El trabajo manual tiene su leyenda negra. En el libro del Génesis, Dios
expulsa del Paraíso a Adán y Eva por el episodio de la manzana (denigrado por
las feministas) tras maldecirlos: Te ganarás
el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la
cual fuiste sacado. Porque polvo eres y al polvo volverás. Las grandes civilizaciones antiguas, Egipto, Grecia o Roma fueron
sociedades esclavistas. Busquen, por ejemplo, el significado etimológico del trabajo
en el latín vulgar y sabrán de qué hablo. El feudalismo medieval convirtió los
esclavos en siervos y sólo el ascenso de la burguesía en las ciudades fundadas
en el siglo XIII revalorizó el papel del trabajo productivo para fomentar el
comercio y las finanzas.
Los prejuicios
hacia los trabajos manuales forman parte de la historia de España. Por ejemplo,
el hidalgo que los considera manejos poco honorables, propios de
villanos. A partir del siglo XVII, con los últimos reyes de la Casa de Austria,
el sol empezó a ponerse en los territorios del imperio. Muchas son las causas
de la decadencia de la España del Capitán Alatriste, pero una de las más influyentes
es la falta de una burguesía emprendedora y de negocios. Los galeones cargados
de oro y plata procedentes de las Indias cruzaban la península ibérica desde
los puertos del sur para acabar en las arcas de los países europeos industriales
que nos abastecían de productos manufacturados… Hasta que el único oro que
quedó, a mayor gloria de las letras, fue el cultural.
Max Weber, en el
libro de sociología más inteligente que quizás se haya escrito, La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, sostiene que las religiones
protestantes del norte de Europa consideraban el éxito individual en el
trabajo, la ganancia de beneficios y la acumulación de bienes como un signo positivo
de la divina predestinación; también las profesiones más artesanales,
son bendecidas por Dios por su colaboración mayoritaria en la obtención del
bien común y constituyen un signo visible de pertenecer a los elegidos. Una ilustración común en la
Reforma es la de un zapatero, encorvado sobre su trabajo, que dedica todo su
esfuerzo a la alabanza de Dios. Esta
sacralización del trabajo es ajena e incluso contraria a la moral dominante,
clerical y espiritualista, de los países católicos del sur de Europa. Otro
salto en el tiempo: los países más avanzados de la Unión Europea nos miran por
encima del hombro, entre tópicos, estereotipos y medias verdades. Y otro más:
el origen histórico del nacionalismo vasco y catalán no es de
carácter ideológico sino económico y anterior a la Guerra Civil.
Hay evidentes secuelas de aquella idiosincrasia precapitalista
en nuestro país. En pleno siglo XX las enseñanzas regladas de Formación
Profesional eran marginales y poco valoradas. Recuerdo que durante décadas se
consideraba a los alumnos de FP poco menos que jugadores de tercera división;
gente que no servía para aprobar las asignaturas de Lengua, Historia o
Matemáticas y mucho menos para ir a la Universidad. La imagen: unos chicos sin nombre
embutidos en un mono azul con hombreras que se dedicaban a hacer piezas de
metal en el torno o a colocar remaches a golpes de martillo. Matricularse en FP
se consideraba propio de las clases bajas, hijos de obreros que se resignaban a
ser obreros, que se conformaban con aprender oficios. Corrían bulos sobre la
adscripción forzosa a la FP de los hijos de familias represaliadas. Era un
grupo minoritario, anónimo, sin consideración social ni ventanas al mundo. Lo
cierto es que para ir a la Universidad tenías que superar la prueba de ingreso,
siete cursos que iban en serio (no como ahora), dos reválidas y el examen del Preu.
Más de la mitad de los estudiantes de medias se quedaban en el camino. De los
que terminaban, una cuarta parte carecía de recursos para desplazarse a una
ciudad universitaria y sólo el otro cuarto lo hacía con un porcentaje de éxito
alto o bajo según las carreras. Sin embargo, rechazaban matricularse en la formación
profesional. Paradojas de la historia. Otra más, comparen los estudios en los
centros de enseñanza pública entonces y ahora. Una anécdota personal. En
primero de Bachillerato me hice amigo de Julián Flores, un chaval medio calé
del Barrio de San Antón. Éramos compas de pupitre y pronto me percaté de las
miradas hambrientas que dirigía a los bocadillos que me preparaba mi madre para
el recreo. En uno de ellos (la verdad es que yo era un malcome) le ofrecí
compartir la mitad de mi pan con tomate y mortadela. Cuando vi el fervor con que
lo devoraba le invité a comerse la otra mitad… ¿no lo quieres, en serio? Y rápidamente
lo despachó. Aparte de malcome, yo era un chico más bien tímido y
bajito, lo contrario que Flores, lo que me puso a salvo de las insidias de abusones
y acosadores. ¡Eh tú, decía Flores al malaje, si te vuelves a meter con mi
compa te voy a dar una h. que vas a hacer palmas con las orejas! Una simbiosis
perfecta. En una ocasión, porque también me percaté de sus dificultades para aprobar
y de su situación social, le comenté cordialmente, tras almorzar juntos, si no
le convendría más cambiar el instituto por la formación profesional. ¡Probablemente,
me dijo, pero mis padres se niegan, no quieren que digan en el barrio que me
han metido en el pelotón de los torpes!
Pero volvamos al presente. Desde que estudié el
Bachillerato hace medio siglo en el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII
de Cuenca, la mentalidad sobre los cursos de Formación Profesional ha cambiado mucho.
He impartido clase a incontables alumnos del COU de letras o mixto, los itinerarios
más fáciles, que me preguntaban indignados por qué tenían que aprenderse de
memoria la teoría de las ideas de Platón, las categorías de Kant o comentar
textos incomprensibles de Descartes o Nietzsche… cuando lo que querían era
acceder al mercado laboral tras aprender a desmontar un coche, trabajar en una
peluquería, ser fontanero como su padre, dominar el lenguaje de las
computadoras, ser buenos sanitarios o preparar suculentos platos. Por supuesto,
les daba la razón, hasta me disculpaba, y, lo confieso, no ponía el listón muy
alto. Lo que querían era acceder a módulos de formación profesional de grado
medio o superior. Según me contaban (y de eso hace demasiado tiempo) la oferta
de plazas era escasa y la mayoría de las solicitudes quedaban en papel
mojado. El problema consistía en que dotar a los talleres de formación
profesional de una infraestructura adecuada y la consiguiente logística era (y
es) caro. No vale el socorrido dicho de una pizarra, una tiza y ahora qué. Afortunadamente,
también en la enseñanza media se introducen progresivamente, las redes de
ordenadores, las pizarras electrónicas y las plataformas de consulta.
Parece que se lo empiezan a tomar en serio. He visitado la página oficial de la FP en Madrid y es espléndida. En algunas comunidades autónomas, como Galicia, la FP es un ejemplo de competencia educativa. El Gobierno, según leo, presenta un Plan de Modernización de la Formación Profesional, dotado con 1.500 millones de euros procedentes de los fondos de la Unión Europea. Esperemos que por una vez haya consenso y prevalezca el sentido común.