Friedrich Nietzsche, Ecce
homo. El caso Wagner.
Forma incluso parte de mi ambición el ser
considerado como despreciador par
excellence de los alemanes. La desconfianza
contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete
años (tercera Intempestiva); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me
imagino una especie de hombre que contradiga a todos mis instintos, siempre me
sale un alemán. Lo primero que hago cuando “sondeo los riñones” de un hombre es
mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas
partes un rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distingue: teniendo esto se es un gentilhomme [gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece
irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son
canaille: el alemán nivela… Si excluyo el trato con algunos
artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena
con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de
todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio [un ganso] opinaría que su
muy poco bella alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta
raza con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [los matices] (¡ay de mí, yo soy una nuance!), que no tiene esprit [ligereza]
en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen
en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la vulgaridad, ni siquiera
se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son
quienes deciden; me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida entera es
la prueba de rigueur [rigurosa] de
tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de
délicatesse [delicadeza] para
conmigo. De judíos sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes.
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