recreo. En uno de ellos (la verdad es que yo era un malcome) le ofrecí compartir la mitad de mi pan con tomate y mortadela. Cuando vi el fervor con que lo devoraba le invité a comerse la otra mitad… ¿no lo quieres, en serio? Y rápidamente lo despachó. Aparte de malcome, yo era un chico más bien tímido y bajito, lo contrario que Flores, lo que me puso a salvo de las insidias de abusones y acosadores. ¡Eh tú, decía Flores al malaje, si te vuelves a meter con mi compa te voy a dar una h. que vas a hacer palmas con las orejas! Una simbiosis perfecta. En una ocasión, porque también me percaté de sus dificultades para aprobar y de su situación social, le comenté cordialmente, tras almorzar juntos, si no le convendría más cambiar el instituto por la formación profesional. ¡Probablemente, me dijo, pero mis padres se niegan, no quieren que digan en el barrio que me han metido en el pelotón de los torpes! Compartimos bocata durante dos cursos, hasta que en tercero de bachillerato desapareció. 

Pero volvamos al presente. Desde que estudié el Bachillerato hace medio siglo en el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII de Cuenca, la mentalidad sobre los cursos de Formación Profesional ha cambiado mucho. He impartido clase a incontables alumnos del COU de letras o mixto, los itinerarios más fáciles, que me preguntaban indignados por qué tenían que aprenderse de memoria la teoría de las ideas de Platón, las categorías de Kant o comentar textos incomprensibles de Descartes o Nietzsche… cuando lo que querían era acceder al mercado laboral tras aprender a desmontar un coche, trabajar en una peluquería, ser fontanero como su padre, dominar el lenguaje de las computadoras, ser buenos sanitarios o preparar suculentos platos. Por supuesto, les daba la razón, hasta me disculpaba, y, lo confieso, no ponía el listón muy alto. Lo que querían era acceder a módulos de formación profesional de grado medio o superior. Según me contaban (y de eso hace demasiado tiempo) la oferta de plazas era escasa y la mayoría de las solicitudes quedaban en papel mojado. El problema consistía en que dotar a los talleres de formación profesional de una infraestructura adecuada y la consiguiente logística era (y es) caro. No vale el socorrido dicho de una pizarra, una tiza y ahora qué. Afortunadamente, también en la enseñanza media se introducen progresivamente, las redes de ordenadores, las pizarras electrónicas y las plataformas de consulta.

Parece que se lo empiezan a tomar en serio. He visitado la página oficial de la FP en Madrid y es espléndida. En algunas comunidades autónomas, como Galicia, la FP es un ejemplo de competencia educativa. El Gobierno, según leo, presenta un Plan de Modernización de la Formación Profesional, dotado con 1.500 millones de euros procedentes de los fondos de la Unión Europea. Esperemos que por una vez haya consenso y prevalezca el sentido común.

domingo, 19 de diciembre de 2021

Mis experiencias en Cataluña

 

Recuerdo que, hace mil años, allá por el 2003, participé en una comisión del Ministerio de Educación y Ciencia para la elaboración de los curricula de mínimos de las asignaturas de Filosofía e Historia de la Filosofía. Una vez aprobados, los representantes del Ministerio y los directores de las comisiones del MEC se reunieron con sus homólogos de las Comunidades Autónomas para consensuarlos. Ardua labor, voto a tal. Lo cierto es que, salvo matices de poca monta, no hubo nada que objetar, ¡especialmente las delegaciones del País Vasco y Cataluña! (decía asombrado nuestro director). La conclusión era evidente. Cuando, al cabo de unos meses, comparamos los decretos de mínimos vasco y catalán con el nuestro, el estatal, lo único que pudimos detectar era un cierto aire de familia… El resto de los decretos autonómicos eran vagamente parecidos. Y a ver quién le pone el cascabel al gato. El actual problema de la cuota del 25% de castellano en las aulas catalanas, ratificado por el Tribunal Supremo, es básicamente lo mismo: como implementar medidas que permitan aplicar la ley. Misión imposible. La aplicación de un 155 permanente es una ocurrencia absurda. En realidad, es lo que desean los sectores más radicales del independentismo. Esperan que las democracias europeas, por más que conozcan el laberinto español, se harten de soluciones contundentes y acaben por darles la razón.   

Según parece, dicen los sociólogos y las urnas lo confirman, la mitad o más de los catalanes no son independentistas. Pueden ser españolistas, nacionalistas, cosmopolitas o nada… pero el catalán es su lengua materna y el castellano su segunda opción; tienen, por tanto, el privilegio cultural de ser bilingües. En mi opinión, no se puede poner puertas al campo. La enseñanza pública y concertada se impartirán antes o después en catalán. Y los que quieran que sus hijos aprendan en castellano tendrán que adaptarse al principio de realidad por mucha razón que lleven y un montón de sentencias los avalen. Alegan los españolistas contumaces que el catalán no tiene proyección internacional; lo cierto es que el castellano tampoco, al menos en la Unión Europea. Además, los catalanes lo hablan tan bien como el que más.  

Yo he vivido un año en Cataluña. Fue mi primera plaza como funcionario de carrera en la Enseñanza Media, agregado de instituto; saqué una plaza en el último tercio de la lista provisional y gracias. Me destinaron a Huesca, pero en la lista definitiva me desplazaron a Sabadell en pleno auge de la transición y del nacionalismo emergente. Me sentí más extranjero que en Lisboa (literal). Ser madrileño empeoró las cosas. Uno de los conversos de tercera generación (los más agresivos), sus abuelos eran de Almería, me preguntó de sopetón en la cafetería del centro delante de sus colegas si era de la brigada política social. Entonces yo era alto, rubio y de ojos azules; le respondí si tenía huevos para decírmelo en la calle, pero solos, sin la guardia pretoriana. Yo había dado clases de defensa personal durante dos años en una escuela de Madrid por mero deporte místico. Le mostré mi homologación de grado (que llevaba por primera vez en la cartera) para evitar partirle la cara y por ese lado se acabó el acoso. Se quejó a la junta directiva de que lo había amenazado en el centro, pero como lo tenían muy visto y, en el fondo, lo miraban como un charnego reciclado, ni siquiera me preguntaron por mi versión de los hechos.

Teníamos horario partido por lo que me apunté a comer con un grupo de compañeros, algunos foráneos, en el restaurante al que solían ir. Lo malo no es que hablaran exclusivamente en catalán, lo cual era lógico hasta cierto punto, sino que nos hacían un vacío cósmico. Dejé de molestarles con mi no presencia. Observé también, los pocos días que estuve, que un profesor de historia, catalán de pura cepa, respetado en el centro, les contestaba siempre en castellano cervantino (¡viva el pluralismo!). Les indignaba a todas luces, pero se callaban. La última celada que sufrí quedó en intentona tras una excursión de profesores organizada por el instituto a un bello pueblo del Alto Ampurdán cuyo nombre no recuerdo. Después de la comida se organizó una partida de póquer tapado con cuatro profesores a la que me dejé arrastrar por complacer a los nativos; no me gusta el juego y además suelo perder. Lo raro es que les gané una pasta gansa con la que pagué el alquiler de la casa. Pasó una semana plana y un martes, al acabar las clases de la tarde, uno de los componentes de la timba, lo reconocí al punto, un profesor de educación física calvo como una bola de billar y la principal fuente de mis ganancias, me dijo que los viernes solían echar unas manos de póquer en casa de J. otro de los perdigones, por si quería apuntarme. Sin tener que afinar mucho, me olí la tostada de los conjurados y el pelat. No sé qué excusa puse, pero el tentador se dio cuenta de que yo me daba cuenta y ahí acabó la cosa, deportivamente.

El Departamento de Lengua Catalana, que hacía entre otras las funciones de comisariado político, me citó por escrito a una reunión oficial. Lo dirigía la inefable Montse, entre cuyas hazañas se contaba el haber pedido en catalán chuletas de cordero en una carnicería del Mercado Maravillas de la calle Bravo Murillo distrito de Chamberí, Madrid. Ante su brava insistencia, el personal castizo se cabreó y se libró por muy poco de salir en bragas a la calle… Lo primero que me espetaron las chicas (se había corrido la voz de que era un matasiete) fue si era consciente de que le estaba quitando la plaza a un profesor catalán. Sí, dije escuetamente, lo lamento. Me preguntaron si pensaba quedarme mucho tiempo en Cataluña porque si era así debía apuntarme desde ya a las clases de catalán para “castellanos parlantes”. Les conté la verdad de mi rebote en la lista, que pensaba irme cuanto antes y que mi familia materna era catalana (mi segundo apellido es Isern, en realidad mallorquín, pero coló); que una parte vivía en Barcelona, lo cual era cierto, les di la dirección y estoy seguro de que lo comprobaron. Desde entonces me llamaban siempre “Isern” y me invitaron por activa y por pasiva a renunciar a mi turbio pasado madrileño. En otra reunión me hablaron largo y tendido, como algo nuevo para mí, del sentimiento catalán (o sea, antiespañol); de la represión lingüística y cultural durante el fascismo, de la aspiración irrenunciable de Cataluña a separarse del Estado y tal y cual. Sí, lo comprendo, les dije, reprimiendo un bostezo.

Me dieron un horario sobrecargado, pero era el último por número de registro y tuve que aguantarme (no había turno rotatorio). Por supuesto, los claustros eran en catalán con breves incursiones en castellano para dejar claro a los monolingües ciertos aspectos cruciales que se podían malentender. Deambulaba por la sala de profesores como burro sin amo. Por lo demás, la junta directiva del centro era pasota y tolerante. Al terminar las vacaciones de Semana Santa somaticé una extraña fiebre rebelde y me demoré, certificado médico en mano, una semana en volver a Sabadell. Nadie me pidió explicaciones; era como si no hubiera pasado.

Curiosamente, con quien mejor relación tuve fue con los alumnos, la parte contratante de la primera parte. Antes de pasar lista en todos los cursos, les aclaré por qué había recalado allí y nadie dijo nada ofensivo ni defensivo. Cuando pronuncié chapuceramente apellidos como Fortuny me corrigieron con humor. Me disculpé por mi torpeza. Algunos me preguntaron, con la mejor intención creo, si podían escribir los exámenes en catalán. Les respondí que podían hacerlo en la lengua que quisieran, pero si lo hacían en catalán, por culpa de mis carencias quizás no podría valorar en su justa medida lo que sabían, lo que podía perjudicarles en mi valoración de la nota. Por supuesto, el viejo truco. Nadie, en el año que estuve, me redactó jamás un examen en su lengua materna. Antes de dar las notas, generosas, les di las gracias por su colaboración en el proceso de aprendizaje y bla, bla, bla. Lo que sí puedo asegurar categóricamente es que escribían en castellano exactamente igual de bien y mal que los alumnos de otros centros públicos españoles en los que impartí mis clases. Además de los alumnos, lo dejo para el final, mi mayor satisfacción fue tener el privilegio de encontrar en Sabadell a uno de mis mejores amigos de siempre, Alfonso Giral. Las circunstancias de la vida nos separaron, pero siempre llevaré conmigo su mejor recuerdo. Va por ti, Alfonso.

lunes, 13 de diciembre de 2021

¿Liberales?

El término liberal está decididamente devaluado. Lo cierto es que el liberalismo actual en España, excepto honrosas excepciones, siempre tuvo unos perfiles débiles y difusos. Por más que el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa trate de darle un noble sesgo ideológico, el liberalismo se ha desmarcado de los genuinos valores éticos del pensamiento de Stuart Mill: el progreso de las libertades civiles, la autonomía del individuo frente a todo tipo de presiones (como la opinión pública), la creatividad personal y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad del mayor número. En realidad, lo que ha hecho es invertirlos. En una tarde invernal de sillón, chimenea y manta les propongo que descubran uno por uno el sentido de tal inversión. Nunca deja de impresionarme en política el abismo entre teoría y práctica; entre pensamiento social y sociología empírica. ¿El puente? A pesar de las críticas ásperas de mis colegas de la Enseñanza Media (como debería llamarse), insisto en que las asignaturas de Filosofía e Historia de la Filosofía (unos estudios minoritarios más propios de la Enseñanza Superior) deberían ser, como mucho, opcionales y, en el fondo, sustituidas por las obligatorias de Ética social y política en la E.S.O., Introducción a la teoría política en Primero de Bachillerato e Historia de las ideas políticas en Segundo de Bachillerato. Puro utilitarismo educativo.             

La práctica: en la actualidad, dícese liberal del seguidor de una ideología conservadora cuyo principio es el respeto al adversario… en la oposición. Las dos grandes lideresas de la Comunidad de Madrid se autocalifican de liberales. Un partido político como Ciudadanos nació con la pretensión de un liberalismo renovado, europeísta, ajeno a los embrollos del Partido Popular. Obtuvo en principio un notable crédito electoral hasta que, finalmente, sus propuestas resultaron calcadas en la forma y en el fondo de la derecha conservadora (a la que pretendía desplazar con sus mismos argumentos) por lo que sus seguidores, como es lógico, eligieron votar al original antes que a la copia. El refranero es sabio: La avaricia rompe el saco. Fusión o extinción, ese es el dilema de Ciudadanos.

La fusión (o confusión) entre los liberales recalcitrantes de la Escuela de Chicago y los conservadores hace tiempo que ha mutado en Estados Unidos a la variante neo (donde puedes completar indistintamente neoliberal o neoconservador). El laberinto español, anterior y posterior a la Guerra Civil, tiene vida propia, aunque el resultado sea parecido. Si los neos pierden el poder en las urnas intentan recuperarlo mediante la estrategia del golpe de Estado permanente; un golpe institucional, en principio, donde todos los medios son válidos excepto el juego limpio y la competencia leal entre ideas. El asalto al Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021 fue la señal de alarma de que la democracia está en peligro.

El Neo sirve de soporte a los desmanes de la globalización que ha traído al mundo la peste de la crisis económica de 2008. Su lema (resuenan los ecos de Adam Smith), cuantas más riquezas acapares, más felices seremos todos, no suena nada filantrópico. Al revés, los desastres medioambientales (desde el cambio climático, el descontrol industrial y la desnaturalización de la flora y de la fauna) han propiciado, sin duda, la pandemia covid. Las palabras mágicas que esgrimen los neos son individuo, pluralismo y libertad. Individuo significa que alguien nacido en la clase alta es capaz de mantener sus privilegios e incluso ampliarlos por méritos propios. Pluralismo, palabra noble en sí misma, ha sido sustituida por el relativismo del todo vale que finalmente es el disfraz de los neos para ocultar el pensamiento único. Libertad equivale al libre flujo de capitales, al rechazo de la iniciativa estatal en materia económica, es decir, a la no intervención del Estado en la regulación de los mercados y a la privatización o externalización masiva de los sectores públicos.

Como dice con buen criterio mi buen amigo Javier desde la ética: lo malo de los liberales es que al final no son nada liberales.

martes, 30 de noviembre de 2021

Fines del mundo

 

La expresión el fin del mundo es ambigua. Puede tener un significado finalista (o teleológico), un significado terminal (o escatológico) y un significado personal (o tanatológico).

Podemos prescindir del primero: en el mundo todo es como es y sucede como sucede, carece de causas finales, incluso en su dimensión biológica. La evolución de la vida en la tierra o la aparición de la especie humana no tienen ninguna finalidad. La selección natural es un mecanismo biológico equivalente a la ley de la gravedad. No es posible, por tanto, preguntar por el sentido del mundo. La frontera del conocimiento sería la paradoja metafísica de por qué hay el ser y no más bien la nada. La cual no equivale a la investigación física sobre el origen del universo. La primera busca un propósito, la segunda una explicación. Hablar del problema del mal en el mundo es un sinsentido: la erupción de un volcán o las mutaciones de un virus pueden ser explicadas, no evaluadas.  En el mundo no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor, sólo sería un malentendido del lenguaje. El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. Dentro del mundo hay que guardar silencio. De lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Fuera del mundo podemos conferir todo tipo de sentidos: éticos, estéticos, políticos, teológicos, filosóficos, esotéricos…

Del segundo significado del fin del mundo hay numerosas teorías. Prescindimos de las trompetas apocalípticas de carácter religioso y de las absurdas profecías pseudocientíficas. La ciencia predice que dentro de unos cinco mil millones de años el Sol habrá consumido todo el combustible de su núcleo, el hidrógeno. Entonces, comenzará a fusionar helio, se hará cada vez más grande, como un globo que se infla, y se convertirá en una gigante roja. Se hinchará tanto que su tamaño será casi doscientas veces el actual, se tragará a Mercurio y Venus, aunque no está claro si hará lo mismo con la Tierra. En todo caso, la temperatura será tan alta que la vida en nuestra única patria y morada será imposible millones de años antes. Por entonces, la especie humana o bien se habrá extinguido o habrá conseguido emigrar a otros mundos (naturales o artificiales). Me inclino por lo primero. En realidad, la especie humana es especialmente autodestructiva. Tres ejemplos: la confrontación cada vez más caliente de las grandes potencias mundiales. La imparable carrera de armamento es el trasfondo de la política internacional ante la evidencia de que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, al poder militar. Otro: Las dos potencias que emiten más gases contaminantes del efecto invernadero, China y Estados Unidos -en torno al 40%- no se han adherido al Acuerdo de París (2021). La realidad hasta ahora es que de las 18 economías que más gases de efecto invernadero expulsan a la atmósfera, solo dos han revisado al alza sus planes de recorte con una notable ambición, como ha destacado Naciones Unidas. Se trata de la Unión Europea, que ha elevado del 40% al 55% su objetivo de reducción de emisiones en 2030, y el Reino Unido, que ha pasado del 53% al 68%. Tampoco los países del llamado primer mundo acaban de entender que es imposible vencer localmente a una pandemia mundial. En los países con recursos económicos el índice de vacunación es relativamente alto: se calcula que más de un sesenta por ciento de la población ha recibido la pauta completa, mientras que en los países pobres es tan solo de un tres por ciento. En muchos países del primer mundo ya se va por el tercer pinchazo, pero las olas no cesan de infectar a la población. Conclusión: mientras los países del tercer mundo no tengan acceso masivo a las vacunas continuarán las mutaciones cada vez más agresivas. No parece viable ponernos cuatro vacunas al año y cerrar las fronteras en un mundo globalizado. La pandemia es una extraordinario ocasión para entender las miserias del nacionalismo y la verdad del cosmopolitismo. Desde hace mucho tiempo, quizás desde los antiguos estoicos, la filosofía espera un tratado cuyo título sea “Principios de una ética cosmopolita”.

Del tercer significado del fin del mundo hay que comenzar con otra proposición del Tractatus: Así pues, en la muerte el mundo no cambia sino cesa. Las expresiones de tránsito (pasó a mejor vida, alcanzó la vida eterna, está con los más, descansa en paz) son eufemismos cuya finalidad es ocultar que con la muerte no cambiamos de estado, simplemente desaparecemos. No deberíamos reflexionar demasiado sobre la muerte puesto que carecemos de información fiable. Tu propia muerte (no la del otro, la que conocemos) es una experiencia única e irrepetible. Cada cual, a solas consigo mismo, conocerá los pormenores de su propia muerte: eso significa realmente la expresión “afrontar la muerte”. El acontecimiento de la hora postrera está reservado a un solo espectador. Podemos imaginar, adelantar acontecimientos, pero sólo son fantasías cuya finalidad puede ser múltiple, positiva o negativa, excepto saber algo de nuestra propia muerte (el último momento de nuestra identidad personal). Tu muerte es tuya, del soneto de Agustín García Calvo. La expresión La muerte no es final, símbolo de la trascendencia, deja intacto el fin del mundo y nos traslada a otro más misterioso y quizás indeseable. Terminamos como empezamos, con otra lúcida proposición de Wittgenstein: La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir. ¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de que yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la presente?   

jueves, 25 de noviembre de 2021

Analogías de la peste negra

 

A las epidemias les ocurre lo mismo que a las revoluciones: en realidad no hay más que una. La lectura durante el confinamiento de La peste de Albert Camus (cada libro tiene su momento), me reafirma en esta convicción. Resultan sorprendentes las semejanzas entre la peste negra del siglo XIV y la pandemia actual. La muerte negra procedente de China alcanzó su punto máximo entre 1347 y 1353 y acabó con la mitad de la población europea. La mayoría de la gente, la plebe, era pobre, inculta y en su mayoría analfabeta: para los campesinos lo más parecido a un texto eran las imágenes de templos y catedrales. En realidad, nadie sabía lo que ocurría. Tampoco se acordaban de la epidemia de peste bubónica de Justiniano (541-549) que asoló el Imperio Romano de Oriente. Las únicas fuentes de información eran los hechos y las Sagradas Escrituras. La creencia popular consideraba a la peste un castigo por los pecados de la humanidad. Como las plagas de Egipto. Se trataba de “un acto de Dios”. Cuando el mal se expandió sin solución, nobleza, clero y pueblo llano buscaron la intercesión divina para contenerla. La Iglesia organizó preces y rogativas bajo el amparo de alguna Virgen o santo venerado. Las sangrientas procesiones de los flagelantes desplazándose de pueblo en pueblo entre súplicas y gritos de agonía surgieron como una forma de apaciguar a un Dios justiciero y librar el mundo de la guadaña. Algunos visionarios pronosticaron que tenía un origen astrológico (eclipses, paso de cometas, conjunción de planetas). La mortandad cesaría cuando los cielos recobraran sus ciclos normales. Hubo profecías sobre el fin de la humanidad. También abundaron las teorías conspiranoicas: se culpó a los judíos de envenenar los pozos del agua, corrió el bulo de que enfermaban menos que los cristianos y se desencadenó una cruel persecución antisemita. Proliferaron los curanderos que vendían remedios a base de hierbas medicinales, maderas aromáticas y emplastos inocuos. Las supersticiones y falsos anuncios recorrieron campos y ciudades. Muchos se enriquecieron con el tráfico de reliquias, escapularios, y rosarios que circulaban de mano en mano trasmitiendo la enfermedad. Los apestados, cuyos primeros síntomas eran la fiebre alta, tos pertinaz, dificultad para respirar y un terrible dolor de cabeza fallecían en menos de cuatro días. Eran trasladados en carros y enterrados en fosas comunes lejos de las ciudades, a veces sin que sus familias pudieran despedirlos ni celebrar velorios y entierros por temor a nuevos contagios. Una familia hacinada en su mísera casa podía desparecer en una semana.

Los médicos surgidos de las universidades europeas, lucharon contra la peste con los pocos medios que tenían. La medicina medieval era más descriptiva y clasificatoria que científica y estaba influida por los conocimientos en parte empíricos, en parte especulativos de los médicos grecolatinos. Muchos, sin la protección adecuada, se infectaron al tratar a sus pacientes. En realidad, no podían hacer prácticamente nada. Por supuesto, fueron incapaces de determinar las causas del contagio. Los grandes hospitales se fundaron en el siglo XIV como respuesta a las exigencias de la pandemia. En Madrid se crearon nueve, uno de ellos llamado Hospital de los pestosos. Una de las medidas era aislar a los pacientes infectados en tierra y mar durante un periodo de cuarenta días o cuarentena hasta considerarlos fuera de peligro. Entre las normas de prevención personal se recomendó lavarse las manos y pies y salpicarlos con agua de rosas y vinagre, así como quemar las ropas y enseres de los muertos. También se usaron picudas mascarillas impregnadas de sustancias aromáticas fabricadas en talleres venecianos. El origen y la rápida difusión de la peste se debió al auge del comercio internacional; las ratas infectadas viajaban en los barcos, contagiaban a los tripulantes que, a su vez, lo extendían por los diferentes países. Obviamente la epidemia afectó a todos los sectores de la población. La muerte era la gran posibilidad democrática. Muchos huían en masa de los núcleos más afectados llevando consigo el mal o la pulga portadora de la enfermedad en sus equipajes, lo que contribuía a la propagación de la peste.

Algunos galenos difundieron explicaciones aproximadas: los efluvios de los cuerpos enfermos, la corrupción del aire provocada por la descomposición de la materia orgánica, los miasmas del agua estancada (las calles eran lugares insalubres) y las deficientes condiciones higiénicas y alimentarias de la población. Hasta el siglo XIX no se descubrió que la causa era la bacteria yersinia pestis que afectaba a las ratas que, a su vez, la trasmitían a los humanos a través de las pulgas que vivían en estos roedores. Se trata, por tanto, de una zoonosis.

Inversamente, la inminencia de la muerte desencadenó, en los albores del Renacimiento, la alegría de vivir, el amor profano, la sensualidad y los placeres terrenales. Hay que vivir al día, gozar del presente, burlarse de la parca. Los cien cuentos de El Decamerón (1353) de Boccaccio y los ciento veinte de Los cuentos de Canterbury (1380) de Chaucer son el espejo literario de esta nueva visión que se aleja de la teología fatalista del mundo como un valle de lágrimas donde el hombre debe aceptar el sufrimiento porque será recompensado en la vida eterna por su obediencia y resignación.

viernes, 12 de noviembre de 2021

El metaverso

 


Se debe al obispo anglicano irlandés y filósofo empirista George Berkeley (1685-1753) la conocida sentencia: “Ser es ser percibido”. Lo que significa que, con rigor, nada más allá de nuestra experiencia intrapsíquica puede ser confirmado como existencia segura. Para Berkeley, tan solo conocemos las cosas por su relación con nuestros sentidos, no por lo que son en sí mismas. En otras palabras, únicamente podemos aceptar como estrictamente ciertas nuestras representaciones en el gran teatro de la mente. Los límites de mis percepciones son los límites de mi mundo. La misma realidad física de las cosas queda reducida a "experiencia interior" o conjunto de percepciones subjetivas. Inmaterialismo, idealismo, psicologismo. Lo cierto es que este tipo de cuestiones, que hoy nos parecen algo rancias cuando no superfluas, eran las que ocupaban las sesudas cabezas de la Ilustración inglesa. Sin embargo, si nos tomamos más en serio la identidad entre realidad y percepción pronto descubriremos que no se trata de un mero juego de salón, de una paradoja de fabricación británica (¿sigue el cuadro colgado en la pared cuando salimos de la habitación?). Me atrevo a decir que no hay nada tan actual.

Las grandes tecnológicas, por el momento Facebook y Microsoft, se apuntan a la llamada meta realidad (meta en griego significa “más allá”). Un nuevo salto cualitativo en el uso de las redes sociales. El objetivo de Meta es crear un “metaverso”: un universo digital, un segundo mundo, al que los usuarios podrán acceder mediante dispositivos como las gafas inteligentes. El metaverso es la realización del viejo ideal de telépolis, la utopía renacentista de la ciudad perfecta, una realidad virtual y colectiva sin las limitaciones espaciotemporales del primer mundo. En este universo paralelo las personas interactúan a través de dobles o avatares en cualquier tipo de eventos imaginables en el planeta, incluso en las galaxias, agujeros de gusano y otras entelequias matemáticas. El Paraíso veneciano de Tintoretto deberá ser sustituido por las maravillas de unas culturas angélicas donde la materia se ha transformado en espíritu (otro homenaje a Berkeley). Al principio, algunos eventos serán gratuitos (el gancho) y después pago por percepción. A su vez, cada evento dispondrá de distintas variantes de creciente interés: no será lo mismo asistir en directo a un concierto de los Rolling Stones en Hyde Park que sustituir a Charlie Watts en la batería. No será lo mismo viajar a las Islas Galápagos que a una civilización perdida en el infinito, poblada por unos seres que llevan cientos de millones de años en el cosmos: en realidad una ilusión porque no dejará de ser un producto de la imaginación humana, aunque desconocemos los límites creativos de la inteligencia artificial. Por supuesto, gastos extras. Se crearán grandes plataformas temáticas. Está sobre la mesa el mayor negocio de la historia. En Meta, aún más que en el primer mundo, se puede afirmar sin ninguna concesión especulativa que ser es ser percibido. Como siempre, el cine de ciencia ficción se adelantó e incluso anticipó una meta-meta realidad: recuerdo las estupendas cintas “Desafío total”, “Matrix” o “Avatar” en las que se accede a la realidad virtual no mediante dispositivos intermedios como las gafas inteligentes, sino mediante tecnologías que conectan directamente nuestro cerebro con el tercer mundo. ¡Si el obispo irlandés levantara la cabeza!

miércoles, 3 de noviembre de 2021

El videojuego del calamar

 

El juego del calamar es una serie de Netflix concebida, en el fondo, como un videojuego en el que hay que superar sucesivas pantallas. En un videojuego tras cada nivel que pasas aprendes más trucos y obtienes más poderes para el siguiente. Igual que en el calamar, cuyos participantes compiten en seis juegos infantiles en los que si pierden, pierden la vida. Comienzan 456 jugadores y sólo uno puede ganar la fabulosa cifra de millones que se acumulan tras la eliminación a tiros de cada perdedor. Prescindo aquí de las inevitables interpretaciones sobre el mensaje anticapitalista o la crítica a las miserias de la condición humana que según muchos expertos son la moraleja de la serie y me quedo con la reiterada alerta sobre los peligros de que los niños y adolescentes la sigan por razones miméticas y emocionales. Es obvio que nadie en su sano juicio dejaría que un niño la viese. Además, se aburriría como una ostra porque los juegos de la serie están tan cruelmente deformados, tan contaminados de relaciones tóxicas, que no forman parte del universo infantil. Pero dudo que hiera la sensibilidad de un adolescente de doce años, acostumbrado a lidiar en su videoconsola con juegos violentos, agresivos o de supervivencia donde todo son disparos, explosiones y emboscadas en las que el protagonista que elijas (suele haber varios tipos de superhéroe) tiene que liquidar a todo lo que se le ponga por delante. Obviamente descarto los juegos sadomasoquistas, gore, racistas (tipo “cacería del negro”), supremacistas y homófobos. De hecho, estoy convencido de que en breve la serie se convertirá en El videojuego del calamar. El argumento es el mismo: se ha especulado por psicólogos y sociólogos sobre los efectos nocivos de ciertos videojuegos en los jóvenes. Se aduce que los menores y adolescentes no tienen suficiente capacidad para distinguir la realidad de la ficción y corren el riesgo de mezclarlas en el patio del colegio. Más bien tengo la impresión de que quienes deliran son muchos adultos en su vida privada y pública. En un videojuego no se produce ningún proceso de identificación con los personajes, simplemente ganas o pierdes. Por eso, la mayoría de las películas basadas en videojuegos han sido un fracaso, aunque no al revés. El héroe de un videojuego carece por definición de un perfil humano (y menos literario), por lo que resulta un fraude crearlo. Lo contrario, privar al hombre de sus atributos, es lo más fácil del mundo. En realidad, es lo que hacen los malos guionistas. Tiran del archivo de prototipos y levantan un andamio sin tornillos que al final se cae en las narices del autor. Un videojuego no es una parábola moral sino un desafío lúdico. Cualquier consideración sobre el significado “profundo” de la trama introduce un considerable ruido y se convierte en un elemento perturbador de la diversión. Lo cual no significa que haya jóvenes que desarrollen conductas violentas, agresivas e incluso criminales, pero sus causas proceden de otras circunstancias personales. Estoy convencido de que un joven dentro de la norma estadística, una vez que apaga la consola borra de su mente todos los componentes conflictivos, desconecta de su envoltura agresiva y, en todo caso, su pensamiento en segundo plano se enriquece con la inteligencia lógica que ha adquirido mientras resolvía las dificultades del juego. Por su parte, su inteligencia emocional permanece vacía, al margen, porque no tiene ninguna función que le sirva para evitar obstáculos, resolver problemas y pasar de pantalla. Es un ejemplo perfecto de la máxima de Ockham de no multiplicar los entes sin necesidad. La diversión consiste en salir del laberinto, no en construir otro paralelo. ¿Significa esto que los videojuegos son positivos? De nuevo descarto a los adictos de la pantalla que se aíslan del mundo en su madriguera, prescinden de cualquier relación social y sólo contactan con sus iguales mediante chats o plataformas monocordes. Por lo demás, creo que su uso es beneficioso para quienes lo practican con cualquier edad y condición.

El calamar no tiene una pantalla final, como la mayoría de los videojuegos (o películas populares) con éxito. El final de la serie es absurdo, pero no en sí mismo (qué más da) sino porque resulta demasiado evidente que queda abierto a una segunda temporada. El único efecto mimético, según parece, ha sido la gran demanda de disfraces para Halloween copiados de los personajes. Por cierto, estoy de acuerdo en que Halloween es un claro ejemplo de una tradición cultural extraña que en parte se ha impuesto y en parte se ha superpuesto a la nuestra (mucho más macabra, por cierto). Lo que resulta evidente es que la tradición importada es mucho más divertida para los niños con sus disfraces en el cole, sus calabazas y su continuación en la calle. Y también para los padres que disfrutan con las compras y preparativos de un jubiloso día de todos los santos.

martes, 26 de octubre de 2021

El intelectual y el héroe

Planeaba dedicar unas líneas a esa vaga figura de la conciencia colectiva que representa el intelectual. Durante mis paseos matinales bastón en ristre, más obligatorios que placenteros, me había hecho un mapa mental de algunas piezas del rompecabezas. Poca cosa. De pronto, al pasar por la antigua casa de don Ramón Menéndez Pidal, hoy Fundación, en la calle que lleva su nombre, tuve la intuición repentina de que los intelectuales, la intelligentsia, la élite cultural, la aristocracia del saber que debiera servir de faro al hombre-masa (otra vaga figura de la conciencia) es algo que pertenece más al siglo XX que al actual.

El término acuñado en Francia durante el llamado “affaire Dreyfus” (finales del siglo XIX), que dividió a la sociedad francesa, fue inicialmente un calificativo peyorativo que los anti-dreyfusistas (Maurice Barrès o Ferdinand Brunetière) utilizaban despectivamente para designar al conjunto de personajes de la ciencia, el arte y la cultura (Émile Zola, Octave Mirbeau, o Anatole France) que apoyaban la inocencia y liberación del capitán judío Alfred Dreyfus acusado injustamente de traición.

Recordé que el breve ensayo de Noam Chomsky La responsabilidad de los intelectuales fue escrito en 1967. Hoy, el término se ha quedado anticuado. Carece de concepto que lo subsuma. Muchos consideran a Sartre, muerto en 1980, el último intelectual comprometido. No obstante, el propio Sartre sentenció que L'intellectuel est quelqu'un qui se mêle de ce qui ne le regarde pas (El intelectual es alguien que se involucra en lo que no le concierne). Por no entrar más a fondo en lo que se entiende por compromiso. El escritor Louis-Ferdinand Céline estaba comprometido con el fascismo y el antisemitismo. Cualquier definición es tan amplia e imprecisa que podría incluir a cualquiera que pronunciase con cierta convicción la frase Pienso, luego existo. El intelectual es un personaje demodé, fuera de los circuitos sociales y, en resumen, una especie en vías de extinción. No tardará mucho en que la gente guapa se disfrace de intelectual para sus fiestas privadas. ¿Quién es propiamente un intelectual? ¿Un pintor conocido, un director de cine, un escritor de novelas, un lector empedernido, un analista de moda? Hace unos años visitaba asiduamente la Biblioteca Nacional. Allí vislumbré los fantasmas de los intelectuales jubilados que sobrevolaban el Salón General de Lectura: profesores universitarios, catedráticos eméritos, autoridades académicas, directores de museos, investigadores de las artes y las letras que dedicaban las mañanas a huronear en libros polvorientos que dejaron en el camino cuando estaban activos. Desactivados por la edad y las circunstancias, dos formas de llamar al tiempo, publican como mucho algún artículo ecléctico cargado de buenas razones que no interesan a nadie. El periodismo de investigación, el tertuliano demóstenes y el torbellino de información han devorado a los intelectuales. También los políticos con su pensamiento eclesiástico. Una ideología de partido es lo más parecido a un sistema teológico acabado y completo. Cualquier cuestión disputada debe ser ensamblada a martillazos en los engranajes teóricos de un complejo sin ventanas. Los políticos han conseguido la inmunidad de rebaño dentro y fuera del partido. Hace tiempo en la mesa de una boda mi compañero de lugar, ferviente defensor de la derecha renacida, tras despotricar largo y tendido sobre los males de la patria, me preguntó, ante mi silencio educado, qué opinaba de la situación del país: no sabría qué decirte, le contesté con diplomacia vaticana (temo los excesos verbales del in vino veritas); sólo respondo a cuestiones puntuales y no siempre. ¿Y qué opinas del sanchismo, contratacó amoscado? Pienso, resolví, demasiadas cosas para hablarlas delante de un solomillo que corre el riesgo de enfriarse; quizás más tarde; te ruego que me disculpes. Mi única definición de un intelectual es la de aquel que piensa puntualmente con su propia cabeza. Por eso, me gustan los desplantes dialécticos de Pérez-Reverte: nunca se puede adivinar lo que va a decir. Ahora lo que se lleva son los artículos válidos por un día, las broncas-pesebre sobre los entuertos del contrario o las frases rencorosas entre famosos. Con honrosas excepciones, el ensayo bien escrito con fondo y forma ha claudicado ante el barullo sectario, el escribir como se habla en la telebasura y, en general, el rebuzno nacional. Odio términos, expresiones y usos como relato, visibilizar, mantra, poner en valor (un galicismo horrible), protocolo, en definitiva, abrir el melón, empoderar, el lenguaje inclusivo...    

Días más tarde, desanimado aún por el pesimismo de mi scriptus interruptus, otra certeza vino a consolarme. Paseaba por la espléndida Plaza de Daoíz y Velarde cuando me asaltó subitánea (diría Ortega) la figura del héroe, uno de los personajes más arcaicos que recorre los confines de la historia. Inversamente al intelectual (un neonato), el héroe, surgido de la noche de los tiempos, se ha vuelto actual durante la pandemia que se esconde cuando amaina.

Según el psicoanalista Carl Gustav Jung, el intelectual (el sabio) y el héroe son dos arquetipos primordiales que conforman el inconsciente colectivo de todas las culturas. El sabio representa la luz del que usa el intelecto para iluminar las sombras de la ignorancia y cuyo camino es el conocimiento que sirve de orientación en los cruces de caminos. El héroe es el protagonista del mito que confía en sí mismo, en sus cualidades únicas y en su superioridad moral; es valiente y está decidido a mostrar sus capacidades tanto a los demás como a sí mismo. El héroe exhibe su coraje y determinación a costa de un gran sacrificio, que incluso le provoca dolor y pérdida; encarna los valores más elevados de la sociedad, ya que es el elegido para encontrar tanto el orden como la justicia en el caos y la desesperación. Mientras que para el intelectual el principio es la palabra, para el héroe es la acción. El intelectual habla, del héroe se habla.  

“Héroe” es un también un término polisémico, cargado de sentidos. Según el Diccionario etimológico de la lengua castellana del filólogo catalán Joan Coromines, máxima autoridad sobre el tema, procede del griego héros, que retoma el latín tardío. Significa originalmente “semidiós”, “jefe militar épico”. Los héroes son la referencia obligada de la mitología y la literatura grecolatina. Una constelación de valores demasiado lejanos en el tiempo. El Nuevo diccionario latino-español etimológico de Raimundo de Miguel, otro clásico, añade el significado de “varón ilustre digno por sus hazañas de memoria y fama inmortal”. Suena a personaje de abolengo con barba y medallas enmarcado en una venerable galería de cuadros de alguna institución civil o militar. El Diccionario de la Real Academia Española recoge los anteriores significados y añade en la primera entrada uno nuevo: “Persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble”.

Mientras los héroes de un pasado legendario apuntalaban con sus armas o ensalzaban con sus hazañas el orden establecido, el héroe actual es una figura que se enfrenta a las adversidades y desafueros del sistema. Héroes hay muchos, incluso los que no lo saben (los padres que han tenido que encerrarse con sus hijos menores en cien metros cuadrados), pero los pandémicos por excelencia son los médicos y sanitarios, las unidades militares de emergencia y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (sin olvidarme de los bomberos), los teleprofesores, especialmente los maestros, los encargados del trasporte público y los miembros de la comunidad científica. En cierto modo, todos hemos sido héroes y como tales hemos pagado un alto precio.

viernes, 15 de octubre de 2021

Debate sobre el estado de la nación

 

Sin preámbulos ni retórica, propongo mi versión del debate sobre el estado de la nación tras haberse superado, según parece, lo peor de la pandemia. Hay, por supuesto, otras versiones más optimistas y otros argumentos menos críticos o al revés. Si lo son (no toda opinión es una versión o un argumento) tienen todo mi respeto porque disentir es aportar soluciones. Es obvio que en esto consiste la democracia. Conviene recordar que tal debate, fundado en la costumbre, se celebra en teoría anualmente en el Congreso de los Diputados para abordar la situación política del país. Ausente, aunque previsible, durante los últimos siete años, este es mi punto de vista:

Comienzo con una experiencia personal. Hace un montón de años, allá por el 2004, colaboré como experto del Ministerio de Educación en una comisión dedicada a la elaboración de los contenidos mínimos estatales de la asignatura de Filosofía en el Bachillerato. Una vez que finalizamos los curricula, las autoridades políticas y educativas del Ministerio se reunieron con sus homólogos de las comunidades autónomas para llegar a un acuerdo final. El asunto prometía toda tipo de matices y zancadillas. Sin embargo, el director de la comisión, que estuvo presente en las sesiones, nos comentó sorprendido que las autonomías que menos trabas habían puesto al decreto habían sido ¡El País Vasco, Cataluña y Galicia! La respuesta al enigma era sencilla: pensaban hacer con sus programaciones lo que estimaran oportuno (por no utilizar otra expresión más contundente). Como así lo hicieron, lo mismo que el resto de las comunidades. La única discrepancia que se produjo fue entre los expertos y el propio Ministerio de Educación por no haber incluido a Ortega y Gasset entre los diez filósofos más relevantes del pensamiento occidental en la asignatura de Historia de la Filosofía. No podían ser nueve ni once. La comisión decidió excluirlo por mayoría simple. Mi voto particular en contra de la decisión se basó en su incomparable prosa y en que sus ideas nos permiten comprender mejor el pasado y el presente de nuestro país. Finalmente, el Ministerio impuso su criterio.   

Desde entonces, poco ha cambiado en la política autonómica de una España invertebrada por los procesos de disgregación regionalistas o separatistas a los que Ortega llamaba particularismos. Al contrario, han surgido de manera inesperada pujantes manifestaciones nacionalistas, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid. Asimismo, las reuniones del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud durante las sucesivas olas del covid pusieron de manifiesto la imposibilidad de unificar las competencias de las comunidades autónomas con las decisiones del gobierno. Algo parecido a lo que ocurrió con el decreto de mínimos, pero con bronca. Lo que defendían muchas comunidades era una paradoja insalvable: si el gobierno tomaba medidas era una invasión de sus competencias y si las dejaba en manos de las comunidades era una dejación de funciones. Una torre de Babel que seguimos levantando y veremos cómo acaba.

Polarizada por la incapacidad histórica de superar la maniquea conciencia colectiva de las dos Españas surgida de la guerra civil. Derechas e izquierdas han dejado de ser posiciones ideológicas para convertirse en un arquetipo cruel y sombrío que recuerda el Duelo a garrotazos de Goya. Se trata de una mentalidad ancestral (trasmitida de padres a hijos) que contradice la idea orteguiana de que las sucesivas generaciones renuevan las creencias, valores y objetivos de las precedentes; así, los herederos de los vencedores se empeñan en pasar página definitivamente (o cambiar la historia) y los herederos de los vencidos en recuperar la memoria de una confrontación grabada a fuego y enterrar a sus muertos. La polémica sobre El Valle de los Caídos es un ejemplo. El Congreso de los diputados es un espejo de esta fractura social. Después de todo, cada nación tiene los gobernantes que se merece. El propio Ortega se exilió nada más iniciada la contienda y nunca debió volver.

Desconcertada por las evidentes anomalías de nuestra democracia del rey emérito abajo cuando la comparamos con las democracias europeas más avanzadas. Por la politización del poder judicial que se agrupa en asociaciones conservadoras o progresistas (?) y se aferra a los sillones de las más altas estancias. Y sobre todo por la incompetencia de unos políticos irreconciliables, representantes de lo que Ortega llamaba la vieja política, incapaces de encontrar unos resquicios dialógicos que sirvan para establecer un proyecto estable de convivencia y unos consensos básicos en cuestiones de Estado. Todo ello ha llevado a gran parte de la ciudadanía a desahuciar la política y votar en cualquier dirección por motivos irracionales como los recursos populistas, las noticias falsas o las imágenes narcisistas que venden los políticos en los medios de comunicación y las redes sociales.

Escandalizada por la corrupción crónica de amplios sectores del poder, por ejemplo, altos ejecutivos, funcionarios de la administración local, sindicatos de clase y cuerpos de seguridad del estado que miran a otro lado mientras reciben el sobre. Pero especialmente los políticos, a pesar de que muchos conciudadanos piensan que la corrupción es inevitable (incluso necesaria) en una economía de mercado. Según ellos, es el aceite lubricante que facilita la agilidad del sistema; o que las puertas giratorias entre los altos cargos políticos y las corporaciones son mecanismos que hacen más eficiente la economía productiva y la especulativa. En realidad, la corrupción no nace, se hace: en un primer momento, el empresario invita al político a una fiesta, a su yate o a la montería; después vendrán los regalos de primeras marcas entre compañeros de fatigas; luego, las aproximaciones al negocio mediante terceros y, por último, el intercambio de favores y maletines. Con el tiempo se destapa el gatuperio y comienzan las negaciones de Pedro. Tras décadas, los jueces dictan sentencia recurrible según el palo que toque. Así están las cosas. Es bien sabido que el capitalismo puro y duro se basa en una ética de circunstancias cuyo primer principio es el éxito a cualquier precio.

Inerme por la quiebra de los hechos y la verdad objetiva. Ante los desmanes probados de pensamiento, palabra y obra de un representante de los tres poderes, la respuesta del implicado es ignorarlo, vaporizarlo (nunca existió), convertirlo en una falacia ad hominem (si lo dice fulano no puede ser cierto) o remover la basura para taparlo y, a ser posible, darle la vuelta (el consabido y tu más). Las intervenciones parlamentarias han transformado la interlocución, su lugar natural, en un monólogo prefabricado sin relación con los problemas. El representante electo, al que votamos pase lo que pase, ha sido sustituido por una legión de asesores especializados en los ámbitos más sorprendentes de la vida pública como la demoscopia, la telegenia, la percepción subliminal o las técnicas de redes. Sería de gran interés, en el mejor sentido de la expresión, que Vargas Llosa desarrollara a fondo el tema que sugirió del votar bien o mal y sus causas.

La solución a todos estos graves problemas del estado de la nación, otra vez acierta Ortega, es el europeísmo, pero primero habría que arreglar Europa.

viernes, 1 de octubre de 2021

Sentencias de los políticos. Primera parte

 


Francis Bacon denominaba Idola Fori o ídolos del Foro (o del mercado) a los términos, expresiones y, en general usos colectivos del lenguaje que se forman por la interacción entre los hombres cuando hacen comercio, se relacionan e intercambian ideas. Porque es por medio del discurso que el hombre va haciendo asociaciones, y en muchos casos las palabras se imponen en la mente de acuerdo con criterios vulgares. Estos errores que asedian la mente ejercen violencia sobre el entendimiento, perturban todo, y extravían a los hombres en disputas y ficciones innumerables y vacías. Aquí nos ocuparemos de algunos ídolos del mercado político donde compiten las propuestas más variopintas. Vamos a proponer algunos ejemplos destacados del patinazo nacional desde todos los rincones del mapa político salpimentados con algunos comentarios (como hizo Tomás de Aquino con las sentencias de Pedro Lombardo). Es, en el fondo, un homenaje al gran socarrón que fue Luis Carandell que publicaba su Celtiberia Show en la heroica revista Triunfo.

Las perlas están sacadas de diarios digitales de todos los pelajes por lo que no existen plenas garantías de que no se hayan colado algunas fakes dada la profusa oferta electoral de dichos lapidarios (siempre estamos en campaña y con el ventilador en marcha).

Empezamos con una tautología de la lideresa nacional por excelencia (aunque le ha salido una dura competidora a cuya estela ha revivido): En Madrid estará permitido todo lo que no esté prohibido. Parece el pasquín de un sheriff del Oeste pinchado en la puerta del Saloon para forasteros lentos de mollera y gatillo ágil. No parece que ella misma se haya tomado muy en serio la proclama. En cierta ocasión, según la versión de la policía municipal, Aguirre aparcó en el carril bus, abroncó a los agentes por acosarla, tiró al suelo una de sus motos y salió pitando sin más explicaciones que la consabida no sabe usted con quien está hablando. Luego dijo que había ido un momento al cajero automático. El resto de los avatares reposa en los juzgados (un embrollo jurídico de miles de folios y que a estas alturas aburre incluso a Àngels Barceló).

O esta afirmación ambigua de Pablo Iglesias que puso las bolas de billar al tripartito de derechas como se las ponían a Fernando VII: A nosotros nos dicen que queremos correr mucho, pero nosotros no tenemos problemas para llenar la nevera. Y otra de alcance universal que secretamente comparten sus más enconados rivales: Mi generación prefiere follar. El problema del ex dirigente de UP es que ha sido su ortodoxia marxista lo que le ha llevado a dimitir de la política. El marxismo es una ética social desde la que se puede argumentar con la convicción del orador creyente pero no una ideología eficaz. Lo cierto es que políticamente no funciona, como es sabido por la historia y por los regímenes comunistas actuales. China, por su parte, practica un capitalismo de Estado más liberal incluso que el de Estados Unidos. El casoplón de Iglesias, su mujer ministra, sus guiños a países y personajes satélites son episodios que han propiciado su caída, pero no son la causa eficiente. Una cosa es la indignación callejera por los efectos de la crisis y otra regular el mercado financiero desde las instituciones europeas. Por eso, su labor de analista y tertuliano será sin duda mucho más valiosa que su trayectoria política. Por cierto, tuvo la oportunidad de hacer un gran servicio a su país permitiendo el pacto del PSOE con Ciudadanos para formar gobierno, pero su dogmatismo se lo impidió, rompió su partido y comenzó el ocaso. Lo que antes era dispersión ahora es desbandada.

Mariano Rajoy hizo gala de su hermetismo galleguista cuando en los corrillos del Congreso le espetó a un pelmazo de la prensa canallesca que insistía en que fuera más concreto (no sé cómo no se hartan): Las decisiones se toman en el momento de tomarse. El trasfondo vacío de la frase muestra el segundo problema del entonces presidente (el primero le costó el puesto): el inmovilismo. Pero no porque Rajoy no quisiera tomar decisiones para dejar que las cosas se arreglaran por sí mismas, sino porque no sabía cómo coger el dilema por los cuernos: o volver a los rígidos principios del aznarismo o llevar al partido a una profunda (e incierta) refundación en la que él mismo podía ser defenestrado. En esos momentos acechaba Ciudadanos con el sorpasso y al fondo Vox marcaba territorio... Mientras, se lo llevó la riada de los casos. O esta otra, todo un alarde de patriotismo con patadón gramatical. España es una gran nación y los españoles muy españoles, mucho españoles. La frase muestra el tercer gran problema de Don Mariano: no quiso entender que el 12 de octubre, día de la fiesta nacional de España, no es igual que el 14 de Julio, día nacional de Francia, en el que todos los franceses salen a la calle con la bandera tricolor a cantar la Marsellesa. El cuarto problema, en mi discutible opinión, es haber enviado a más de 12.000 policías antidisturbios para impedir la celebración del referéndum por la independencia de Cataluña. Los palos, carreras y enfrentamientos dieron la vuelta al mundo. Hubiera sido más fácil decir: haced lo que os parezca, siempre que tengáis claro que el referéndum es anticonstitucional, no lo consideramos una consulta legal y, por tanto, no es vinculante. Sabed que la declaración unilateral de independencia comporta la aplicación del artículo 155 con todas sus consecuencias. El resto hubiera sido igual pero distinto.

Rodríguez Zapatero, a su vez, vivía en su columna imaginaria en la que pensamiento y realidad discurrían por caminos divergentes. Estoy muy a gusto y muy tranquilo porque tenemos un rey bastante republicano. Ni siquiera la gran crisis lo sacó de sus proyecciones personales. Hubiera sido más correcto pensar: mis convicciones socialistas me impiden realizar los ajustes económicos que nos exigen las altas instancias de la Unión; por tanto, convoco elecciones para que gane la derecha y haga lo que mejor sabe hacer. Lo cierto es que el rey “republicano” al que se refería era campechano, sostén de la democracia, útil en su papel, pero no llegaba a tanto. Más bien lo contrario: era cabalmente un rey a la antigua usanza. Sigo sin entenderlo. Mientras que algunos de sus antecesores dinásticos salían por el pasadizo secreto disfrazados de plebeyos a solazarse y nadie se enteraba, hoy los medios de monitoreo, vigilancia y recopilación de datos son tan eficaces que el mismo día de la juerga se conocen hasta los detalles más nimios. Lo mismo sirve para los viejos enjuagues palaciegos con el tesoro público o las grandes hazañas de la banca y la cristiandad. Ahora, con alguna demora por razones ajenas a la técnica, casi todos los negocios turbios terminan por salir a la luz.        

O la inextricable reflexión de Ayuso sobre la tierra prometida (¿De qué carajo habla?): Madrid es España. Madrid es España dentro de España. ¿Madrid qué es, si no es España? No es de nadie porque es de todos. Heidegger firmaría este barullo. Hay que reconocer que la presidenta tiene un indudable gancho electoral y es inmune a las sesudas reflexiones de un Gabilondo plano. Ayuso basa su relato (otra monserga de moda) en tres pilares: el primero, la “libertad” que aplica de un modo omnipresente a cualquier actividad: Si voy a misa o a los toros, o me voy a la última discoteca, lo hago porque me da la gana. Y elegimos dónde, a qué hora y con quién. Vivo así. Vivo en Madrid y por eso soy libre. En realidad, son libertades menores garantizadas por la Constitución. El segundo, “el estilo de vida madrileño”: Nos podemos ir a una terraza a tomarnos una cerveza y vernos con los nuestros; con nuestros amigos, con nuestra familia, a la madrileña. Los que hemos vivido el cosmopolitismo de la sociedad madrileña no podemos compartir estas manifestaciones de rancio nacionalismo centrípeto. El tercero “el comunismo”. Todo lo que se sale de su ultraliberalismo económico es comunista o tonto útil. El calificativo asusta al votante indeciso en un entorno transnacional donde el comunismo simplemente no tiene cabida. ¿Recuerdan la crisis de la deuda soberana en Grecia? Las declaraciones excéntricas, los viajes, las aspiraciones de la reina del vermú han empezado a inquietar a la cúpula del Partido Popular. Veremos.

sábado, 11 de septiembre de 2021

Ecologismo y ecología

 

Ecologismo, feminismo, pacifismo… Hay términos cuyo significado intuimos de inmediato, sin mediar razones, aunque sabemos que, al concretarlo, al intentar que su contenido crezca y captar su concepto, el aura se desvanece como una nube de verano (y el interés decae). Es evidente que son conceptos polisémicos, que se dicen de muchas formas en situaciones distintas y distantes y que los significados que les asignamos son analógicos, es decir, se basan en vínculos de semejanza entre elementos muy dispares. El uso de tales términos (su gramática contextual) se parece más a los juegos del lenguaje del Segundo Wittgenstein que a la exposición de unos planteamientos sólidos.

Si nos centramos en el primero, hay que separar, de entrada, la ecología como ciencia y el ecologismo como movimiento ideológico y después explicar la relación entre ambos. La ecología es una ciencia empírica, una rama de la biología que estudia los ecosistemas, es decir las relaciones de los diferentes seres vivos entre sí y las interacciones con su medio ambiente. Como toda ciencia básica, la ecología es, a la vez, una ciencia aplicada, una tecnociencia. Y este es el punto donde convergen ecología y ecologismo.

José Miguel Mulet, catedrático de Biotecnología en la Universidad Politécnica de Valencia, ha publicado un libro titulado Ecologismo real. Todo lo que la ciencia dice que puedes hacer para conservar el planeta y los ecologistas no te dirán nunca. “Hablo de ecologismo con base científica. Ese es el ecologismo real”, sostiene el catedrático. El ecologismo no científico, basado más en proclamas que en ciencia, es, sin embargo, “el que se ha apropiado de la etiqueta”. Y añade: “Que haya organizaciones que se hagan llamar ecologistas no quiere decir que lo que propongan sea bueno para el planeta”. En el libro se hacen afirmaciones tan jugosas como: “El coche eléctrico hace menos ruido y no echa humo por el tubo de escape, pero ¿cómo generas la electricidad? Una gran parte, quemando gas, carbón y petróleo. Así que lo que estás haciendo es cambiar el humo de sitio”. O sea, pintar verde sobre gris. O esta otra: “Si te dicen que van a quitar las nucleares, ya sabes que lo más probable es que las emisiones de CO2 suban (…) No puedes cerrar las nucleares de un día para otro sin tener un plan B que te permita obtener la misma energía sin emitir más CO2”. También explica por qué la alimentación ecológica es una industria nociva para el medio ambiente. Les recomiendo comprar el libro en e-book, cuesta la mitad.

En otro lado están los ecologistas radicales, los que, según la derecha, son como las sandías: verdes por fuera y rojos por dentro. En realidad, el ecologismo, vagamente entendido (“la responsabilidad ambiental”), es un ingrediente más de un coctel izquierdista en el que se mezclan y agitan la igualdad de género, el desarrollo sostenible, el anticapitalismo, el freno a la especulación urbanística, el desarme, la justicia social y otros fines como la democracia participativa (una entelequia cargada de riesgos). El Grupo de Los Verdes/Alianza Libre Europea, representante político de estas ideas, es el sexto grupo en número de escaños en el Parlamento Europeo. Con ciertas reservas sobre su radicalismo, también se puede incluir a la ONG Greenpeace dentro de esta órbita.

También hay ecologistas de derechas, los que, según la izquierda, son como kiwis: verdes por dentro y pardos por fuera. Hay dos corrientes asociadas al ecologismo de derechas: la liberal-conservadora que tiene como motivo central el individuo y la ultraderechista, también llamada ecofascista, cuyo núcleo ideológico es la idea de patria. (Por cierto, La palabra patria viene del latín, de la forma femenina del adjetivo patrius-a-um: relativo al padre, también relativo a los "patres" que son los antepasados. Hablamos de la madre patria. La palabra matria es un rebuzno lingüístico). Para la derecha liberal-conservadora la defensa del medio ambiente depende de la educación cívica de los individuos tanto en la vida cotidiana como en las urnas. Después de todo, afirman, una sociedad es una suma de individuos no una suma de empresas y corporaciones. El individuo debe adoptar conductas éticas que favorezcan el equilibrio ecológico: separar la basura en los contenedores de reciclaje, ahorrar el agua poniendo botellas en la cisterna, usar el transporte público, no malgastar energía con la calefacción o el aire acondicionado, evitar el abuso de los plásticos, no hacer chuletadas en el campo, practicar el ecoturismo, participar en asociaciones defensoras del medio ambiente (¿los boys scouts?) etc. Finalmente, si queremos que los hábitos se conviertan en leyes, seremos los individuos quienes votemos a los partidos que nos propongan cambios institucionales acordes con estas pautas de conducta.

El ecofascismo sostiene que el auténtico ecologismo es el “patriotismo verde”, que la nación es un ecosistema humano que tenemos el deber de conservar. “Las fronteras son el gran aliado del medio ambiente, y a través de ellas salvaremos el planeta”, sostuvo Reagrupamiento Nacional durante la pasada campaña de las elecciones euro­peas. Inicialmente se trata de una forma de localismo que trata de preservar la identidad cultural del propio territorio, proteger su biodiversidad, consumir los mismos alimentos que nuestros ancestros…  por eso la globalización liberal es un peligro letal para la salud de la patria. Del localismo incluyente se sigue el racismo excluyente: la consideración de que los inmigrantes son grupos invasivos que perturban el equilibrio de la tierra natal. La interculturalidad es una falacia progresista; es inviable una alianza entre civilizaciones que tienen principios y valores incompatibles. La superposición de grupos étnicos puede terminar con el predominio de las etnias foráneas y la destrucción de la patria. Seréis víctimas de un enemigo al que habéis dado la bienvenida en vuestra propia casa, en palabras del arzobispo católico de Mosul.  

Pero desde hace tiempo, el centro de la polémica ecologista en cualquiera de sus versiones lo constituye el cambio climático. Aquí es donde se muestra con más fuerza la tensión entre ecología científica y globalización del planeta. Lo que está en juego, además del equilibrio del medio ambiente, es la supervivencia a medio plazo de la especie humana. El problema es si a estas alturas podemos parar el tren en doscientos metros. 

domingo, 5 de septiembre de 2021

La naturaleza. Solución

 

En uno de sus escritos de Jena, Hegel, filósofo romántico, afirma que la naturaleza existe porque Dios, pura razón, pierde el control de sí mismo y se enajena en algo exterior y corpóreo. Esta enajenación es, de forma inmediata, una caída, un descenso y antes de completar su recorrido y recobrar su total racionalidad (no sabemos cómo ni cuándo) surge el mal en el mundo. En este momento inicial (imposible calcular el tiempo de Dios), una naturaleza ambivalente se rige por asombrosas leyes físicas y también por oscuros abismos, como el SARS-CoV-2. El pensamiento humano se ha enfrentado a ambos desafíos desde su formación como especie hasta nuestros días: el mito, la magia, la religión, la filosofía, la ciencia, la técnica, es decir el conocimiento y el control.

Actualmente, las poderosas agencias de inteligencia norteamericanas (respaldadas por un despliegue científico sin precedentes), han concluido después de noventa días y noventa noches que el virus no es un arma biológica ni una manipulación genética, aunque no descartan que se haya fugado de un laboratorio chino (vía funcionario despistado) o una zoonosis sin concretar la especie ni el origen del contagio (los camaradas se niegan a darse palos y todo el mundo es responsable menos ellos). Exigua cosecha. Lo cierto es que vamos por la quinta ola y las espículas más aptas prosperan. La esperanza está en las vacunas de segunda generación y, sobre todo, en que las leyes naturales se muestren propicias y las nuevas mutaciones sean cada vez más benignas (como ocurrió con la gripe española). Por lo demás, le epidemia ha tensionado el conocimiento científico (el enigma del coronavirus), la ética social tanto en sentido positivo (la famosa resiliencia, los aplausos y el venceremos) como negativo (la picaresca, los antivacunas y las fiestas clandestinas); también la política (las medidas erráticas o contradictorias, el estado de alarma, el desconfinamiento, la cogobernanza y la polarización de la vida pública).

Volvamos al confinamiento. Recuerdo un video de mi nieta revolcándose indignada por el suelo al grito de ¡Quiero ir al parque! Los padres teletrabajando a destajo; o desesperados en ERTE o en ERE, tirados en el sofá trasegando series; los niños sin cole, los profesores desbordados por una labor para la que no están preparados. Durante cien días las pantallas dominaron el mundo. Bienaventurados los que disfrutaban de un ático con macetas para hacer sentadillas o los privilegiados que tenían casa con jardín. Un chalé en la sierra era la viva imagen del paraíso terrenal.

La pandemia ha tenido consecuencias sociológicas. De nuevo la naturaleza como solución. La primera es la activación de la contrafigura del urbanita: el ruralita (mejor ruralista según la RAE). La añoranza de los espacios abiertos, el riesgo del contacto con el virus en las calles, en el trabajo, en el trasporte, en los centros comerciales y asistenciales potenció una vuelta al neorruralismo y sus manifestaciones. Un eterno retorno a la vida retirada de Horacio y Fray Luis de León, a las apacibles labores agrarias y los atardeceres bucólicos de Virgilio. Se disuelve la utopía urbanística de Le Corbusier o el derecho a la ciudad de Lefebvre y se impone el fenómeno inverso al éxodo rural que dio lugar a la España vaciada: la emigración masiva de los pueblos a las urbes en busca de estudios, trabajo y, en general, nuevas oportunidades.

De menos a más, hay variantes de esta transvaloración de todos de valores. El teletrabajo estable ha propiciado que muchos urbanitas cierren temporalmente sus pisos y alquilen apartamentos con vistas (e internet por cable) en la costa o las islas. Burgueses de toda clase y condición, cargados de justificantes y certificados, pusieron rumbo a su segunda residencia en la playa, la montaña o la aldea perdida ante la torva mirada de los paisanos que los miraron como el quinto jinete del apocalipsis. Hay parejas que venden su casa de la gran ciudad para trasladarse a otra más pequeña en busca de una forma de vida más “personalizada”. Añoran las escenas de la vida de provincia: una convivencia próxima, el contacto diario con amigos, vecinos y conocidos de primera, segunda y tercera. Otros, los auténticos neorrurales, se desplazan a los pueblos de la España vaciada para levantar las casas abandonadas, repoblar los parajes, reconstruir las calles, refundar las granjas, recuperar las fuentes y pilones. Se reivindica un estilo de vida agrícola, artesanal, ecológico. En muchos casos, se trata de personas sin experiencia agraria directa que desean sentir la cercanía de la naturaleza y recobrar modelos sostenibles de producción y consumo. Nada menos. Y de paso luchar contra el cambio climático. Son los repuntes racionalistas de la dialéctica hegeliana.