jueves, 7 de abril de 2022

El tótem del perro

 

Una tarde sofocante del julio madrileño tirado en el sofá con el libro de Javier Marías Corazón tan blanco entre las manos, tras escuchar los ladridos del caniche de un vecino, se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿Si el término latino es canis de dónde procede la palabra “perro”? Como siempre recurrí al Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Coromines. Copio literalmente la fascinante explicación: Vocablo exclusivo del castellano, que en la Edad Media (a partir de 1136) sólo se emplea como término peyorativo y popular frente a “can”, vocablo noble y tradicional. Origen incierto. Probablemente palabra de creación expresiva, quizá fundada en la voz “prrr, brrr” con la que los pastores incitan al perro, empleándola especialmente para que haga mover al ganado y para que este obedezca al perro. Compárese el gallego “apurrar” azuzar los perros. Son imposibles las etimologías ibéricas y célticas que se han propuesto.

El perro es el animal totémico por excelencia. Pertenecemos al clan del perro. En realidad, hay muchos tipos: los callejeros o libertarios, los caseros o claustrales, los vigilantes o guardianes, los adiestrados o de trabajo… que a su vez se dividen en otras ramas del tótem. He compartido vivencias con casi todos. Cuando veranábamos en las Rías Baixas, cerca de Bayona, mi hijo pequeño, no tendría más de cinco años, se hizo colega de uno de los perros callejeros de las parroquias cercanas. Según dijo la paisana que me alquilaba la casa se llamaba Martincho y era un chucho renegrido, mugriento y de mil razas. Simpático y más listo que el hambre nos saludábamos a distancia. Yo movía las manos y él el rabo. Como todo el mundo lo trataba o lo ignoraba, mi mujer, adversa canibus, no lo despedía con cajas destempladas. Una tarde subió al piso descompuesta. ¡Qué asco, por favor! Mi hijo y Martincho compartían al alimón un polo de fresa, lametazo tú, lametazo yo… Al final del verano ambos estaban sanos. Al año siguiente no volvimos a verlo. Según parece, el vecino de una finca cercana lo atropelló al salir marcha atrás y el veterinario no tuvo más remedio que sacrificarlo. Venía a darle las buenas tardes a cambio de una galleta.

De los perros caseros no me gusta la escalada de confianzas que se toman desde que son cachorros. De la manta al sofá; del sofá a la cama y de la cama a la mesa a incordiar mientras comes. Declinamos las invitaciones de unos amigos a degustar un sabroso cocido mensual (dejaron de hablarnos al saber el motivo) porque Lucas, un inquieto border collie, se metía entre las piernas, te daba repentones con el morro, ponía su cabeza en las rodillas y finalmente subía las patas a la mesa… Otro compañero del aula nos contaba muerto de risa que su adorado dálmata se había metido entre pecho y espalda la mitad de la paella dominical mientras bajaba al estanco a por tabaco y su hija no había llegado aún (estaba separado y le tocaba ese fin de semana). La otra mitad se la abrocharon sin problemas. No me extraña porque la chica, una adolescente de libro, le daba besos en el hocico después de sacarlo al parque. Un amigo suyo, al revés, se quejaba consternado, de que se habían ido un fin de semana al parador de La Granja y les había dejado en el patio a su pareja de chow chows un saco entero de pienso Royal Canin y un barreño de agua y que, por lo que parece, en cuanto se fueron se lo habían zampado de un tirón y habían reventado. Los perros caseros son especialmente sociables y soportan mal quedarse solos en los pisos. Ladran, lloran y aúllan sin freno. Si hablas con el dueño como mucho te pide disculpas y se marcha feliz a los toros sin más cargo de conciencia. Cuando fui presidente de la comunidad de propietarios, convencí a un vecino de la otra escalera, víctima de un terrier ruidoso, de que no comprara por internet un aparato de ultrasonidos ahuyentador de perros y anti-ladridos. Lo único que conseguiría es enloquecer más al animal y acabar a trompadas en la escalera. 

Tenían unos tíos, a los que visitábamos de vez en cuando, un lujoso chalé en la Sierra de Madrid. En la puerta de entrada lucía el típico cartel Cuidado con el perro. Deambulaba por la finca uno de raza indefinida, un peso medio cuya mayor virtud era no acercarse si no lo llamabas y aun así sólo cuando le convenía. Se llamaba Coco y sabía distinguir la palmada rutinaria del pelmazo de la caricia sincera del amigo. En los atardeceres estivales, después de un chapuzón en la piscina, el más agradable del día, mis tíos nos invitaban a compartir una merienda-cena a base de ensalada, embutidos, quesos, helado del pueblo y fruta. Para beber tinto de verano y clara con limón. Siempre les llevaba una botella de Rioja que guardaban en vez de abrirlo. El vino se estropea si no te lo bebes, les soltaba la indirecta, pero no se daban por aludidos. Una vez vi a mi tío echarle al perro unas cáscaras de melocotón que se comió en el acto. Me extrañó y se lo dije. ¿Le gustan las peladuras de la fruta? Ofrécele lo que te ha quedado de la raja de sandía, insistió. La dejé en el suelo, lo llamé y no dejó ni las pepitas. Luego las cáscaras de plátano. Pon en su comedero, dijo mi tía, los restos de la ensalada (lechuga, tomate, pepino, zanahorias, aceitunas, etc.). Le duraron un minuto. Es el único perro vegetariano que he conocido. Por supuesto, comía de todo, me aclaró mi tío. Era omnívoro como los osos, pero le chiflaba el verde. Pensé en el aviso de la entrada. ¿Pero vigila la parcela, les pregunté, cuando volvéis a Madrid? No, replicó. Ignora a los desconocidos. Además, se larga con frecuencia al viento de alguna hembra y vuelve famélico a los tres días. Tengo un eficaz sistema de alarma perimetral conectado al cuartel de la Guardia Civil. Se lo lleva el jardinero para que no salten los sensores de movimiento. Estoy convencido de que su afición a las frutas y verduras tiene que ver con el huerto de Julián; además no me gusta dejarlo encerrado. De hecho, nunca nos han robado.

Hay muchas clases de perros de trabajo: perros policía, como el Pastor Alemán entre otros; de compañía y ayuda emocional, como el Caniche Gigante; de búsqueda y rescate, como el San Bernardo; perros de detección de sustancias peligrosas o prohibidas, como el Rottweiler; los de pastoreo y protección, como el Mastín Español; los perros guía o lazarillos, que ayudan a las personas invidentes, como el Labrador Retriever. Dos anécdotas relacionadas con estos últimos. Un vecino amigo mío tenía un Labrador descartado por la ONCE. Se lo entregaron tras largas entrevistas y formularios. No servía porque se asustaba del ruido del metro y trataba de salir del vagón en todas las estaciones. Si oía en la calle un ruido fuerte (la sirena de una ambulancia, el acelerón de una motocicleta o los cláxones de un atasco) se paraba y se negaba a continuar hasta que cesaba, quizás como un gesto protector ante un peligro imaginario. Estaba, no obstante, medio entrenado. Se sentaba siempre al lado de su dueño y cada vez que este se ponía de pie, el perro también lo hacía; lo escoltaba sumiso por las habitaciones, siempre iba a su lado por el jardín o la calle. Poco a poco el condicionamiento cedió y al cabo de un año se comportaba normalmente.

De la segunda anécdota fui testigo. Ocurrió en el vestuario de la piscina de El Club de Campo Villa de Madrid. Me estaba poniendo el bañador cuando entró un entrenador de perros de la ONCE con un Labrador negro y mostró en el mostrador un montón de papeles. Le dijo al encargado del vestuario que parte del adiestramiento del perro consistía en adaptarlo a entornos especiales, como una piscina, y que por ley tenía derecho a entrar en cualquier espacio público y tal y cual. El encargado le dijo que si quería acceder al recinto necesitaba un permiso por escrito de la Secretaría del Club puesto que él no tenía competencia para autorizar la entrada de animales. El entrenador se puso farruco por lo legal. Tiró del arnés del perro y se metió por las bravas. Al cabo de media hora, tumbado en mi hamaca, lo vi de vuelta acompañado de dos policías nacionales. Una semana más tarde paseaba con el perro entre los bañistas que lo miraban con curiosidad.

Los perros de caza son una mezcla de perros caseros y de trabajo. Excluyo a las jaurías profesionales de caza menor o mayor. Otra historia. En aquel tiempo, Don Fidel Cardete era el director de la Biblioteca Municipal de Cuenca, profesor de latín y cazador empedernido de perdices y conejos. Salía al monte con mi padre muchos fines de semana. Tenía un pointer inglés, Roco, la niña de sus ojos y el vértice de la pirámide social. Un día se lo llevó al hortelano que se ocupaba de su hocino en una ladera de la Hoz del Huécar. Lleva unos días que no está bien el perro, no me come, está tristón, no sé qué le pasa… Eladio echó una mirada de reojo al pointer y le dijo a Don Fidel que lo atara al peral y volviera en un par de días. Y así lo hizo tras dos noches en vela. ¿Qué tal está mi campeón? preguntó sin saludar siquiera. Eladio lo miró sorprendido y sin decir palabra le tiró al perro dos tomates blandos que había separado. Al punto los devoró como una fiera. ¿Qué le has hecho? Preguntó amoscado el profesor. Nada, dijo Eladio, mientras encendía con su chisquero un pitillo de liar. Ahí está desde que te fuiste. Cuentas las crónicas que Don Fidel no supo si abrazar o estrangular al hortelano. 

Mi perro de trabajo preferido es el Mastín Español, defensor infatigable de la ganadería extensiva. Tuve oportunidad de conocerlos en una finca de los Montes de Toledo. Su dueño me hablo de sus virtudes largo y tendido. Pero esa es otra historia. Organizados en grupo son imbatibles. Amigable, valeroso, independiente y seguro de sí mismo, le he dedicado una de mis entradas preferidas: Lobos y mastines

Adenda.  Ahora están de moda los perros robots o cyberdogs, programados para la asistencia a personas mayores o discapacitados. Si les interesa el tema echen un vistazo al enlace. 

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