Todos los que se
interesan por La Liga de Fútbol Profesional, o sea, el 99% de la opinión
pública, han tomado partido a favor o en contra del VAR, el asistente del arbitraje
por video. El 1% restante son los indiferentes a todos los deportes conocidos;
y apuesto a que en el caso del fútbol las mujeres ganan por goleada; recuerdo
las tronchantes tiras de Maitena sobre el desmadre machista en el mundial de
Argentina. Simplemente se trata de una cuestión hormonal, de la testosterona y
demás bomba química de la fisiología masculina. El fútbol femenino es un
fenómeno nuevo y emergente que merece una consideración aparte.
Volvamos al VAR:
la sociedad está polarizada, pero sin crispación populista. La polémica,
atizada por los tertulianos del gremio, se ha presentado como una supuesta
antinomia, una figura lógica o recorrido de la razón en el que tanto la tesis
como la antítesis tienen la misma fuerza probatoria; por ejemplo, si la
tortilla de patatas debe o no llevar cebolla; dicho de otro modo, es posible
proponer argumentos igualmente convincentes a favor de una u otra posición. Comenzamos
por la antítesis. Contra el VAR, se aduce que la discrepancia al uso de la
tecnología para ayudar al árbitro es una forma de reivindicar el error como algo
inherente al mundo de la vida. El fútbol, como cualquier deporte, no es el juego de
la perfección; al contrario, nos gusta porque es una actividad humana,
demasiado humana. Hay que contar con los fallos de presidentes,
directores técnicos, entrenadores, jugadores y, por supuesto, del árbitro. El patadón brutal
sin tarjeta, la tangana sin castigo por escupitajo bajo cuerda y el penalti que
sólo el árbitro no ha visto son la sal del fútbol. Según los
antropólogos, algunas pautas de conducta heredadas genéticamente desde la
antropogénesis como la caza, la competencia, la dominancia, la defensa
territorial, el esquema defensa-ataque y la agresividad son propias del varón. (La prueba es
que en el fútbol femenino estas cosas no ocurren). ¿Pero a quién le puede
interesar un fútbol de guante blanco donde las aficiones bailen al final del
partido el corro de la patata? ¡Es la guerra! Que diría el inefable
Groucho Marx.
Los
partidarios de la tesis, de las bondades del video-arbitraje, reclaman la
definición de justicia que acuñó Ulpiano hace dieciocho siglos: vivir
honestamente, dar a cada uno lo suyo y no dañar al otro. Algo que
sólo puede lograrse con un sistema no humano a salvo de los errores que
influyen en el resultado del partido. Resulta curioso que la prensa deportiva
incluya una clasificación paralela de los equipos de primera división sin las
intervenciones del VAR. Obviamente el Madrid y el Barça estarían arriba, pero con
menos puntos. El problema de la tesis es que el VAR, como toda máquina, depende
del componente humano que maneja la sala de control: el Comité Técnico de
Árbitros. Y aquí comienzan las lagunas, los grises y los clamores. Si la pelota
traspasa la línea de gol es un hecho irrefutable y se enciende la bombilla,
pero el resto son interpretaciones. Las líneas del fuera de juego se trazan
con rotulador, las tarjetas dependen del carácter del árbitro, el
criterio sobre las manos en el área es un enigma cambiante, en fin, quedan muchos huecos
por cerrar. Por eso algunos clubs, de forma legal o ilegal, contratan
exárbitros para asesorarse sobre una de las variables más relevantes del
fútbol.
En realidad, se
trata de una falsa antinomia: las tecnologías forman parte imprescindible del
siglo que nos ha tocado; que les pregunten a los jubilados maduros por las
abrumadoras gestiones bancarias en las oficinas en línea en la calle o
en su casa. Pregúntese cuántas pantallas utilizan a lo largo del día o cuántos
dispositivos domésticos funcionan en la intimidad del hogar (¿hay realmente
intimidad?). El VAR es la síntesis inapelable del arbitraje en el fútbol. Como
todas las nuevas tecnologías ha llegado para crecer y multiplicarse. Únicamente
podemos aspirar a una mejor automatización y rapidez en los procesos de
supervisión de las jugadas y a una intervención cada vez menor de la mano vacilante
que toma decisiones. El modelo es el ojo de halcón en tenis y aun así hay brocas
con el juez de silla y raquetas estampadas contra el suelo. No resulta fácil
educar nuestro cerebro reptiliano.