En el convite
nupcial de una sobrina política nos asignaron por amistad y familia la mesa
número 12, Balcón de Europa, a cuatro matrimonios jubilados. Boomers.
A mi derecha se sentaba Jaime, primo segundo y profesor universitario de
economía financiera, al que solo trataba de boda en boda. Durante la parte
inevitable de la cena me había dedicado a esquivar con diplomacia vaticana las tajantes
opiniones políticas del resto de los comensales, gente de orden, mediante
términos como “diálogo”, “respeto”, “colaboración”, “acuerdos”, todos
sospechosos de sanchismo disfrazado. Imposible con esa gente, primero que se
vayan y después hablaremos fue la respuesta general. Como no me gusta
discutir sin argumentos y menos que me sacudan como a una estera vieja, el
resto es silencio, la última frase que pronuncia Hamlet antes de
morir. Cada vez es más difícil ser un viejo y entrañable liberal en esta
España nuestra.
Me había
fijado en que durante la cena el profesor había empinado el codo con prudente
mutismo sin entrar al trapo de respuestas sobradas y disputas vanas. Al
levantarnos de la mesa después del reparto de puros me acerqué curioso a mi
primo para pedirle su opinión sobre el problema crónico de la corrupción que nos envuelve. Mero tanteo posicional en medio de las albricias alcohólicas, servilletas
al viento y cantos regionales de los amigos de los novios. Tras llevarnos
sendos gin-tonic lejos de la pista de baile me contestó
con sincera ironía que en una economía de mercado es necesaria una cantidad
aceptable de corrupción para lubricar los engranajes del sistema. Los mercados
deben constatar que existe un margen establecido de estrategias no declaradas,
de atajos no aceptables pero aceptados que faciliten abrir y cerrar
con éxito un número rentable de inversiones, operaciones y contratos. Es más,
añadió, los derechos y libertades de una Constitución son el soporte ideológico
del capitalismo industrial y financiero. Aunque políticamente incorrectas,
estoy convencido de que los comensales de la mesa 12 hubieran sonreído tolerantes
ante ambas afirmaciones.
Eran tan
imprevisibles que le rogué explicarse un poco más. En el fondo son lo mismo, dijo. La ley de la oferta y la demanda, dogma del
capitalismo desde Adam Smith, propone que la libre competencia entre privados
establece las condiciones óptimas del mercado y la máxima utilidad social. La
famosa mano invisible según la cual la búsqueda de los
legítimos intereses individuales determina el máximo beneficio colectivo sin la
intervención del Estado, mero garante de las reglas del juego. Asimismo, el
liberalismo económico necesita el soporte constitucional del liberalismo
político de las democracias representativas inspirado literalmente en La
Declaración Universal de Derechos Humanos. Aunque sería más exacto decir de
algunos derechos humanos. Todo esto es muy conocido, no le aburro concluyó.
El problema es
que la ley natural de la oferta y la demanda es falsa. La
única ley que rige los mercados es la acumulación de capital, no la libre competencia. El capital industrial y financiero sabe que la propuesta
fundacional del librecambio dejar hacer, dejar pasar, el mundo va por sí
mismo no sirve para aumentar los beneficios, mejorar la balanza de
pagos y alcanzar una posición dominante. Al revés, para lograr
tales objetivos es preciso utilizar estrategias de adjudicación irregulares con
la complicidad de la clase política, es decir, del Estado. Del rey abajo todos
valen. Luego añadió pensativo: el mundo ha cambiado, la globalización
neoliberal no es el final de la historia como anunció Fukuyama, sino historia.
Quizás en la siguiente boda podamos retomar el tema.
Hablemos,
pues, de la corrupción de los políticos, prosiguió Jaime tras darle un tiento a
la copa. La prevaricación, la malversación, los sobres, los sobornos, el
tráfico de influencias, el uso de información privilegiada, las puertas
giratorias. También muy conocido. Lo que me interesa es el proceso que lleva a
un político a dejarse corromper. Primer paso: la corporación, la empresa o la
entidad bancaria tientan al representante electo que podría ocuparse de
lo suyo con maletines, cuentas en Suiza o jugosas canonjías. Una vez
que el implicado está presto al intercambio se suceden tres figuras jurídicas
de la conciencia corrupta: la legal, la alegal y la ilegal. En todas, el
político se rodea de una corte de abogados de confianza que le
asesoran. Es decir, le dicen lo que quiere oír a cambio de un buen precio o de
una participación en el premio gordo. Si la cosa se tuerce abandonarán discretamente
el barco.
En la legal le
aseguran que sus componendas caben dentro de dos líneas paralelas que
delimitan lo que el código penal considera permisible. Adelante con los
faroles. Lo cierto es que mientras sean paralelas el embrollo funciona, pero en
la primera curva pronunciada descarrila con estruendo y acaba en las portadas y las
pantallas.
En la alegal
lo persuaden, tras largas deliberaciones en restaurantes de moda, llaves de apartamentos y encuentros exclusivos que el tejemaneje que se trae entre manos
permanece en un limbo legal. No hay, según ellos, legislación vigente que lo
prohíba y lo que no está prohibido está permitido. Brillante sofisma que no
tarda mucho en esfumarse. Las tertulias del bando contrario se frotan las manos
por las mañanas temprano.
En la ilegal,
le sugieren que el momio no es del todo transparente y podría haber tropiezos
legales. Aunque no hay que preocuparse. El desliz es tan leve que el juicio sería
de primero de derecho. Además, al tratarse de alguien tan influyente, es
prácticamente intocable. Error de lesa codicia. En la época del periodismo de
investigación y la omnisciencia digital el tropiezo se convierte en caída desde
un sexto piso y el escándalo promete una serie de varias temporadas.
Los tres casos suelen acabar del mismo modo: un desfile interminable de imputados, investigados, encausados y procesados. En un sistema jurídico garantista, como el nuestro, desenredar la madeja puede durar años. Eso sin contar con la colaboración activa del poder judicial dependiente… Jaime volvió la mirada hacia los recién casados que bailaban felices. La pregunta que nos quema la lengua, dijo, es cuantos corruptos se salen con la suya y cuantos acaban en los juzgados, lo cual no implica que sean condenados y mucho menos que devuelvan el botín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario