Como es sabido, los tres votos fundacionales de los clérigos de la Iglesia Católica,
desde el diácono hasta el cargo supremo del Papa, son obediencia, pobreza y castidad.
El primero supone la renuncia humilde a la iniciativa individual de interpretar
la doctrina de la fe y la sumisión de abajo arriba a la autoridad eclesiástica.
El segundo, la renuncia a los bienes materiales, al lujo y a la riqueza,
contrarios a la sencillez de la vida de Jesús y el mensaje evangélico. El
tercero, la renuncia a la unión conyugal y a la sexualidad, a la aceptación del
celibato como pacto de entrega y dedicación plena a la misión universal de la Iglesia.
En fin…
Hace quince años participé en un proyecto del Ministerio
de Educación y la Agencia de Cooperación Internacional para elaborar los programas
de Bachillerato de un país centroafricano. Dirigía el equipo interdisciplinar un
representante de la Alta Inspección. El obispo de la diócesis de la capital, hombre
culto según parece, al tener noticias de nuestro proyecto invitó al inspector
a una cena en el palacio episcopal. Parte de la crónica del atónito huésped fue
literalmente la siguiente: Mientras unas camareras con delantal y guante
blanco servían los entrantes en bandeja de plata irrumpieron en el comedor tres
ruidosos churumbeles seguidos de dos mujeres que se los llevaron de las orejas para
que no molestaran.
- ¿Quiénes son, pregunté intrigado por la inesperada visita?
- Son mis hijos y sus madres.
Guardé un pasmado silencio, pero cuando pasamos al salón a tomar café
no pude reprimir la pregunta obligada.
- Con todo respeto Monseñor
y disculpe mi indiscreción, ¿es acorde con la doctrina católica que un obispo
tenga esposas e hijos?
- Un Pastor auténtico, respondió con naturalidad, debe compartir
las costumbres ancestrales de su fieles. Sólo así podrá ejercer su sagrado magisterio
y llevar la palabra de Dios a las familias.
- ¿Nadie de sus superiores le recrimina su forma de vida ni le
llama la atención? Y decidí no hacer más averiguaciones.
- Claro que no. Si lo
hicieran pediría mi inmediato traslado de sede. Por supuesto, lo saben pero
también lo comprenden. Esto es África, el lugar del mundo más olvidado por la divina
providencia.
Salíamos de la Basílica de San Pedro en nuestro tercer viaje a
Roma para dirigirnos a las estancias y galerías de los Museos Vaticanos. Al llegar a la
puerta escuchamos el murmullo de los visitantes y unas voces firmes que rogaban
abrir paso a una solemne comitiva. Prego, lasciate passare le eminenze. Nos
detuvimos. Una doble fila de diáconos (me enteré luego del cargo) ocupaba el
centro de la Basílica escoltando a tres purpurados que descendieron a la Plaza
donde les esperaba un Mercedes 600 negro con chófer uniformado y bandera papal.
Almuerzo en Scarpetta, supuse, uno de los restaurantes más exclusivos de la Via
Veneto. Durante el paseo (esta vez saqué entradas con antelación) hasta la
entrada de los Museos en territorio italiano me acordé de lo que había
escrito hacía diez años en mi segunda visita: El
Vaticano no está en Roma sino al revés. Roma es uno de los vastos dominios
pontificios y una extensión de la autoridad espiritual de la Santa Sede. Es el
Vaticano quien ha concedido el derecho de extraterritorialidad a la Ciudad
Eterna. Vamos del Vaticano a Roma: hay que recorrer en sentido inverso la Via
della Conciliazione para comprender donde estamos.
Estudié primero y segundo de Bachillerato en un colegio salesiano de Cuenca. Después mis padres me sacaron porque no les convencía el bajo nivel académico, el ambiente sobrecargado de religiosidad y los rumores morbosos que circulaban por la ciudad. Nunca pertenecí a la JUSAVI o Juventudes de Domingo Savio, un grupo de alumnos elegidos por su compromiso personal y naciente vocación. La clase de tropa los evitaba porque eran los oídos de los curas. Un JUSAVI de alto rango (había varios escalones), llamó a capítulo a varios descarriados, entre los que me contaba, porque Don Vicente consideraba negativa nuestra actitud ausente en la arenga matutina antes de empezar las clases, los bostezos crónicos en la misa diaria y el desinterés manifiesto por los ejercicios espirituales. Lo cierto es que si mis padres no me hubieran sacado del colegio me habrían echado. Un colega de la JUSAVI, que entró más por peloteo que por convicción religiosa, huyó despavorido en cuanto se dio cuenta de los tocamientos y desórdenes que se producían en las reuniones semanales. Los mayores hablaban y todos escuchábamos. Se sabía lo que pasaba. Una de las víctimas de los abusos sexuales fue el hijo de un coronel del ejército de tierra que al enterarse de lo que ocurría puso el grito en el cielo, se plantó sin cita previa en el despacho del director y le faltó poco para sacar la pistola. Lo cierto es que su hijo era un alma cándida, aspirante a víctima, que no distinguía el amor al prójimo con dejar que te soben. Sólo se lo contó a su padre cuando las cosas fueron a mayores. El escándalo le costó el traslado forzoso al director, al jefe de estudio, al coadjutor que dirigía la JUSAVI y algún cura libidinoso. Después el obispo activó el cortafuegos. Para entonces yo estudiaba tercero de Bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII, a salvo de la quema.
Las contradicciones de las religiones en el ejercicio de sus principios, sobretodo la católica que es la que conozco, amenazan con el infierno y callan, tapan y simulan que no ha pasado nada. De lo que no se habla no existe.
ResponderEliminar