jueves, 2 de mayo de 2013

El idealismo estético


El polo opuesto, la antítesis dialéctica del empirismo estético (cuyo lema inicial, “me gusta”, hemos tratado en otra entrada) es el idealismo estético, es decir, la consideración del arte como idea, pero no como interpretación o proceso sino como verdad absoluta. Se trata de una concepción teológica de la belleza en la que las determinaciones particulares y las transiciones del pensamiento quedan anuladas: en ella se realiza finalmente la unidad de arte, religión y filosofía. En el idealismo estético se produce la transmutación del objeto artístico en cosa en sí.

Aunque la reflexión nos haga ver que el arte es más de lo que parece, tampoco es posible traspasar los límites del conocimiento mediante ciertas síntesis de la razón especulativa. Así, frente a la versión subjetivista del gusto propia del empirismo, ahora estamos ante la idea de la universalidad y necesidad del arte (a su exposición sub especie aeternitatis). Son tres las síntesis del idealismo estético: el clasicismo exaltado (existe la obra de arte perfecta), la metafísica del arte (la obra de arte expresa ideas inmutables) y la hermenéutica como mística (la obra de arte desvela el sentido profundo del mundo).

(Históricamente, el empirismo estético surge con la Ilustración, mientras el idealismo es una ideología romántica).

La primera síntesis procede de la idea de armonía total entre forma y contenido, de su mutua copertenencia: la expresión de la fraternidad entre los hombres en la Novena sinfonía de Beethoven; la unidad antropológica de cuerpo y mente en La Venus de Milo o el El Doríforo de Policleto; la plasmación espiritual y emocional del sentimiento religioso en la catedral de Amiens o Chartres… La perfección absoluta de estas obras es posible por la adecuación del contenido a la forma de la música, la escultura o la arquitectura. Nada falta y nada sobra en la obra de arte clásica: la supresión de cualquier elemento, una nota, un gesto, una ojiva, supondrían la caída del edificio entero. Hay en todo grados de perfección, también en el arte, cuyo límite superior es el clasicismo.

La segunda síntesis trascendente supone que la obra de arte perfecta exige la existencia de un mundo de ideas inmutables (la fraternidad humana, la unidad cuerpo-mente o la experiencia religiosa). Síntesis que peca por exceso incluso en el ámbito de la razón especulativa. La creación (y la contemplación artística), es, igual que en la analogía platónica, una dialéctica ascendente que se eleva desde el mundo sensible al ámbito de los arquetipos. La idea esencial del amor, más real que sus referencias mundanas, queda realizada en el Tristán de Wagner, la del erotismo en el Don Juan de Mozart y la unidad de ambas en el Fausto de Goethe.

La tercera síntesis propone que corresponde al arte desvelar el sentido del mundo. Las reflexiones de Heidegger sobre la verdad cambiaron de rumbo cuando, a mediados de los años treinta, pronunció una serie de conferencias sobre el origen de la obra de arte y la esencia de la poesía. El interés por la verdad del ser se dirige ahora a lo que la obra de arte muestra y de lo cual el artista es depositario. La verdad del ser nos habla a través del artista y se plasma en la obra. La creación consiste en la producción de aquel objeto en el que acontece el sentido y pone en juego la eterna agonía de las luces y las sombras. Un misterio del cual se nutre el don del genio, ese intermediario entre los dioses y los hombres. La fundación del ente, la donación de sentido, la presencia de lo abierto se da, en primer lugar, en la poesía. La poesía es la esencia del arte. La poesía es un nombrar del ser constituyente de las cosas. En la poesía, los dioses tomaron la palabra y el mundo se hizo manifiesto...

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