sábado, 30 de octubre de 2010

¡Astuto viejito!


En una memorable tira de Quino, Mafalda entra en una tienda donde hacen llaves. Saluda al señor de avanzada edad que la observa detrás del mostrador y le anuncia con desparpajo que ha venido a que "le haga la llave de la felicidad". El servicial dependiente le dice al instante: "Con mucho gusto nenita, ¿A ver el modelo?" Mafalda sale de la tienda con cara de haber captado el mensaje: "¡Astuto viejito!" piensa...
Decididamente el término “felicidad” es excesivamente abstracto. Pruebe a definirlo y caerá en trivialidades parecidas a la que propone la Real Academia Española de la Lengua: Felicidad. Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. En realidad, la definición oficial complica más el problema. A la amplitud oceánica del concepto, añade otras comparables como la de “estado de ánimo” (cítese alguna experiencia que no sea un estado de ánimo) y “bien” (la condición humana es tan versátil que puede desear todo lo que se nos ocurra, una cosa y la contraria, por lo tanto el número de bienes es ilimitado y abarca la totalidad de lo que ha sido, es y será).
Los griegos de la época clásica llamaban a la felicidad eudaimonía que designa literalmente el apoyo propicio o favorable que recibimos de los dioses, un don benévolo que otorgan caprichosamente a los mortales.
Posteriormente, durante el helenismo, Aristóteles confirió al término un significado propiamente ético o costumbrista: la felicidad es el resultado de la práctica constante de determinadas virtudes intelectuales (sabiduría, ciencia, prudencia) y morales (fortaleza, amistad, liberalidad, modestia y justicia, entre otras). La felicidad, para Aristóteles, no es un estado anímico concreto, sino más bien la figura por excelencia de la conciencia existencial y el modelo más perfecto del ser humano. La felicidad aristotélica es una conquista permanente de nuestra condición, no una afección particular o puntual del alma sensitiva.
En la actualidad, la felicidad es un término metafísico sin ninguna connotación especial, mera consecuencia del significado abrumadoramente mentalista del lenguaje. El problema de algunos términos como "esperanza", "dicha", "gozo", "placer", "regocijo", "ansiedad", "desolación, "resentimiento" o "miedo", no es que contengan poco significado, sino excesivo. En realidad, todos los conceptos tienen demasiado significado (abarcan una pluralidad vertiginosa de casos, acontecimientos y situaciones) pero su constelación de sentidos y referencias es consistente. El concepto de "mesa" comprende en su esencia perfumada de viejo roble todas las mesas del universo, incluidas las de billar y black jack.
Pero en todos los términos mentalistas citados, incluida la felicidad, el hilo conductor que lo haría comprensible se diluye en una casuística heterogénea e inabarcable. Son términos intuitivos, quizás con una intención exclusivamente comunicativa, pero, sobre todo, se asemejan a un bloque de mármol que aguarda la mano experta del escultor que le dará forma y contenido. Por eso, la única senda que conduce a su arcano santuario es la obra de arte (el ámbito sagrado donde adquieren una interpretación singular y luminosa).

Es obvio, por otra parte, que no podemos cambiar el carácter mentalista y metafísico del lenguaje y, si creemos a Wittgenstein, habremos de admitir además que está bien hecho. Cualquier hablante con una competencia normal entenderá perfectamente lo que queremos decir cuando usamos correctamente esos términos en determinados contextos. Y no hay más.
Por apurar el recorrido de una reflexión ligera de sustancia, podemos añadir -con abundantes reparos- que la felicidad es un sentimiento. Pero no un sentimiento entre otros, sino el último, el más valioso y orientador de nuestro viaje por el mundo. Es el último, por cuanto en el orden de los fines ya no es posible preguntarse por su fundamento ni prolongar las razones. Es el más valioso, por cuanto nuestras acciones se evalúan por el cálculo de la cantidad y cualidad de felicidad que comportan. Es orientador, por cuanto las imprevisibles dimensiones de la conducta están siempre dirigidas por la inteligencia emocional a su obtención.
Valga como complemento del anterior embrollo vitalista la versión fisiológica del término (los signos de interrogación obviamente son míos): la felicidad es una actividad neurológica multifuncional (?) en la que ciertos factores internos o externos (?) interactúan (?) para estimular (?) el sistema límbico, una parte del cerebro que organiza las respuestas operantes (?) del organismo ante los estímulos alguedónicos o placenteros (?).
La conclusión no puede ser más insatisfactoria para la filología, la filosofía, la psicología o la neurología; y a la vez, más gozosa para la literatura y el arte.

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