Nadie pone en duda que en
una democracia representativa la decisión final sobre la cosa pública corresponde
a los políticos y no a los científicos. Por cierto, cuando pregunto por las
diferencias entre democracia representativa y democracia participativa a algún
aguerrido defensor de esta última, ninguno (y van unos cuántos) me ha sabido dar una respuesta convincente. Si
fuera al revés, todo el poder para los
expertos, estaríamos ante una tecnocracia. Hay que recordar la moda de los
años setenta del siglo pasado en que se suscitó el debate (con epicentro en
Francia, como siempre) en torno al “ocaso de las ideologías”, es decir, al
declive de las ideas políticas y de los partidos como el mejor sistema para
resolver los problemas sociales y su sustitución por el gobierno de los expertos.
El sociólogo Jean Meynaud definió la tecnocracia como la sustitución de los fines por los medios. En la España franquista,
Gonzalo Fernández de la Mora escribía “El crepúsculo de las ideologías” en
defensa de una tecnocracia antidemocrática en sintonía con el conocido consejo
de Franco al director del periódico falangista Arriba que trataba de sonsacar al general su opinión sobre el
contenido y peso de las heterogéneas ideologías que convergían en el Movimiento
Nacional (tratando de barrer para casa): Haga
usted como yo, no se meta en política. Una ironía y una amenaza. Pero volvamos
al tema: el principio fundamental de la tecnocracia es que el análisis
rigurosamente racional, científico,
de un problema conduce necesariamente a la solución más eficaz y universalmente
aceptada. Por tanto, solo los ignorantes pierden el tiempo en debates estériles
sobre lo que nos conviene hacer.
La idea original, la
contraposición entre democracia y tecnocracia, proviene, como todas, de la
antigua Grecia. La democracia representativa es heredera del relativismo y del
convencionalismo ético-político de los sofistas. La tecnocracia procede del
intelectualismo ético de Sócrates y la utopía totalitaria platónica, un Estado dirigido
por los filósofos gobernantes, elegidos entre los que predomina el alma
racional y cuya virtud es la sabiduría.
El debate sobre el gobierno
de los más preparados en las distintas áreas de la vida social (es decir, la
prioridad de la tecnocracia o gobierno de la comunidad científica sobre la
democracia o gobierno de la mayoría) recobra una inusitada actualidad, como es
de sobra sabido, a propósito de la pandemia que nos devora. Ante la extrema
gravedad del momento histórico, parece razonable asumir que sean los
científicos los que tomen el mando de las decisiones cívicas y que los
políticos se limiten a refrendarlas con sus nombramientos, recursos y firmas.
Con carácter excepcional, por tanto, la democracia debería dar un paso
transitorio -pero riguroso- a la tecnocracia. En sentido literal, la
tecnocracia puede ser entendida como una dictadura ilustrada (al estilo de La República platónica) en la que los
científicos dictan las normas que regirán la comunidad. Dicho de otro modo, los
políticos deben limitarse a dar soporte legal a los dictámenes de los expertos.
El objetivo de este proyecto tecnocrático temporal es, por tanto, evitar que
los políticos en el poder hagan interpretaciones sesgadas de las conclusiones
de la comunidad científica. Lo cierto es que aparejar una tecnocracia neutral,
objetiva y fundada no resulta ni fácil ni transparente. Analizamos a
continuación algunos de los problemas que surgen (han surgido) de aplicar un proyecto
tecnocrático a la pandemia.
Para empezar, qué
científicos deberían incluirse en ese comité de expertos a la cabeza del
Estado; pongamos por caso: epidemiólogos, virólogos, médicos, biólogos… pero
también sociólogos, psicólogos y, sobre todo, economistas.
El problema de los
especialistas en ciencias naturales es que avanzan en sus descubrimientos sobre
un agente infeccioso desconocido de manera lenta y, en ocasiones insegura. La
ciencia experimental se basa en hechos, pero los hechos por el momento no están
contrastados; a veces resultan incompletos e incluso falsos: la hipótesis
inicial de una gripe benigna y localizada, pronto se convirtió en una grave neumonía
de origen desconocido que se expandía sin fronteras y a gran escala; cada mes se
descubren nuevas formas de contagio; crecen las patologías asociadas o compatibles
(no solo ataca a los pulmones, sino que también puede afectar al corazón, al
cerebro, a los riñones y al hígado, se trata de una enfermedad multisistémica); por no
hablar de los efectos diferidos o secuelas de la enfermedad. No menos oscura es
la controvertida “inmunidad de grupo” o los patrones de recurrencia del virus,
las terroríficas olas. Más preguntas sin responder: cuánta carga viral es
precisa para contagiarse, cuánto dura la inmunidad en los contagiados que han
conseguido superar la enfermedad (¿se supera la enfermedad o permanece
latente?). Algunos sectores minoritarios de la comunidad científica sostienen
que es un virus artificial, una bomba biológica elaborada en un laboratorio con
fines inconfesables. Los más niegan la teoría de la conspiración e incluso
afirman que hubiera sido preferible pues es más letal un producto de la
evolución natural que otro artificial que perdería su virulencia mucho antes. Sobre diversas cuestiones:
por qué hay personas inmunes, otras asintomáticas y unas terceras propensas a
contraer la enfermedad; otro misterio: cuál es el papel de los niños en la
propagación de la enfermedad? Por no hablar de la variedad de tratamientos propuestos
o la posibilidad de conseguir vacunas (hablamos en plural) eficaces y seguras…
Volvemos a la tecnocracia. ¿Podemos hablar realmente de una comunidad científica coherente y estable o más bien de unos equipos interdisciplinares que no se ponen de acuerdo sobre el cómo, dónde, cuándo y por qué? Los problemas se multiplican si al frente de los que toman decisiones incluimos a los especialistas en ciencias sociales. Las medidas estrictamente médicas pueden verse afectadas, contaminadas, por planteamientos de alcance. Psicológicos: deterioro de la salud emocional de amplios sectores de la población (especialmente personas mayores y niños). Sociológicos: deterioro de las instituciones básicas (desconexión de los lazos familiares, paralización de las manifestaciones culturales, desprestigio de la política, crispación social, agotamiento de la sanidad, descontextualización del deporte, anomia, sobre todo en los jóvenes…). Económicos: deterioro o caída del producto interior bruto, incremento incontrolado de la deuda pública, paro impredecible, empleo cada vez más precario, desigualdad, hambre y calamidades. “La bolsa o la vida”. O sea, el quinto jinete del apocalipsis. Y en esas seguimos.