domingo, 23 de octubre de 2011

La incomunicación 1. El etnocentrismo



Le embargaba la agradable ilusión de sentir afecto por la gente. Totalmente olvidable toda ella. Y un poco solidaria, un poco egoísta, a veces cruel, pero sobre todo divertida.
Ian McEwan, Solar

Un fantasma metafísico recorrió Europa por los años cincuenta: el fantasma de la incomunicación; fue otra secuela de los horrores de la guerra y se extendió como un reguero de pólvora por Francia e Italia (los ingleses se toman las guerras de otro modo).

Corrieron ríos de tinta literaria y filosófica sobre el infierno de la soledad, desgarradores metrajes sobre el fracaso de las “relaciones humanas”, exposiciones repletas de la nueva liturgia, rituales espesos sobre la trascendencia del sexo, conferencias herméticas sobre la “desrealización”, charlas trascendentes perfumadas de ron, modelos sobrios de bigote y perilla, atuendos existenciales, estilos macilentos de vida, personajes insólitos (e intratables) que vivían del cuento, autores intelectuales del suicidio… de los demás, apologetas refinados del onanismo mental, jergas de la autenticidad, profesionales del ser y la nada.


En nuestro país nos enteramos a medias del asunto porque la censura, el integrismo religioso y el subdesarrollo económico impidieron que la moda calara. Después el término desapareció y quedó relegado a los inocuos manuales de psicoterapia humanista. Una historia olvidada.


Actualmente la incomunicación se reduce a una patología marginal de contados adolescentes (en general, los más listos). Obviamente, las nuevas tecnologías les permiten “estar conectados” a todas horas, lo que genera un exceso de comunicación (véanse “las redes sociales”) y un código menos complicado que el de los chimpancés. Además es fama que los jóvenes pueden atender a tres o más pantallas a la vez y recibir los mensajes sin ruidos ni interferencias: si estudian: tablet, e-book y pizarra digital; si se divierten: Ipod, play3 y televisión. 


Hay diferentes enfoques sobre la incomunicación: filosófico, semiológico, psicolingüístico, sociocultural… a mí el que realmente me pone es el último, el más directo y universal. Para comprenderlo hay que recurrir al concepto sociológico de “etnocentrismo".

El etnocentrismo es la tendencia a evaluar los patrones culturales y subculturales propios como correctos y los ajenos como extraños, inadecuados, absurdos e incluso inmorales; por tanto, la cultura propia (o cultura de origen) es superior a las demás, que se analizan comparándolas con y desde un sistema normativo único.

Pongamos algún ejemplo de etnocentrismo para ilustrar mejor su relación con la incomunicación.

Hace tres años fui contratado por la Agencia de Cooperación Internacional para formar parte de un equipo interdisciplinar encargado de dirigir y realizar los planes de estudios y los libros de texto de un país del África Central. Estuvimos allí durante cuatro semanas a lo largo de varios meses. Lo poco que asimilé de su fascinante cultura se lo debo a Carlos, el secretario de la embajada española, que tuvo la santa paciencia de contestar a las innumerables preguntas que le disparé sobre lo que miraba pero no veía. Me consta que, a pesar de llevar varios años allí, tampoco él entendía muchos de los lances y ofertas del mundo circundante (lo cual reconocía con toda humildad). Poco a poco conseguía superar la incomunicación.

En la tercera semana de nuestra estancia, allá por mayo (el clima es indiferente porque siempre es el mismo a lo largo del año y a lo largo del día) dimos con nuestros huesos en un cómodo, respetable y recién inaugurado hotel de la capital. 
La costumbre de mi panda era reunirnos al caer la tarde tropical en la cafetería del hotel, situada en la planta baja. Al amor del aire acondicionado (sólo allí he probado sus delicias) nos sentábamos en una mesa y pedíamos cervezas heladas y raciones de pescado. El primer día sólo percibí confusas sombras a mi alrededor. Falté el segundo por exceso de trabajo pendiente. El tercero, ya sin disimulos, tres muslosas señoras nos preguntaron con sonrisa marfileña si nos importaba su agradable compañía. Como nadie dijo nada, lo interpretaron como un sí. Iban vestidas seguramente con sus mejores galas, exiguas en todo caso. Pidieron refrescos. Sabían que éramos profes y lo que estábamos haciendo. La conversación giró, por tanto, sobre los consabidos temas, inevitables y tediosos, de nuestra profesión (ni siquiera allí pude librarme de esta carga), aunque se dirigían a nosotros con un pathos sensual y cimbreante.
La cosa pasó a mayores. Comenzaron primero a acercarse, luego a arrimarse y después a utilizar las manos (y cuando digo “maniobrar”, quiero decir “maniobrar”). En general, no me importa que me metan mano en un hotel del África Central pero me gusta saber por qué. C
omo no entendía lo que pasaba (decididamente un defecto profesional) opté por abrirme cortésmente y subir a mi habitación.
A la mañana siguiente, por mera discreción no les pregunté a mis colegas en qué había parado la cosa. Por los ecos que me llegaron, el reparto de papeles fue desigual, que de todo hay en la viña del Señor.

Prostitución es, dijo Carlos; el oficio más viejo del mundo. Pero tiene sus rasgos especiales. Para empezar las señoras no son profesionales: son mujeres normales, estudiantes, trabajadoras y también, en alto porcentaje, casadas; el marido no se entera ni quiere enterarse, y si se entera mira para otro lado. Además no se lo toman como un acto cabal de puterío. Su intención es propiciar una fiesta emocionante y un juego de fin de semana. Por supuesto, hay remuneración como en cualquier diversión organizada; el revolcón no es gratis. El hotel favorece los felices encuentros, permite usar las habitaciones y regala preservativos si llega el caso. Desde su punto de vista no hay nada morboso en esto. La única conciencia culposa es la tuya, matizó Carlos, anegada de vicios y virtudes (en lo único que pensaba en ese momento era en los prospectos de prevención contra el SIDA).
Además, prosiguió mi guía espiritual, la invitada a tu aposento espera que la trates antes, en y después del acto como a una amiga y una conquista, no como una mercancía. 
Hay que tener en cuenta que el cristianismo ha tenido una influencia epidérmica en su cultura tribal, añadió Carlos. Lo adoptan, pero lo adaptan a sus usos y costumbres. Un sacerdote católico amigo mío tiene dos mujeres (la poligamia es normal) y tres hijos. Cuando le pregunté hace tiempo si creía que la situación era compatible con la doctrina oficial de la Iglesia, se limitó a contestarme, mientras le daba la papilla de cereales al pequeño: “un buen padre debe comprender los hábitos de sus fieles y vivir exactamente como ellos”. La jerarquía eclesiástica de la que dependía su parroquia se limitaba a enviarle escuetas circulares muy de vez en cuando en las que “se recomienda atenerse a los principios morales de la Iglesia Católica”. La comunicación funcionaba…

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Por otra parte, el etnocentrismo no es sólo cultural sino subcultural, sin duda el más extendido. Por su particular enjundia lo dejamos para la próxima entrada.

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