domingo, 25 de octubre de 2020

Pandemia y tecnocracia

 

Nadie pone en duda que en una democracia representativa la decisión final sobre la cosa pública corresponde a los políticos y no a los científicos. Por cierto, cuando pregunto por las diferencias entre democracia representativa y democracia participativa a algún aguerrido defensor de esta última, ninguno (y van unos cuántos)  me ha sabido dar una respuesta convincente. Si fuera al revés, todo el poder para los expertos, estaríamos ante una tecnocracia. Hay que recordar la moda de los años setenta del siglo pasado en que se suscitó el debate (con epicentro en Francia, como siempre) en torno al “ocaso de las ideologías”, es decir, al declive de las ideas políticas y de los partidos como el mejor sistema para resolver los problemas sociales y su sustitución por el gobierno de los expertos. El sociólogo Jean Meynaud definió la tecnocracia como la sustitución de los fines por los medios. En la España franquista, Gonzalo Fernández de la Mora escribía “El crepúsculo de las ideologías” en defensa de una tecnocracia antidemocrática en sintonía con el conocido consejo de Franco al director del periódico falangista Arriba que trataba de sonsacar al general su opinión sobre el contenido y peso de las heterogéneas ideologías que convergían en el Movimiento Nacional (tratando de barrer para casa): Haga usted como yo, no se meta en política. Una ironía y una amenaza. Pero volvamos al tema: el principio fundamental de la tecnocracia es que el análisis rigurosamente racional, científico, de un problema conduce necesariamente a la solución más eficaz y universalmente aceptada. Por tanto, solo los ignorantes pierden el tiempo en debates estériles sobre lo que nos conviene hacer.

La idea original, la contraposición entre democracia y tecnocracia, proviene, como todas, de la antigua Grecia. La democracia representativa es heredera del relativismo y del convencionalismo ético-político de los sofistas. La tecnocracia procede del intelectualismo ético de Sócrates y la utopía totalitaria platónica, un Estado dirigido por los filósofos gobernantes, elegidos entre los que predomina el alma racional y cuya virtud es la sabiduría.

El debate sobre el gobierno de los más preparados en las distintas áreas de la vida social (es decir, la prioridad de la tecnocracia o gobierno de la comunidad científica sobre la democracia o gobierno de la mayoría) recobra una inusitada actualidad, como es de sobra sabido, a propósito de la pandemia que nos devora. Ante la extrema gravedad del momento histórico, parece razonable asumir que sean los científicos los que tomen el mando de las decisiones cívicas y que los políticos se limiten a refrendarlas con sus nombramientos, recursos y firmas. Con carácter excepcional, por tanto, la democracia debería dar un paso transitorio -pero riguroso- a la tecnocracia. En sentido literal, la tecnocracia puede ser entendida como una dictadura ilustrada (al estilo de La República platónica) en la que los científicos dictan las normas que regirán la comunidad. Dicho de otro modo, los políticos deben limitarse a dar soporte legal a los dictámenes de los expertos. El objetivo de este proyecto tecnocrático temporal es, por tanto, evitar que los políticos en el poder hagan interpretaciones sesgadas de las conclusiones de la comunidad científica. Lo cierto es que aparejar una tecnocracia neutral, objetiva y fundada no resulta ni fácil ni transparente. Analizamos a continuación algunos de los problemas que surgen (han surgido) de aplicar un proyecto tecnocrático a la pandemia.

Para empezar, qué científicos deberían incluirse en ese comité de expertos a la cabeza del Estado; pongamos por caso: epidemiólogos, virólogos, médicos, biólogos… pero también sociólogos, psicólogos y, sobre todo, economistas.

El problema de los especialistas en ciencias naturales es que avanzan en sus descubrimientos sobre un agente infeccioso desconocido de manera lenta y, en ocasiones insegura. La ciencia experimental se basa en hechos, pero los hechos por el momento no están contrastados; a veces resultan incompletos e incluso falsos: la hipótesis inicial de una gripe benigna y localizada, pronto se convirtió en una grave neumonía de origen desconocido que se expandía sin fronteras y a gran escala; cada mes se descubren nuevas formas de contagio; crecen las patologías asociadas o compatibles (no solo ataca a los pulmones, sino que también puede afectar al corazón, al cerebro, a los riñones y al hígado, se trata de una enfermedad multisistémica); por no hablar de los efectos diferidos o secuelas de la enfermedad. No menos oscura es la controvertida “inmunidad de grupo” o los patrones de recurrencia del virus, las terroríficas olas. Más preguntas sin responder: cuánta carga viral es precisa para contagiarse, cuánto dura la inmunidad en los contagiados que han conseguido superar la enfermedad (¿se supera la enfermedad o permanece latente?). Algunos sectores minoritarios de la comunidad científica sostienen que es un virus artificial, una bomba biológica elaborada en un laboratorio con fines inconfesables. Los más niegan la teoría de la conspiración e incluso afirman que hubiera sido preferible pues es más letal un producto de la evolución natural que otro artificial que perdería su virulencia mucho antes. Sobre diversas cuestiones: por qué hay personas inmunes, otras asintomáticas y unas terceras propensas a contraer la enfermedad; otro misterio: cuál es el papel de los niños en la propagación de la enfermedad? Por no hablar de la variedad de tratamientos propuestos o la posibilidad de conseguir vacunas (hablamos en plural) eficaces y seguras…

Volvemos a la tecnocracia. ¿Podemos hablar realmente de una comunidad científica coherente y estable o más bien de unos equipos interdisciplinares que no se ponen de acuerdo sobre el cómo, dónde, cuándo y por qué? Los problemas se multiplican si al frente de los que toman decisiones incluimos a los especialistas en ciencias sociales. Las medidas estrictamente médicas pueden verse afectadas, contaminadas, por planteamientos de alcance. Psicológicos: deterioro de la salud emocional de amplios sectores de la población (especialmente personas mayores y niños). Sociológicos: deterioro de las instituciones básicas (desconexión de los lazos familiares, paralización de las manifestaciones culturales, desprestigio de la política, crispación social, agotamiento de la sanidad, descontextualización del deporte, anomia, sobre todo en los jóvenes…). Económicos: deterioro o caída del producto interior bruto, incremento incontrolado de la deuda pública, paro impredecible, empleo cada vez más precario, desigualdad, hambre y calamidades. “La bolsa o la vida”. O sea, el quinto jinete del apocalipsis. Y en esas seguimos.

jueves, 15 de octubre de 2020

Sobre la pandemia

 

En sentido etimológico pandemia significa “el pueblo entero o toda la comunidad”. También me gusta el término la contagión, compartido con la lengua francesa, como la denomina mi admirado escritor, maestro del blog, Antonio Castellote. La primera gran pandemia data del año 541, cuando el Imperio bizantino fue masacrado por la peste y perdió una cuarta parte de sus habitantes. Las pandemias son incontables en duración y gravedad a lo largo de la historia. Probablemente la más famosa es la pandemia del siglo XIV (imposible mejorar a Wikipedia):

La peste negra o muerte negra se refiere a la pandemia de peste más devastadora en la historia de la humanidad que afectó a Eurasia en el siglo XIV y que alcanzó un punto máximo entre 1347 y 1353. Es difícil conocer el número de fallecidos, pero modelos contemporáneos los calculan entre 75 a 200 millones, equivalente al 30-60% de la población de Europa, siendo un tercio una estimación muy optimista.

Todas las pandemias  siempre han ido acompañadas de la religión o la filosofía de la religión (o sea, la teología) bien para anunciarlas, justificarlas o extinguirlas. En la que nos arrasa se ha producido una descompensación total en las relaciones seculares entre razón y fe. Se acabaron las rogativas públicas, las procesiones a la virgen del lugar, los oratorios consagrados a San Roque, los triduos y novenas o los exvotos masivos (sustituidos ahora por el sembrado de banderas en prados y playas). Desconozco el meollo de las homilías parroquiales en misa de una; apuesto por las obras de misericordia, especialmente dar de comer al hambriento, consolar al afligido y enterrar a los muertos; también pedir la iluminación divina para nuestros gobernantes, sobre todo si se sientan a la derecha del Padre. Más arriba, excepto las declaraciones de ciertos prelados tramontanos sobre la intervención del demonio en las vacunas, las altas instancias vaticanas no se han pronunciado sobre la pandemia; ni siquiera las ineludibles consideraciones morales sobre el tema (nos hará mejores, más solidarios, más conscientes, aprenderemos por fin de la pesadilla...). En abstracto, ignoramos el significado de tales consideraciones (de qué c… estamos hablando); en concreto, todos sabemos la respuesta (nosotros somos quién somos, basta de historia y de cuentos). Lo cierto es que nos hubiera gustado conocer el punto de vista del papado sobre la mayor paradoja que ha martirizado al cristianismo desde los Padres de la Iglesia: el problema del mal. Así se las ponían a Felipe II. Pero la teodicea no está de moda. El único que le prestó atención literaria fue Borges a quien le cautivaron esas imposibles racionalizaciones, esas conclusiones inasequibles al desaliento, que tratan de hacer compatible la existencia de Dios con el mal en el mundo, o al menos ponerlo al margen de sus devastadores efectos, puesto que si se acepta la existencia del mal, es preciso aceptar que Dios lo ha creado, lo cual contradice su bondad infinita. Sirvan de ejemplo un par de filigranas. San Agustín niega la realidad del mal que es definido como ausencia de bien: es decir, el mal es una carencia de ser, un no ser. El mal, por tanto, no existe como entidad positiva. Lo que llamamos mal es la mera falta de ser en las cosas. En consecuencia, dado que el mal es carencia de ser no podemos hacer responsable a Dios de su existencia ya que Dios es responsable del ser y no ha creado el no ser. ¡Qué argumento tan exquisito para los negacionistas!

Leibniz, en un alarde retórico que iguala cualquier versión del optimismo metafísico, sostenía que Dios, siguiendo el principio de omnisciencia, creó, entre los infinitos mundos posibles, el más perfecto; un mundo en el que si bien Dios no desea el mal, lo tolera como parte inevitable del equilibrio de la variedad y del orden gradual de los seres, pues la cantidad de bien existente lo supera ampliamente en cantidad y calidad. El terremoto de Lisboa de 1755 o la pandemia actual parecen equilibrar la balanza. En realidad es absurdo (como mínimo) contraponer el descubrimiento de la penicilina con la muerte de un niño por falta de medios. O las óperas de Mozart con las broncas parlamentarias. Bien mirado, el neoliberalismo y el neomarxismo son teodiceas laicas. La mayor cantidad de bien sin mezcla de mal alguno. El mercado y el Estado, aunque al final se invierte la pirámide y ocurre lo contrario de lo que proponen. Y la tendencia es irrefrenable. Los ejemplos patrios en ambas direcciones resultan, a fuerza del wasapeo, incluso cómicos. La tragedia es que los políticos, estragados de convicciones, se miran al ombligo en vez de a las cosas mismas. El sentido común es sustituido por la impredecible tropelía: cada día dos o tres. A veces tenemos la tentación de pensar que su misión no es solucionar problemas, sino crearlos donde no existen. Las tertulias mediáticas revientan de refutaciones contrarias y cuestiones cuodlibetales para amenizar el desayuno. Por cierto, estoy releyendo (y no debería por razones de salud mental) La peste de Albert Camus. Una prueba de la teoría nietzscheana del eterno retorno y una visión lúcida del problema del mal en el mundo. 

La ausencia de referencias religiosas durante la pandemia se ha visto desplazada en los medios y redes (incluso en las series) por un aumento significativo de programas, documentales, artículos y comentarios dedicados a la física cuántica, los agujeros negros, el macro y el microcosmos, los orígenes del universo, la materia negra o la vida en otros planetas… Se ha producido un desplazamiento de la teología a la cosmología. Ha sido el primer paso para poner en cuestión la ideología central, la madre de todas las ideologías, que comparten todas las naciones del planeta: el antropocentrismo. De entrada, se cuestiona el puesto del hombre en el cosmos. Somos los insignificantes pobladores de un planeta perdido que gira en torno a una estrella todavía más perdida en una galaxia muy muy lejana. Mientras que los virus han evolucionado prácticamente desde los orígenes de la vida en la Tierra, el hombre apenas tiene una edad de cuarenta mil años. Es una lucha biológica desigual por más que la razón se enfrente a un organismo microscópico que ni siquiera tiene vida propia pero que puede acabar con la nuestra (como individuos y como especie): toda una cura de humildad contra la vanitas, de reconocimiento de la fragilidad de la vida humana, un revés al narcisismo de los poderosos (aunque la muerte sigue sin ser la gran posibilidad democrática), una prueba de las limitaciones del cerebro humano.

La contraposición entre razón y fe ha basculado del lado de la ciencia; o mejor aún, de la fe en la ciencia. Ahora rezamos en silencio por los muertos y por el descubrimiento de una vacuna que nos permita no vislumbrar la parca detrás de las ventanas. Pero no es el único desafío de la ciencia avanzar en la excavación de unos hechos que van saliendo a la superficie con cuentagotas: el covid 19 se ha convertido en el desconocido conocido, el que no debe ser nombrado por su poder maléfico (como lord Voldemort en la saga de Harry Potter); mientras, descubrimos aterrados que la gente se contagia, enferma y muere. Que despedimos a un padre con fiebre y nos devuelven un reloj y una urna con cenizas. El otro gran reto es hacer compatible ciencia y política o cómo no arruinar un país sin morir en el intento. En ambos casos, los científicos y los políticos, acordes con el principio de la lógica medieval (de una contradicción se sigue cualquier cosa), nos han instalado en el desconcierto cuando no en el disparate. Y en esas estamos. 

martes, 9 de junio de 2020

Educar en valores. Habla memoria


Es evidente que hay excelentes profesores, grandes maestros del aula en las ciencias y en las letras. Cada cual recuerda a los suyos. No hay consenso. Mis bien amados profesores eran para otros cargas pesadas de sopor y tedio.
Un ejemplo de lo primero, de las afinidades electivas: mi profesor de literatura en el instituto. En vez de seguir el manual de Lázaro Carreter dictaba sus propios apuntes. Luego los vivía con fragmentos inolvidables. Lloraba cuando leía las Nanas de la cebolla. No insisto. Su influencia en mi fue decisiva. En realidad, Literatura española era la carrera que me hubiera gustado seguir. Pero mis padres (cuando se convencieron de que lo mío no era el derecho) me matricularon en la Universidad Autónoma de Madrid, más que nada por escapar, según ellos, del caos político de la Complutense. Por desgracia descubrí a mitad del primer trimestre que allí no existía tal especialidad y que lo más parecido era la de filología hispánica; mucha gramática espesa y poca narración sustantiva. Al final me tiró más la rama de filosofía por admiración y amistad con un profesor del departamento que entonces dirigía Carlos París. A lo largo de mi vida he estudiado filosofía y he leído literatura. Y las he mezclado, aunque la filosofía me sigue pareciendo la mejor introducción a la literatura. Curiosamente, contra mis deseos, lo poco que escribo es de filosofía y no me siento capaz de escribir ni un cuento de pastorcillos a mis nietos.
Un ejemplo de lo segundo, de la aversión mutua: mi profesor de lengua española, también en primero de carrera, era un jovenzano aprendiz de los que llevan la cartera al jefe del departamento (según contaba el fuego amigo) que no soportaba ni el ruido de una mosca por amor de lo que vuela, mientras repetía monótonamente los apuntes del curso anterior que los veteranos nos vendían a buen precio. Las chicas de referencia (no las pijas que le hacían la pelota) lo tenían por un gilipollas engreído. Puede que se me notara más de la cuenta. Nos caíamos fatal, aunque empezó él. Tengo grabado a fuego un amplio repertorio de desdenes. Compré los apuntes y hacía como que los copiaba mientras leía La Regenta. Cuando hacía alguna aclaración, levantaba la cabeza sin enterarme de nada que no tratara de Ana Ozores. Media clase hacía lo mismo con diversas variantes (crucigramas, cartas sin destino, poemas de circunstancias, revistas de cine) pero me pilló a mí a pesar de refugiarme siempre en la última fila o quizás por eso. Le dije que tenía fiebre pero no se lo tragó. No insisto. La asignatura me gustaba. En transcripción fonética muy pocos me pisaban. Estudié e hice los exámenes trimestrales para sacar algo más que un cicatero cinco de nota final. Mi única satisfacción fue mirarle en silencio cuando me saludó tímidamente en el bar de la facultad el curso siguiente. Ni siquiera le puse mala cara. Tuvo la decencia de recordar sus desaires, bajar la vista y sentirse incómodo mientras apuraba su trago amargo y me miraba de reojo con aprensión.
Cualquier docente sabe de qué hablo: alumnos que lo admiran sinceramente, sin intereses vicarios, y otros que lo ignoran con mayor o menor cordialidad. Ocurre en el aula lo que en todas partes. Puedes elegir pero no ser elegido. Se trata en el fondo de una cuestión estadística. En mi caso, puedo decir que tengo la impresión de no haber interesado especialmente a la mayoría de mis alumnos y viceversa. Posiblemente por la asignatura misma. He escrito sobre el tema en otra parte. He sido un profesor normal tirando a malo, o sea, dentro de la norma estadística. Quizás mi mayor defecto a esta altura determinada de los tiempos (expresión apócrifa que suena a Ortega) es que nunca he enseñado para la vida sino para la escuela. No he sido nada transversal. No me he tragado lo de “la educación en valores” porque me parece una expresión redundante; toda educación es en valores, sean explícitos (largar un sermón ideológico en medio de una clase de física) o implícitos (advertir con un susurro al alumno que copia que no insista y dejarle terminar el examen sin humillaciones). La expresión “educar en valores” en una tautología. Nada aporta lo que se predica al sujeto.
Por supuesto, aquel profesor del instituto y aquel jovenzano de la Autónoma, además de enseñar literatura y lengua española, educaban en valores. Algunos puristas recurren a la falsa distinción entre “enseñar  e instruir”. Alegan que lo adecuado sería instruir, es decir, convertir el proceso educativo en una transmisión de conocimientos objetivos sin mezcla de opiniones, creencias, ocurrencias o ideologías de clase. El ser humano no está dotado como especie para realizar esta separación, por lo demás indeseable. Distinguir a un maestro o calar a un pisaverde es un elemento esencial del proceso educativo. Y lo que vale para la escuela vale para la vida.

lunes, 16 de diciembre de 2019

La clase política


En las actuales circunstancias me parece oportuno volver al título de una obra de mi bisabuelo Damián Isern, Del desastre nacional y sus causas, en la que se analizan desde una posición regeneracionista las causas sociales, políticas, económicas, psicológicas (o sea, de opinión y mentalidad colectiva) que propiciaron la fulminante pérdida de las colonias españolas a finales del siglo XIX. Les dejo un par de enlaces de este blog y de mi página web por si les interesa indagar sobre el tema. Aquí me voy a referir a algunas de las causas políticas de la actual situación española. Algunas ideas, mutatis mutandis, las he tomado del capítulo del libro de Isern dedicado a las clases directoras.
Hace unos días me contaba un buen amigo, diputado a cortes durante algunas legislaturas en la comunidad autónoma de Castilla-Mancha, que dejó el cargo porque no tenía ningún interés en ser el “pepito grillo” de su grupo parlamentario y ganársela por saltarse la disciplina del grupo con críticas fundadas y sabidas por todos sus compañeros y por él primero.
- ¿Por qué lo haces?, le recriminaron desde el aparato.
- Entre otras razones porque yo no vivo de la política; me gusta la política más que comer con los dedos, pero si me voy te puedo asegurar que no pierdo dinero. Ironía o iglesia.
Las sombras que se proyectan en el muro de la caverna de Platón son hoy las imágenes narcisistas de los políticos. En términos psicoanalíticos, un partido tiene una estructura infantil regresiva. Los hijos de cuarenta años tienen que repetir sin rechistar lo mismo que dice el padre estén o no de acuerdo. El “debate interno”, cuando surge, es más bien una lucha por el poder a codazos que una confrontación ideológica. “El que se mueve no sale en la foto”, afirmaba un reconocido político de izquierdas, para después reivindicar la libertad de expresión y la función liberadora de la crítica. La carrera política se rige por el descontrol, la deslealtad y la puñalada trapera. La verdadera bronca se da dentro del propio partido, lo demás es representación y postureo.
Toda institución, una vez que se ha consolidado, cumple los fines contrarios para los que fue creada: la política, por supuesto; qué me dicen del deporte, de la religión, la moral social, la educación (los que hemos sido profesores lo sabemos mejor que nadie) o la economía. Mucha gente se afilia a los partidos sin tener una formación adecuada; simplemente apuestan por medrar. La carrera política es muy prometedora. El poder llama al dinero. Y el dinero llama… bueno, lo saben de sobra. En las juventudes de los partidos abundan este tipo de arribistas. Algunos se pasan y se encumbran antes de tiempo en los pasamanos reales. Al final, cae el tinglado de la antigua farsa: ser es aparentar, pero no cejan. Otros, más pacientes, acaban en la vertical del sistema. Muchos inflan sus currículos con méritos inexistentes, copian trabajos polvorientos, plagian tesis o recurren a “negros” expertos en producir tratados inocuos, anónimos, a fin de pasar desapercibidos; otros aprueban carreras en seis meses o falsifican documentos con la connivencia de sectores académicos corruptos que esperan pedir lo suyo cuando toque. Inversamente, las mentes privilegiadas del país no quieren ni oír hablar de la cosa pública. Aunque seas honrado, si entras al trapo, te puedes ver envuelto en un follón morrocotudo y acabar en los juzgados por culpa de la clase de tropa y sus mandos. Nunca sabes a quien tienes al lado. Muchos políticos de aluvión recuerdan al clero semianalfabeto y a los monjes medievales que entraban en seminarios y conventos para utilizar el poder espiritual en su exclusivo beneficio. Por no hablar de los altos cargos eclesiásticos.
Inversamente, lo que sea dado en llamar alta política  alude tanto a la calidad de los contenidos como a los actores y sólo podía darse cuando los políticos realmente dirigían los destinos de una nación, es decir, mandaban. En uno de los debates televisados de las anteriores elecciones la representante de Unidas Podemos, ponía sobre la mesa el tema central de la política; tras una considerable retórica constitucional, puede resumirse así: ¿son los políticos quienes realmente mandan? Lo cierto es que en una democracia representativa, además de los tres poderes del Estado dudosamente independientes, hay un cuarto poder, la prensa y los medios de comunicación; un quinto poder, los grupos de presión y los poderes fácticos; un sexto poder, las redes sociales y un ser supremo: el dinero. Bancos de toda suerte y condición, sobre todo los centrales, fondos de inversión de casi todo, grandes corporaciones mercantiles, multinacionales digitales, empresas de distribución, consultoras, aseguradoras de las aseguradoras… La diferencia entre la política de derechas y la de izquierdas en el marco de la Unión Europea es fácil de explicar: cuando gobierna la derecha favorece al primer motor que todo lo mueve mediante desregulaciones y bajada de impuestos. Cuando gobierna la izquierda trata de regular los mercados y subir los impuestos pero no puede. “Podemos” dicen algunos y algunas: recuerden los avatares de Yanis Varufakis en su confrontación con las autoridades económicas de la Unión Europea con su plan para sacar a Grecia de la crisis que tenía en 2015 y como se lo tumbaron; por poco no acaba la Acrópolis en la Grand-Place de Bruselas. Si los cajeros automáticos dejan de funcionar, le dijeron, se acaba el mundo. Y punto final. En esto consiste lo que ha dado en llamarse “el pensamiento único”. La única línea clara de los burócratas de la Unión Europea es el fin de las ideologías. ¿Qué es exactamente lo que votamos? Siempre ha sido así. Lean a Galdós, por ejemplo.
Pero si el margen de actuación es tan estrecho ¿por qué tantas desavenencias, insultos y desacuerdos? Por cierto, si la Unión Europea se implicara a fondo en el problema catalán en un mes quedarían fijados los cauces efectivos de su resolución.

martes, 26 de noviembre de 2019

Elecciones generales


Decididamente la política española ha entrado en un bucle. Por mucho que se repitan las elecciones no hay manera de investir a un presidente del gobierno. Lo cierto es que desde hace años los mismos líderes de los mismos partidos se han dedicado a mirarse el ombligo, enturbiar el panorama e intentar fagocitarse en vez de ponerse a trabajar seriamente. Los únicos que salen a flote son los innumerables tertulianos, politólogos, analistas y periodistas (que también se miran al ombligo, enturbian el panorama e intentan fagocitarse que para eso son el cuarto poder). Acaso lo más positivo de las últimas elecciones en nuestro país (¿Estado, Estado de las autonomías, Estado plurinacional, Estado de la Unión?) sea que la mayoría de los ciudadanos han aprendido que la política no tiene nada que ver con la ética, la teoría política, la historia, el sentido común o la lógica. A cada cual lo suyo:
- La ética es esencialmente individual. En cuanto empiezas a hablar de ética comunitaria el invento hace agua por los cuatro costados. La suma de voluntades, la voluntad general, el “Yo común”, esa entelequia de la teoría democrática de Rousseau solo sirve para la práctica política. Incluso Médicos sin fronteras se han visto envueltos en un escándalo; algunos trabajadores, según la propia ONG, daban medicinas a mujeres a cambio de favores sexuales. Al menos han tenido la decencia de no taparlo. Cuando Kant fundamenta la razón práctica, la ética, habla en singular: lo único que puede ser considerado un bien en sí mismo, sin condiciones ni limitaciones, es una buena voluntad. En otras palabras, una buena persona. La voluntad moral es indivisible. En cuanto se juntan dos ya tenemos lío. Adán y Eva lo montaron. Los derechos humanos son éticos, no políticos (lo cual es evidente). Desde Maquiavelo, la única regla que rige la política es alcanzar, mantener y extender el poder.

- La teoría política, es decir, las ideas de los grandes pensadores sobre la sociedad civil influyen mínimamente en la política real. Como mucho, los políticos de derechas citan refritos de Ortega y los de izquierdas frases lapidarias de Azaña. El resto consta de dos partes: primera, una base programática, un brindis al sol, que firmaría el mismo Papa; segunda, nada concreto (porque ni siquiera ellos lo saben) hasta que los que mandan comienzan los incumplimientos, parches y recetas diarias. Una variante importada de las dictaduras son las falsas noticias (o sea, las mentiras) y la corrupción estructural como algo consustancial a la democracia. Nadie ha leído en serio a Hobbes, Marx o Stuart Mill. Si yo fuera un deus ex machina, un demiurgo mayor de la educación, sustituiría la asignatura de filosofía en los distintos niveles por las de ética social, introducción a la ciencia política e historia de las ideas políticas. Es difícil predecir la influencia a medio plazo del cambio, pero estoy convencido que no se repetiría una situación insoluble y endemoniada como la actual.

- Es sabido que la historia no es una ciencia objetiva como la física. El historiador selecciona, interpreta y, con frecuencia, tergiversa los hechos del pasado por razones ideológicas. Echen una ojeada a los malabarismos que hacen ciertos "investigadores" de la derecha de la Guerra Civil española. Por no hablar de los disparates del Institut Nova Història, según el cual Leonardo Da Vinci, Colón, Cervantes y Santa Teresa de Jesús tenían ocho apellidos catalanes; o el escándalo de la manipulación editorial de los libros de texto en la enseñanza secundaria. En estas condiciones el más paciente relator podría volverse loco al intentar coordinar una mesa de diálogo. Por lo demás, es evidente el peso de la historia. La confrontación entre las dos Españas sigue atada y bien atada. Es una triste refutación de la teoría orteguiana de las generaciones. La solución de la II República a la diversidad cultural y lingüística española mediante la instauración de las tres nacionalidades históricas apenas es hoy viable. No aprendemos las lecciones de la historia.

-  ¿Qué decir del sentido común? Hasta las ardillas de la Casa de Campo tenían claro que un gobierno de coalición PSOE-Ciudadanos era lo mejor tras las primeras elecciones. Un centro izquierda atemperado, socialdemócrata y liberal, era una combinación razonable para todos… menos para los políticos maximalistas, ambiciosos y figurones. Cuando lo normal fracasó vinieron los dislates. El hilo de la caña de pescar en la vida pública se enredó sin remedio y ahora estamos en un callejón sin salida.    

- Ni siquiera la lógica forma parte del lenguaje político. Antes podías defender una cosa en el gobierno y la contraria en la oposición. Ahora puedes hacer lo mismo estés donde estés. El principio de contradicción es ajeno a la política. Las tormentosas relaciones entre Pedro y Pablo son un buen ejemplo. Tiren de hemeroteca y se les pondrán los pelos como escarpias. Veremos. La mejor definición de la política que conozco es la que protagonizó el Conde de Romanones (1863-1950), político y diputado liberal de entonces, cuando afirmó tajante en el Parlamento que nunca jamás saldría tal ley con su apoyo. Cuando a los siete días salió con su voto, los avispados periodistas le preguntaron por su anterior declaración.
Comprenderán, les respondió con un resuelto tono didáctico, que cuando digo “nunca jamás” me refiero siempre al presente.   

viernes, 25 de octubre de 2019

Unamuno


Hace unas semanas en la boda de una sobrina, uno de mis cuñados sentado a mi lado en la mesa redonda del salón del convite nupcial, me preguntó en voz alta, durante una de las treguas intermitentes que los amigos de los novios conceden para rellenar las copas, qué opinaba de la situación política en nuestro país. Es la típica pregunta de amplio espectro cuya principal función es iniciar una conversación que suelte la lengua a los invitados de la parte contratante de la segunda parte para conocerlos y calzarles la etiqueta. Estábamos en mitad del primer plato, una crema caliente de calabaza con lágrimas de nata y todavía el vino no había hecho efecto, por lo que por el momento nadie, excepto yo, se dio por aludido.
- No tengo una visión global, les dije a todos. En todo caso creo que en todas partes cuecen habas pero aquí las cocemos con jamón. España es diferente, pero matizar esta afirmación me llevaría doscientas páginas. Tú hazme preguntas lo más concretas posibles sobre lo que quieras y yo te contesto. Por ejemplo, el recorrido de Ciudadanos tras las últimas elecciones, por qué ha fracasado el acuerdo entre PSOE y Unidas podemos, la consistencia del líder del PP o el acierto o no de sacar a Franco del Valle de los Caídos…
La estrategia pareció funcionar porque de pronto casi toda la mesa se lanzó al ruedo de la opinión. Mientras discutes con los de la otra familia, argumentas sobre la cosa misma mientras pones la etiqueta; cuando discutes con los de tu familia la etiqueta está puesta y los argumentos se convierten en cuestiones personales. Procuro hacer de moderador encubierto. Descubres que un marido joven trata de monopolizar las verdades. Se escucha complacido, mientras una señora mayor, tía abuela de la novia, guarda un silencio relajante: escucha por interés, por educación o simplemente no escucha. Lo cierto es que el joven pontífice decía cosas sensatas en términos gastronómicos (el contexto lo es todo): Ciudadanos estaba seguro de comerse al PP y va a ser al revés; el PSOE apuesta por pegarle un suculento bocado a los votos de Unidas Podemos; a Pablo Casado le falta un hervor y al tema del Valle de los Caídos se le ha pasado el arroz.
Hace una semana vi la película de Pedro Amenabar Mientras dure la guerra. El planteamiento histórico es correcto con algunas licencias cinematográficas. Por cierto, la derecha periodística, la fiel infantería, como la llama José María Izquierdo, ya ha descubierto 18 errores históricos según ella. Lo que me interesó sobre todo fue la figura de Don Miguel de Unamuno que asocié con mi postura en la boda: Tú hazme preguntas lo más concretas posibles sobre lo que quieras y yo te contesto. Para mí Unamuno es más un literato que un filósofo, si es que se pueden separar ambas facetas. Lo que realmente me interesa de su pensamiento es su asistematismo, posiblemente por influencia de Kierkegaard. Cada pregunta requiere una reflexión puntual, a veces única como cada ser humano, sea la fe religiosa, la cuestión social, la familia, los totalitarismos de izquierdas y de derechas o la regeneración de España.
El principio de contradicción, la negación es el motor de la filosofía unamuniana pero en sentido inverso a Hegel. Para Unamuno ninguna posición queda englobada y superada en el sistema del espíritu absoluto. La única totalidad es Dios y resulta inalcanzable. En eso consiste el sentimiento trágico de la vida: "La vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción. El no saber es toda tu esperanza de Agustín García Calvo. La razón es el reino de la subjetividad. Pero las preguntas que se hacía Unamuno eran metafísicas, teológicas, morales… Acaso esa fue la razón de que no comprendiera el significado político de la guerra civil española. Por una parte, los excesos de la izquierda radical contra la Iglesia; por otra, la tensión existencial, explosiva, nunca resuelta al modo escolástico, con que Unamuno vivió las relaciones entre razón y fe, concluyó con su apoyo a la sublevación militar contra la República en nombre de la defensa de la civilización occidental y de la tradición cristiana. Aunque para mí, la razón última de su apoyo inicial, que parece quebrarse tras su sonado enfrentamiento con Millán Astray en el paraninfo de Universidad de Salamanca, la que más íntimamente sintió, no fue la defensa retórica de los valores de la cristiandad como eje vertebrador de la cultura europea, sino la protección de su familia primero y de la Universidad después frente al terror y la barbarie.

jueves, 10 de octubre de 2019

Primeras lecturas


El primer libro que me regaló mi abuelo materno (del paterno, un gran hombre, sólo me queda la memoria histórica) fue el Quijote. Tenía catorce años. Era una edición de la Librería Hernando, modesta, de letra minúscula y abigarrada, que por desgracia desapareció en una mudanza. Ahora con el transcurso de los años digo del Quijote, mutatis mutandis, lo mismo que el propio Cervantes dijo de la batalla de Lepanto (en la que participó y resultó herido) en el prólogo de la segunda parte de su obra: La más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. ¿Estaría pensando Cervantes en su obra inmortal antes que en la batalla?  Después vienen las grandes obras literarias de todos los tiempos; pero en un escalón superior siempre estará el Quijote. Por supuesto, mi abuelo no pretendía que a esa edad lo leyera entero. Ni siquiera que lo leyera porque era él mismo cuando venía a casa quien me leía y explicaba un capítulo. Nunca más de uno cada día. A veces repetíamos. Es lo mismo que les recomendé a un grupo literario de amigas que me invitaron a una de sus reuniones para que charláramos del Quijote. Les aconsejé que evitaran ediciones resumidas, adaptadas pedagógicamente o con “prosificación moderna”. Que no vacilaran en disfrutar del privilegio de leer el original en su propia lengua. Una buena edición con notas a pie de página harían la función de mi abuelo. En realidad, las lecturas eran para ellas un excelente motivo para viajar a los lugares por donde transitaba el libro de turno. En este caso la ruta cervantina, incluida la excelente biblioteca dedicada al Quijote en el Toboso o el Mesón del Quijote en Mota del Cuervo. Les dije que a mí me parecía que Sancho Panza el escudero estaba más loco que el Caballero de la Triste Figura, porque Don Quijote estaba loco a tiempo parcial y el resto era sabiduría, mientras que Sancho Panza estaba loco todo el tiempo por creerse a pies juntillas todos los delirios de su señor. Lo importante, les aconsejé, es descubrir tus magias parciales del Quijote; por ejemplo, las dudas de Sancho Panza sobre la sin par Dulcinea tras su visita al Toboso.
El segundo libro que me regaló mi abuelo, un año más tarde, fue La isla misteriosa de Julio Verne. Esta vez sí lo leí entero. Hace menos de un mes lo he releído, lo he devorado en una semana con la misma fascinación que entonces. Han pasado océanos de tiempo, pero tanto entonces como ahora es la joie de lire, la felicidad única que proporciona la lectura, lo que realmente cuenta. Y ahí debería terminar la verdad de La isla misteriosa, pero dada mi tendencia a complicar las cosas, por un lado, y como en cada lectura se revela un libro nuevo, aunque lo retomes a la semana de haberlo terminado, con toda seguridad no podré evitar la tentación de hacer algunas reflexiones marginales. A bote pronto se me ocurre que sólo en grupos humanos muy reducidos pueden darse lo que los sociólogos consideran las condiciones ideales para el buen funcionamiento colectivo: eficiencia, cohesión, solidaridad, imaginación, autoconciencia, moralidad, empatía…  Pero eso lo dejamos para otra micromega.