miércoles, 17 de febrero de 2010

Contra el jazz


Muchas de las acaloradas discusiones entre los partidarios y detractores de la música de jazz podrían solucionarse pacíficamente si se tomara como punto de partida la distinción entre alta cultura (highcult), cultura media (midcult) y cultura de masas (masscult), términos muy conocidos por los especialistas en sociología del gusto, entre otros Umberto Eco, Gillo Dorfles o Galvano della Volpe.
Un ejemplo de alta cultura sería la incomparable ópera de Richard Strauss Electra; un ejemplo de la segunda serían las canciones de Joan Manuel Serrat y de la tercera los álbumes de La Oreja de Van Gogh.
Obviamente, esta clasificación, perspicaz pero excesivamente genérica, no admite adscripciones automáticas o definitivas, sino que, como la mayoría de los problemas estéticos, está sometida a una labor de fundamentos que, finalmente, y si es posible, otorga a cada género sus cartas credenciales. Así, en productos como la zarzuela, la copla, el fado, Los Beatles, el flamenco o el jazz, habría que seleccionar en cada caso los autores, las obras, incluso los temas concretos, para determinar con un criterio más seguro en qué categoría debemos incluirlos. Por el momento nos vamos a centrar exclusivamente en el jazz.
Tataré de resumir a lo largo de esta breve reflexión algunos de los sólidos argumentos que el filósofo y musicólogo T.W. Adorno aportó en su memorable artículo Moda sin tiempo (sobre el jazz) a favor de la tesis de que, bajo ningún concepto, el jazz puede ser incluido entre las manifestaciones auténticas del arte y la alta cultura.
A pesar de los matices mitómanos de los adictos y las sutilezas inagotables de los propagandistas, el jazz, desde un punto de vista formal, es una música de una excesiva simplicidad melódica, armónica y métrica. Su composición se basa en síncopas efectistas (buscan la mera perturbación del oyente), ritmos básicos, tiempos siempre idénticos e instrumentos sometidos a la monocromía (como el piano) o a la castración (como la trompeta con sordina). Estos esquemas musicales, exacerbados en los inicios allá por los años cuarenta, sirvieron para presentar al público el nuevo género, sin que su monótona unidad estructural haya cambiado desde entonces. Los fieles del jazz llevan sus pretensiones hasta convertirlo en una compleja “visión del mundo”; sin embargo, el único enigma del jazz consiste en averiguar cómo tantos entusiastas a lo largo del ancho mundo siguen sin hastiarse del consumo de unos estímulos –el ritmo sincopado- tan reiterativos. La presencia de un discurso musical plano propicia una fruición fácil del producto, meramente pasiva, sin ningún esfuerzo constructivo por parte del sujeto, cuyo resultado es una falsa audición, epidérmica y desatenta.
Otra consecuencia de la pobreza de los desgatados esquemas del jazz es la sustitución alienante de los fines por los medios. La mayoría de las veces, lo que realmente cuenta en el jazz es la trama escenográfica que se fragua en torno al confiado oyente: la sala ritual, las luces propiciatorias, el ambiente denso, la comunión mística a ciertas horas, la ropa ceremonial, el éxtasis obligatorio, el humo espeso y las abundantes copas… todos estos elementos consuman la transformación del jazz en una falsa experiencia estética meramente contextual. Música ambiental.
La crítica musical seria no puede ver en el jazz más que un asunto simple, basado en unas fórmulas no renovadas que se invocan hasta la saciedad. Las únicas novedades que ofrece el jazz son las apologías de la eternidad y los consabidos reclamos publicitarios; por ejemplo, los manierismos en la interpretación o la fraseología sobre la vitalidad y la riqueza rítmica, que al final no son más que mecanismos estandarizados de fabricación en serie… como ocurre en toda moda, de lo que se trata es de la puesta en escena y no de la cosa. Lo que se presenta como naturaleza inexplorada y territorio virgen finalmente no es más que producto cosificado y escueta mercancía.
El mismo concepto de improvisación en la ejecución resulta dudoso. Lo que se ofrece en la mayoría de los casos es cualquier cosa menos espontaneidad; se trata de rutinas interpretativas y fórmulas básicas reinventadas hasta la saciedad bajo cuyo disfraz se adivina la indigencia del esquema. La esencia del jazz no es la creatividad sino la limitación. La regla de oro que prohíbe modificar el desarrollo del compás y la armonía se convierte en la negación frontal del arte. Trucos, fórmulas y clisés bien definidos bloquean cualquier salida del género al reino, prometido en vano, de la libertad. La música seria, desde Brahms en adelante, había descubierto mucho antes que el jazz todo lo que en ese puede llamar la atención y no se había detenido en ello. El jazz es el preludio sonoro del conformismo cultural y social. Ideología.

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