John Irving, Las normas de la casa de la sidra.
[Cartas del Doctor Wilbur Larch, ginecólogo, abortista, adicto al éter y director del orfanato St. Cloud’s al presidente Roosevelt y señora]
Solía encabezar las cartas con un “Estimado Señor Presidente” y un “Estimada Señora Roosevelt”, pero en ocasiones se sentía informal y las encabezaba así: “Estimado Franklin Delano Roosevelt”, en una de sus epístolas puso: “Querida Eleanor".
Aquel verano se dirigió muy llanamente al presidente: “Sr. Roosevelt”, escribió, pasando por alto toda expresión de estima, “sé que debe estar terriblemente ocupado con la guerra, pero tengo tanta confianza en su humanitarismo y en su compromiso con los pobres, con los olvidados y especialmente con los niños…”. A la Sra. Roosevelt le dijo: ”Sé que su marido debe estar muy ocupado, pero tal vez usted pueda recordarle una cuestión de suma urgencia, pues concierne a los derechos de la mujer y a la situación de los hijos no deseados…”.
Las confusas configuraciones luminosas que jugueteaban en el techo del dispensario contribuyeron al estridente e incomprensible estilo epistolar.
“La misma gente que nos dice que debemos defender la vida de los no nacidos… es la misma gente que no parece interesarse en defender a nadie salvo a sí misma una vez que el accidente del nacimiento se ha consumado. A la misma gente que profesa su amor por el alma del neonato… no le interesa ayudar a los pobres, no le interesa ofrecer asistencia a los no deseados ni a los oprimidos. ¿Cómo justifican tanto interés por un feto y tan poco por los niños no deseados y maltratados? Condenan a otros por el accidente de la concepción; condenan a los pobres… como si estuviera en sus manos no serlo. Una forma en que los pobres podrían ayudarse a sí mismos consistiría en que tuviesen el control de la amplitud de su prole. ¡Yo pensaba que la libertad de elección era obviamente democrática… típica de los Estados unidos!
¡Los Roosevelt sois héroes nacionales! Sois mis héroes, al menos. ¿Cómo podéis tolerar las leyes antiabortistas, antinorteamericanas y antidemocráticas de este país?
Para entonces el Dr. Larch había dejado de escribir y declamaba en el dispensario. Enfermera Edna se acercó a la puerta y golpeteó los escarchados cristales.
- ¿Es democrática una sociedad que condena al pueblo al accidente de la concepción? –rugió Wilbur Larch-, ¿Qué somos?... ¿monos? Si esperáis que la gente sea responsable de sus hijos, debéis concederles el derecho a elegir tenerlos o no tenerlos. ¿En qué pensáis? ¡No solo estáis locos, sois unos malvados!
Wilbur Larch chillaba tanto que enfermera Edna entró en el dispensario y lo sacudió.
- Wilbur, los niños pueden oírlo –le dijo-. Y las madres. Todo el mundo puede oírlo.
- Pero nadie me escucha –Dijo el Dr. Larch. Enfermera Edna reconoció la involuntaria contracción en las mejillas de Wilbur Larch y la flojera de su labio inferior; el doctor estaba emergiendo del éter-. El presidente no responde a mis cartas –se quejó Larch a la enfermera Edna.
- Está muy ocupado –dijo enfermera Edna-. Probablemente ni siquiera llega a leerlas.
- ¿Y Eleanor? -preguntó Wilbur Larch.
¿Y Eleanor qué? -preguntó enfermera Edna.
- ¿Ella no llega a leer mis cartas?
El tono de Wilbur Larch era quejica, como el de un niño, y enfermera Edna le acarició el dorso de la mano moteado de pecas pardas.
- La señora Roosevelt también está muy ocupada -dijo enfermera Edna-. Pero estoy segura que terminará respondiéndole.
- Han pasado años -dijo el Dr. Larch serenamente, volviendo la cara a la pared.
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