martes, 4 de mayo de 2021

La domesticidad

 

Habla memoria: la única forma de conjurar los fantasmas de las casas embrujadas, la mayoría. Con la pandemia surgió una nueva acepción del término domesticidad. Durante el confinamiento y las posteriores restricciones, la familia se recluyó en el hogar durante meses. El remate fue Filomena. La vida doméstica se convirtió en el centro de las actividades cotidianas. La tendencia sigue. Como decía mi abuela en las noches del crudo invierno: ¡pobre quien no tenga un buen brasero donde arrimarse! Vida pública y privada se confundieron entre las paredes. Tuvimos que inventar un nuevo proyecto, un cambio de paradigma existencial, un espacio multifunción para adaptarnos a la hostilidad del mundo externo. Extra muros nulla salus. Después de desayunar, inflación de pantallas: la prensa digital, el teletrabajo para los padres y la escuela virtual para los hijos. A media mañana el informe diario sobre lo que las autoridades sanitarias y, sobre todo, políticas, se imaginaban que pasaba. Un barullo de datos y un montón de promesas envueltas en esa jerga de la autenticidad que tan bien maneja el presidente del gobierno. Al virólogo oficial, el tal Simón, se lo llevaron las olas. Lo único cierto era que el ángel de la muerte se paseaba por las calles y sólo en las casas estábamos a salvo de su guadaña. Las actividades esenciales nos permitieron aliviar la encerrona. Salíamos del portal con equipos de protección individual comprados a precio de oro: doble mascarilla o visera de pantalla, hidrogel de farmacia (no de los chinos), guantes de látex, sospechosos en cuanto tocabas el botón del ascensor, nada de sentarse en los salientes y rebordes del barrio. Los bancos estaban precintados. En el interior de las tiendas, incluso en las aceras, el hombre era un lobo para el hombre. Recuerdo que el farmacéutico de toda la vida (fui a comprar mascarillas) le dio el pésame a una de mis vecinas por el fallecimiento de su suegro; los tres que esperaban en la cola salieron como galgos. Al salir me explicó que no tuvo que ver con el covid. La vuelta al castillo feudal exigía un nuevo protocolo (palabra que se puso de moda) contra la peste: manos cauterizadas, guantes a la basura, ropas a la cesta, zapatos fumigados, tres duchas al día y ventanas al viento. Hasta que los precios bajaron, metíamos las FPP2 en el microondas media hora a setenta grados. Salían retostadas y posiblemente inservibles.  En la mesa, cada cual tenía su kit culinario. Al mínimo síntoma catarral pedías confesión. Con el tiempo se demostró que la mayoría de las medidas eran excesivas o inútiles.

Antes de comer, videoconferencia con familiares y allegados mientras recibías los mensajes con los últimos memes: por cierto, siempre me he preguntado de donde procede tanto ingenio puntual; a los diez minutos del evento te llegaban gracietas frescas. Es imposible que tengan su origen en la libre iniciativa individual por mucho que se empeñen los liberales; estoy convencido de que subyace una industria del humor difusa y rentable. Pronto nos acostumbramos al pedido de la compra en línea, al clic and car, a pedir las pizzas y el sushi por teléfono. El tiempo interminable del ocio dio lugar a nuevas tareas. A muchos cuarentones para arriba les dio por sacar del trastero las pesas y mancuernas, las bandas elásticas o comprar en Amazon bicicletas estáticas plegables o mini elípticas con acción vibratoria. A la semana les empezaron a salir goteras por los cuatro costados. Vuelta al sofá que es más sano. Las señoras preferían bajarse tablas de ejercicios para mantenerse en forma. Pronto el plan fue tan efímero como aprender alemán. Todo este animoso esfuerzo se compensaba con tres horas de siesta, aperitivos chacineros con Rioja, eventuales visitas a la nevera, meriendas improvisadas y galletas con leche antes de irse la cama. Además, se puso de moda sin distinción de género el interés por la repostería o las recetas exóticas del tipo cocina asiática. Ellos y ellas engordaban a saco. Los jóvenes se pasaban cuatro horas tecleando el móvil y otras cuatro con la PlayStation. Los mismos amigos a las mismas horas. Proliferaron los campeonatos digitales de mus, ajedrez y bridge. También las apuestas y las timbas. A las ocho ovación y vuelta al ruedo. Según la reina del vermú, el gobierno Frankenstein tenía la culpa de todo. Más memes: el barrio de Salamanca en pie de guerra; en una calle abarrotada, una señorona con sus mejores galas agita la bandera nacional, mientras su criada con uniforme y guantes blancos aporrea la cacerola.    

Los fines de semana era el momento de poner orden en la casa. Tirar es virtud. Lo primero fueron los papeles: contratos y garantías del siglo pasado, instrucciones de electrodomésticos que ya no teníamos, facturas milenarias, declaraciones de la renta prescritas. Por la noche, a oscuras y en celada, echábamos al contenedor los libros que se rompían sólo con abrirlos y que leídos o no, ocupaban espacio. Por cierto, he descubierto que es imposible deshacerse de los libros que no quieres, aunque sean enciclopedias pata negra o valiosos catálogos de antiguas exposiciones. Ni las bibliotecas municipales ni las librerías de lance te los cogen. Al final acababas bajándote a la calle el piano. Fue el momento estelar de las series de Netflix y otras plataformas. En parte porque el fútbol desapareció del mapa. Maratones de diez episodios y a cenar. Mi vecino, aficionado a la ópera ponía el equipo de música en la última raya del volumen. Las arias de Puccini se oían en la acera de enfrente. Su mujer me confesó que estaba harta de verle dirigir la orquesta con una batuta improvisada. El de arriba se pasaba el día moviendo los muebles. Confieso que me leí la serie completa Harry Potter y me encantó. Pero las víctimas más tristes de la domesticidad han sido los niños: mi nieta de tres años gritaba desde el suelo: ¡Quiero irme al parque! Unas encantadoras gemelas de seis años, me contaba por teléfono su madre, se negaban a salir de su cuarto porque la calle estaba llena de bichos malos. Tampoco podían jugar en grupo para evitar el contacto y la cercanía de los padres. Y además no lo comprendían. 

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