miércoles, 24 de julio de 2013

Inteligencia artificial


Vivimos en telépolis, la ciudad de los zombis virtuales. Cualquier objeto (no ya aparato) que caiga en nuestras manos funciona gracias a un software de sistema. Vas por la calle y la mitad de tus congéneres son programadores. Hasta el vigilante de la empresa compila código en sus ratos libres.
Haga una prueba: introduzca en un buscador de aplicaciones el nombre de cualquier monserga y al punto surgirá una lista de descargas. Si se baja alguna, entenderá por qué el sueño de la tecnología produce monstruos. El mundo como voluntad ha claudicado ante el  mundo como representación. La vida ya no se vive, se representa. La imaginación ha sido sustituida por imágenes virtuales, un mundo de sombras que se disfraza de vaca multicolor. Antes los niños jugaban al rescate o a la dola, ahora superan niveles. El aumento del estímulo artificial ha sustituido a las cosas mismas. No hay perspectivas sino plataformas. La desintoxicación del adicto digital es parecida a la del alcohólico: tiene que acostumbrarse a vivir en un mundo con menos luces y politonos. Los improperios contra la razón instrumental de filósofos apocalípticos se han quedado añejos. Tal como anunciaron Adorno y Horkheimer, la ilustración, la racionalidad científica, ha devenido barbarie. La crisis, la gran estafa, no ha sucedió por azar ni por las leyes de la historia. Diseño de programas. Ingeniería financiera, las multinacionales del dinero han contratado a las mentes privilegiadas de Harvard para el gobierno de las naciones. Al final, todos enganchados a Matrix.

El joven ejecutivo, hambriento de trabajo y roles, se guía en el mundo borrascoso de la empresa por el lema realista de “es lo que hay” (presagio de cualquier oprobio). Se levanta temprano con los pitidos de la Quinta de Beethoven (los golpes del destino); con el mando multifunción despierta les appareils de ménage  de la “casa inteligente”. Desayuna delante de cinco “interfaces”: la terminal telefónica Samsung, Apple o Android (otro microcosmos cibernético), el portátil o la tablet o ambos, la televisión de alta definición, el dispositivo de teleasistencia de la empresa y la cámara del portal. Dudo que se imponga en el futuro la pantalla única; lo que nos gusta es el exceso de artefactos.  
Sale del piso e introduce su clave en el panel de seguridad. Baja al garaje en un “elevador” implementado con memoria y sensores; con el mando a distancia abre el coche que se aparca solo y pone rumbo a la empresa. El anuncio del modelo de cualquier vehículo les mostrará su equipamiento cibernético. Si se compra uno caro recibirá un tomo de ochocientas páginas (leo el índice): características técnicas, prestaciones, ciclo, seguridad, instrumental, diseño, entretenimiento, audio, comunicación, control… Según parece, cada utilidad incorpora una ingeniería independiente aunque integrada. Átenme esa mosca por el rabo. ¿Cuántas de estas maravillas usará realmente? Se acabó la leyenda del coche fantástico. Todavía alucino con el GPS de mi modesto Ford. Me parece brujería.

Otros ejecutivos de gama alta prefieren ir al despacho en metro tras dar dos vueltas a la manzana con zapatillas air y cortavientos: la moda de acortar la distancia social. Al terminar, ducha sueca y suplemento de nutrientes. Después se calzan un traje a medida de mil pavos. En la esquina sacan dinero de un cajero automático con su tarjeta rebosante de chips: dos nuevos trastos digitales. Más plástico inteligente para llegar al andén. El panorama de un vagón de metro a las ocho de la mañana es desolador: se ha perdido la interacción mediante miradas, gestos o bostezos; algunas teclean el móvil obsesivamente, otros atacan absortos la videoconsola, estas escuchan música rap con unos auriculares rosas que simulan las orejas de un elfo, aquellos leen el último best-seller de Martin, George R.R. en un E-book forrado de goma. Un sistema de control automático del tren (CBTC) gestiona el tráfico de forma eficiente mientras el maquinista, fuera del sistema, se solaza en el túnel con su bella de día (sacado de una noticia de la prensa). Más de lo mismo.

He ahí a nuestro directivo rodeado de cuatro mentecatos. Estrena su agenda conectándose a la veloz intranet de la empresa. Sigue una videoconferencia de los responsables de la división con sus colegas de la multinacional en Asia. Más tarde asiste en la sala de usos multimedia a una simulación en 3D de una nueva matriz de gestión sectorial (¿?). Antes de media mañana visita la planta de producción para supervisar la eficiencia de la cadena robótica. Después se toma un café de máquina donde se puede elegir la temperatura, la cantidad exacta de leche y los miligramos de azúcar, otro programa informático.

¿Somos los demás distintos? No lo creo. Telépolis, la ciudad sin fronteras, tiene instituciones paralelas donde puedes vivir sin moverte. La nueva caverna de Platón: educación no reglada, información total, bancos, bolsa, inversión y circulación de capitales (la clave del batacazo), compras virtuales, redes sociales, museos a la carta, libros electrónicos… ¿Es posible aun salir de Matrix y librarnos de la dictadura de las máquinas? Por el momento solo se me ocurre una idea: leer las novelas de Jane Austin en buenos libros de papel.

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