domingo, 1 de julio de 2018

Palcos de ayer y hoy



Ya no hay palcos como los de antes. Me refiero a los palcos de ópera de las grandes capitales europeas. A los más exclusivos. A los de la ópera Garnier, por ejemplo. Normalmente estaban contratados una temporada tras otra por la crème de la sociedad parisina: los auténticos Guermantes del Faubourg Saint-Germain, la nobleza de rango, pares de Francia, escudos de prestigio con fortuna o sin ella (aunque este fuera su último empeño, en el doble sentido del término; ver y ser visto: figuro, luego existo). También la alta burguesía, familias adineradas de la banca y de la industria, intachables de puertas afuera, influyentes (l’argent fait tout), para las que el palco era un espacio de futuros negocios y escaparate de hijas casaderas bien vistas por los títulos nobiliarios con mucha heráldica y poco contante: nombres con mucho crédito en ciertas cosas y muy poco en otras. También por apuestos oficiales con uniforme de gala cuyo campo de batalla eran las veladas del París elegante: hijos de ilustres generales, cargados de medallas y billetes de banco, afines a la Restauración o renegados del Imperio, estos últimos con pocas oportunidades de ascender en la escala social.
Antes de comenzar la representación se pasa lista: quien está y quien no está, quien está con quien o quien no está con quien. Desfile de alta costura y joyas de las grandes firmas en manos, brazos y escotes deslumbrantes. Esmóquines, bastones de marfil con empuñadura de plata (que ocultan una hoja de acero filoso), monóculos, guantes blancos.
Caras nuevas en el patio de butacas, mundanos de pacotilla, petimetres y profesionales del sablazo, libertinos al estilo de Casanova y cortesanas de primera fila. Una noche en la ópera. Cuando se apagan las luces reaparecen los binoculares de orfebre. Empieza el tráfago en los palcos; en menos de media hora la geografía humana ha cambiado. En el patio de butacas, donde la movilidad es más limitada, el aforo mira a todas partes menos a escena. Sociología de la ópera decimonónica: paraíso (lugar de las clases medias), patio de butacas, palcos del primer y segundo anfiteatro: mundos paralelos, mónadas con estatus sin ventanas al mundo, culturas incomunicadas que necesitarán que finalice el siglo para empezar a comprenderse.     
La ópera profunda cobra vida en los palcos del Garnier. Requiebros amorosos que llegan a las manos de las bellas como por ensalmo, versos satíricos sobre ciertas matronas que los han vetado o pullas para difamar a sus rivales; replican a los galantes sobres perfumados con epigramas de doble o triple sentido. Un alto representante del clero entra camuflado en el palco de la condesa de N y se sienta en segunda fila. La peluca y el rostro empolvado no esconden el brillo salaz de sus ojos. En el escenario Adelina Patti interpreta un aria del Barbero de Sevilla, un libreto acorde con las inocentes travesuras del todo París.
Una variante de la época son los palcos sellados, cerrados a cal y canto. Gruesas cortinas de terciopelo que reservan inocentes pasatiempos. En el palco del duque de B. se juega a media voz una partida de bridge o de whist; apuestas fuertes sobre el tapete. En el de Monsieur L., el craso bodeguero borgoñés negocia sobre una mesa improvisada los términos de la boda entre su única hija y el vástago de una casa ducal venida a menos. En el de la marquesa de P. la baraja francesa se usa para jugar a las prendas entre tres damas y sus maridos, todos medio desnudos al terminar el primer acto. En el palco de la Princesa de N. sólo se corre la cortina de terciopelo para improvisar un refrigerio en petit comité. El príncipe consorte ha traído unas minucias de lo mejor de su cocina: perdiz fría, caviar iraní, queso de Normandía, croquetas de faisán, pastel de merluza y tarta de marron glacé. Un criado acude con dos botellas abiertas de Moët & Chandon en una cubitera con hielo. En el del Vizconde de V. dos cocottes retozan con el noble libertino, las bocas tapadas con pañuelos de seda para evitar los susurros, los gemidos a dúo o las frases obscenas del tenorio; lencería fina y bombones por el suelo. Todos estarán vestidos y compuestos a la mitad del segundo acto. Cuando termina la representación los carruajes de caballos esperan en fila a los señores de la noche. Algunos se demoran porque han ido a presentar sus respetos con orquídeas a los camerinos de las primas donas o a las jóvenes “promesas” del coro. Nieva en París, nieva sobre los Campos Elíseos y los jardines del Palacio de Versalles, nieva sobre el mundo entero…

Asistía hace unos días en el Teatro Real a la representación de Lucia di Lammermoor, las más famosa de las óperas de Gaetano Donizetti. Allí pude constatar las diferencias entre los palcos de antaño y los de ahora. En otra entrada me referí al Teatro Real y a sus entresijos musicales y sociales:


Para empezar, la mayoría de los palcos VIP del primer anfiteatro son patrocinados por bancos y empresas. Los mecenas distribuyen las invitaciones entre sus ejecutivos que a su vez las regalan a familiares y amigos. El público, por tanto, suele ser muy variado y cambiante; muchos invitados van por primera vez al Real: la curiosidad por asistir a un espectáculo insólito prima sobre el gusto por la música. La mayoría no vuelve. Además los buffets gratis del intermedio han ido perdiendo calidad y cantidad; como los programas de mano. Por supuesto, la mayor parte del aforo son abonados que eligen entre las diferentes modalidades y precios, por tanto, son aficionados a la ópera cuando menos.
En el palco de empresa nadie se conoce. Los extraños se saludan al entrar, ocupan su asiento y tal día hará un año. También puede ocurrir que un jefazo acapare todas las entradas del palco y asistan los miembros de una misma familia nuclear o extensa. En este caso resuenan los ronquidos del abuelo y los codazos de la nieta, la madre desenvuelve el papel de celofán de un caramelo de menta cada cuarto de hora: medio minuto crepitante que crispa al respetable; su marido, que ha ido por decreto conyugal, se sitúa lo más atrás posible conectado al partido del sábado con auriculares. Al hijo mayor, a su lado, se le ha olvidado apagar el móvil hasta que suena con estruendo un mensaje de WhatsApp que llega hasta el foso de la orquesta. Lo apaga presto pero enciende el Ipad sin sonido para ver la página del Real. Un foco más en la iluminación del teatro. A la abuela, más pendiente del ronquido marital que de la soprano, se le escapa sin control una tos bronquial con bramido expectorante que despierta del coma a los chavales del palco de al lado. En el patio de butacas una andanada de toses sin pañuelo hace coro a la abuela. El abuelo hace tal esfuerzo por no roncar en el sillón que se le afloja el muelle y larga un cuesco de tenor lírico. Desbandada en el palco de los jóvenes para no reventar de risa. Bochorno y vuelta al ruedo. Al final media hora de aplausos sin ton ni son.
Otras veces son clientes aventajados, negocios a la vista, que hubieran preferido el palco del Bernabéu, luchando con el tedio antes de cenar con los jefes de la empresa en el restaurante de teatro... Con todo pagado. Imagínenselo: este sería el único (y distante) punto de contacto entre los palcos de ambas épocas.  

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