Un sistema filosófico
es una concepción coherente y completa de la realidad. El buen lector de
filosofía está convencido, mientras devora a un autor, de que la realidad encaja como un guante en su concepto de razón. Por eso se debe leer a los maestros pensadores de una vez, sin
interferencias, aunque nos permitamos ciertos cruces,
ciertas debilidades y muchas concesiones al entretenimiento, una categoría estética injustamente tratada: recuerdo una patética discusión de Savater con ciertos sepultureros a los que no les gustaba Tiburón o Parque jurásico. Los
mismos a los que fascinaba la gilipollesca Gloria de
Casavettes o la inaguantable Gritos y susurros de Bergman. Que
les den morcilla.
Uno es partidario
sucesivamente de la ley moral en Kant, la espiral del espíritu en Hegel, el
advenimiento del paraíso socialista en Marx, el abismo del eterno retorno en
Nietzsche; el hombre, accidente del lenguaje en Wittgenstein, las esencias
transparentes en Heidegger (un año de mi vida me costó acabar “Ser y tiempo”). Mis
filósofos favoritos. Y vuelta a empezar.
Mientras dura la
inmersión en su obra intentamos pensar “con su propia cabeza”, poner a los
demás entre paréntesis. Aceptamos con Whitehead que la filosofía occidental es
un montón de notas a la obra del autor que nos envuelve. Al final, cuando
el recorrido concluye y las aguas se remansan tratamos de fundar un nuevo espacio.
Ahora soy maniqueo
hasta la médula. En la Biblioteca Nacional me estoy metiendo, entre otros, el
libro de Antonio Piñero, Pensamiento, orígenes y fuentes del
maniqueísmo. El máximo especialista europeo es Henri Charles Puech, un
incansable erudito francés. Me interesa la versión filosófica de esta sabiduría
secular y menos sus orígenes religiosos.
La idea central del
maniqueísmo, como sabemos, es que el mundo está regido por dos principios
contrarios y copertinentes: el Bien y el Mal. Todas las religiones reveladas
son un desarrollo histórico, geográfico, antropológico de este supuesto total
que abarca la naturaleza, el hombre, los dioses, la sociedad, la moral y el
Estado. El maniqueísmo es la versión más pura del conocimiento supremo de la
ciencia del bien y del mal del que habla la Biblia.
Bien y Mal, Luz y
Tinieblas, además de opuestos y complementarios, son potencias de igual rango
o jerarquía. No cabe hablar por analogía eleática de que “el bien es y el mal
no es y no es pensable de otro modo”, pues el ser de ambos es pleno y consistente. El mal no es
una carencia como argumentaba la teodicea cristiana sino exceso y
cualidad. Bien y mal son redondos y nada está decidido en su confrontación final como sucede en las malas novelas.
La versión más
superficial del maniqueísmo afirma que los hechos, los actos, las palabras son
buenos o malos sin más. Al revés, los grados intermedios, a veces de una
sutileza impenetrable, conforman su esencia, pues tales estados son las vías no neutrales que conducen a un lado u otro de la fuerza. Cualquier punto
de partida, cualquier cuestión o problema, cualquier decisión se inclina
infinitesimalmente por la luz o las tinieblas. No se puede distinguir con una
sonda lo que consideramos bueno o malo. El maniqueísmo es,
al contrario, la gnosis, la filosofía original del conocimiento, la visión primordial de
las cosas, una iluminación que pone a prueba los límites del entendimiento
y la voluntad.
La lucha entre el
Bien y el Mal es universal; la prevalencia de uno u otro convoca la
eterna agonía de las luces y las sombras. Participamos necesariamente del juego
pero las reglas no están escritas. A cada cual le toca elegir las suyas. El
juego es la vida. El lema maniqueo es
“ironía o iglesia”, entendida esta última como fijación dogmática de las reglas. Nada se detiene, sólo la impostura simula el final del
viaje. La filosofía moral, igual que la teología, es
una disciplina eclesiástica. El bien y el mal de la ética son variantes académicas
de los usos y prejuicios sociales.
Incluso los conceptos morales más nobles pueden mostrar de pronto la cara del monstruo. Son renglones torcidos, hijos del matrimonio del cielo y del infierno. Tampoco vale el esquema dialéctico
de tesis, negación, superación. Puede tratarse de un falso conflicto o uno verdadero que no conduce a ninguna parte. La crítica banal que tacha al maniqueísmo de simplificar los problemas se derrumba. El maniqueísmo huye
de los dilemas triviales, de los dualismos gastados: deslindar el bien del mal supone templar al máximo
las facultades del conocimiento: intuir, analizar, separar, abstraer…
Finalmente la distinción entre lo bueno y lo malo se decide, como en toda
filosofía, en la conciencia subjetiva, pero no como punto de vista sino como
producción efectiva. La realización del bien es el único criterio de verdad. El hombre
de conocimiento entiende la vida como mezcla y separación de contrarios, contemplación del bien sin mezcla de mal alguno, razón práctica... consciente de
que el maniqueísmo no es un atajo sino un territorio cuyo mapa puede cambiar a
cada instante.
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