Mucho ha llovido desde la toma de la Bastilla. En la actualidad, dícese liberal del seguidor de una ideología conservadora cuyo principio es el respeto al adversario… en la oposición. Si los liberales pierden el poder en las urnas se apoyan en los poderes fácticos para recuperarlo a cualquier precio mediante la estrategia del golpe de Estado permanente (fórmula acuñada por François Mitterrand en sentido inverso); un golpe institucional, por supuesto, aunque antaño no dudaron en recurrir a métodos más contundentes. Muchos políticos liberales responden a otro nombre.
Sus ideas sirven de soporte a los desmanes del liberalismo económico (en realidad son cara y cruz de la misma moneda), es decir, del capital financiero desatado que ha traído a Europa la peste de la crisis (más bien la gran estafa).
“Individuo” es la palabra mágica que blanden. Significa que alguien nacido en la clase alta es capaz de mantener sus privilegios e incluso ampliarlos por méritos propios. El auténtico liberal es partidario de fomentar y proteger aquellos derechos y libertades individuales que le permiten a él ser igual ante la ley.
Mientras otros credos sostienen la verdad de sus ideas, el liberalismo avala la validez relativa de todas. Decía en clave marxista la pensadora Simone de Beauvoir: la verdad es una y los errores son muchos, por eso la derecha es pluralista. Sería más exacto decir: el pluralismo es el antifaz de la derecha liberal para ocultar el engendro del pensamiento único.
El maestro fundador del liberalismo es Adam Smith y su ley de la gravitación social: Dejad hacer, dejad pasar, el mundo marcha por sí mismo; traducido: cuantas más riquezas acaparo más felices son los demás. Una visión ciertamente filantrópica.
Del liberalismo ético, símbolo de la tolerancia universal, muy poco. Decía con razón mi amigo Javier, algo escorado a la izquierda: Lo malo de los liberales es que al final no son nada liberales.