sábado, 4 de septiembre de 2010

Turner y los maestros


El día 19 de Septiembre concluye en el Museo del Prado la exposición itinerante Turner y los maestros que comenzó el 22 de junio de este año. Por tanto, deben apurar sus opciones aquellos que la quieran contemplar, es decir, ver y pensar. Por mi parte, he asistido dos veces, entre otras razones porque a los profesores El Prado nos deja pasar graciosamente.
La exposición se puede contemplar de muchas maneras. Por ejemplo, en medio de un grupo de turistas a merced del temible cicerone que los pastorea y los abruma con tal cantidad de información que resulta imposible digerirla en tres trimestres. Al final, si no has desertado en la primera esquina, además de compensar generosamente los fárragos del guía (ya que si no lo haces su rostro adquiere los matices de un cuadro expresionista tipo Saura), tendrás que merendarte un puñado de aspirinas.
Otra forma es la de aquella pareja de novios que sin contemplaciones se colocó delante de mis narices y después se perdió rauda por la sala. El mozo le dijo a su chica, después de mirar de soslayo el cuadro de Turner El declive del imperio cartaginés: “¿Crees que vale la pena pagar veinte euros por esta rallada?”.
O la del entendido de pega que amplifica el volumen de voz para transmitir a la multitud que le circunda su opinión de cartón-piedra: "La mitad de los cuadros son espléndidos y la otra mitad sobra".
Otra versión, que defiende un buen amigo mío y errónea desde mi punto de vista, es la de asistir a la exposición con tus hijos y sobrinos de diez a quince años el domingo por la mañana para que “se vayan familiarizando con el arte” y lo disfruten “cuando sean mayores”. En primer lugar con el arte no se familiariza nadie y menos en tres sesiones (lo mismo que ocurre con la física nuclear o la anatomía comparada). En segundo lugar, la edad no importa demasiado en cuestiones estéticas (Mozart era un genio con menos edad que esos niños): eres o no eres sensible a las más altas realizaciones del espíritu (artísticas o científicas) por causas imposibles de establecer y menos de condicionar. Además la visita puede ser contraproducente, igual que pasa con las lecturas inasequibles de ciertas obras maestras del Siglo de Oro que algunos incautos profesores de literatura exigen a sus alumnos. El resultado de la empresa es que puedes extirpar de por vida los futuros proyectos del imberbe de visitar cualquier pinacoteca, del mismo modo que el alumno de la ESO, cauterizado por tales excesos, no leerá jamás un libro, ni siquiera uno “de playa” (consejo: los libros malos son aburridos en cualquier parte), aunque se lo presentes en un “atractivo” soporte digital (otro tema de reflexión que aplazamos por el momento).
En mi opinión, hay dos formas aceptables de enfocar la exposición de acuerdo con su título (42 de Turner y 38 de los otros maestros). Una, erudita, en el mejor sentido del término, mediante el análisis comparativo de las influencias temáticas y formales de ciertos maestros de la pintura en la obra de Turner; otra, por mera yuxtaposición de los cuadros más hermosos y profundos.
El comisario de la exposición, Javier Barón Thaidigsmann, Jefe del Departamento de Pintura del Siglo XIX del Museo del Prado, sostiene en su experta presentación (ver el video en la web) el primer enfoque, entendido como la agrupación de las ochenta pinturas de la muestra en pares, tríos o conjuntos homogéneos por su interrelación compositiva, estilística e intencional. Es también el punto de vista de la mayoría de los artículos especializados del excelente catálogo de la exposición.
Lo normal es que en mis visitas me hubiese centrado en ambas formas de aproximación a la cosa. Sin embargo, en las dos ocasiones he recaído en la segunda orientación. Seguramente porque hay en la muestra algunas de esas creaciones con aura que ocupan un lugar especial en la historia del arte, obras que has admirado desde tu más tierna infancia en los libros y en las imágenes. (Breve inciso: para mí lo mejor de lo mejor son los cuadros del pintor barroco Claudio de Lorena).
Enumero algunas de las obras maestras que tienes a tu alcance: Rembrandt, Muchacha en la ventana (1645), Claudio de Lorena, Puerto de mar a la puesta del sol (1639), Nicolás Poussin, Paisaje con calzada romana (1648), Jacob Van Ruysdael, Mar picado junto a un espigón (1652-1655), Jan van de Cappelle, Una calma (1654), Willem van de Velde, Un barco inglés en un temporal tratando de ganar barlovento (1672), Canaletto, El Molo desde el Bacino de San Marcos (1733-1734), Turner, Tormenta de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes (1812), John Constable, El espigón de Yarmouth (1823), Francis Danby, Tema del libro de la revelación (1829), entre otros.
El buque insignia (nunca mejor dicho) de la exposición es el cuadro de Turner, procedente de la Tate Gallery, titulado Paz. Sepelio en el mar (1842). Una obra maestra de la última etapa del pintor y el arquetipo de su visión romántica organizada en torno a la categoría estética de lo sublime. El término expresa, ante todo, la primacía ontológica y el poder absoluto de la Naturaleza sobre una realidad humana disminuida (en las antípodas del antropocentrismo tecnocientífico de nuestros días). Turner ha plasmado en sus lienzos esta idea mediante la representación de  paisajes inabarcables, fenómenos meteorológicos sobrecogedores, efectos atmosféricos insólitos, desastres naturales magnificados o naufragios heroicos.
La obra fue pintada como recuerdo y homenaje póstumo al pintor escocés David Wilkie, muerto el 1 de Junio de 1841 cerca de Gibraltar cuando viajaba a bordo de un vapor que regresaba de Tierra Santa. El puerto inglés fue cerrado por temor al contagio de la peste procedente de Oriente Próximo, por lo que tuvo que recibir sepultura en el mar esa misma noche.
La paleta del pintor recoge con emoción el momento final del entierro con su carga plena de simbolismo funerario. Contrastan la luminosidad del cielo, del agua y de la costa con la negra oscuridad de los barcos y sus reflejos sombríos. Se dice que cuando el pintor Clarkson Stanfield le dijo a Turner que las velas negras no le parecían naturales, le replicó con rapidez: Me gustaría encontrar un color que me permitiera hacerlas más negras. Es evidente que Turner no hallaba el color adecuado para expresar el dolor luctuoso por la desaparición de un miembro de la fraternidad de artistas. Hay que entender la composición como una reflexión del artista sobre su propia contingencia y el arte como la única posibilidad de enfrentarse al triunfo inexorable de la muerte.
Un resplandor sobrenatural procedente de las antorchas indica el punto en que el cuerpo de Wilkie será lanzado, envuelto en un sudario blanco, a su última morada. El misterio de la muerte, la contraposición entre la finitud del individuo y la eternidad de la naturaleza, otro motivo central del pensamiento romántico, funciona en el cuadro como otro nombre y otro signo de lo sublime. El mundo de Turner además de infinito es inefable, es decir no puede ser comprendido mediante conceptos abstractos, sino por otros medios no racionales: los efectos atmosféricos, las variaciones lumínicas, los pliegues del color, la intuición del espacio, la empatía con el tema o la manifestación del instante irrepetible.

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