sábado, 9 de julio de 2016

Los clubs sociales en la literatura y el cine


Me encanta el relativismo cultural porque descubres instituciones más que apetecibles. Por ejemplo, los clubs sociales. En nuestro país no hay clubs, lo más parecido son los casinos a los que nos hemos referido en otro lugar. También tienen cierto aire de familia las sociedades gastronómicas vascas.
Los clubs sociales son ante todo una tradición británica, aunque existen en muchos países. Por ejemplo, el Jockey Club parisino fundado en  el siglo XIX y ubicado en el número 2 de la Rue Rabelais es uno de los más famosos. Proust, que fue socio, lo cita varias veces en À la Recherche. La nobleza pata negra del Faubourg St. Germain encabezada por el Barón de Charlus pertenecía al Jockey y también algunos burgueses de gama alta como Swann, amigo íntimo del Barón y uno de los personajes centrales de la novela. Pero el asociacionismo voluntario forma parte del genoma de la sociedad inglesa. Se asocian para casi todo. A partir de cualquier agregado estadístico, por ejemplo, los que fuman en cachimba, son capaces de formar un club. Alquilan un local, se inscriben en un registro, nombran una junta directiva, se inventan seiscientas páginas de reglas y vengan cenas y saraos. Dicen las malas lenguas del sur que los clubs ingleses son la consecuencia del mal tiempo y el aburrimiento conyugal del Reino Unido. A salvo del vendaval, la horda masculina se oculta en sus cuarteles de invierno para empinar el codo. Las señoras juegan al bridge y se atiborran de té con scones.   
Hay notables ejemplos de club ingleses en el cine y la literatura. Quien no recuerda a Edgar G. Robinson (el profesor Wanley) en la película de Fritz Lang La mujer del cuadro. El profesor y sus amigos pasan las tardes en su club obsesionados con el retrato de una bella mujer expuesto en el escaparate de una tienda de antigüedades cerca de donde se reúnen. La trama es apasionante pero el final previsible (lo siento). En cualquier caso, no se la pierdan.
La vida del hermano mayor de Sherlock Holmes, Mycroft, con unas aptitudes mentales superiores a las del ilustre detective, se reduce a trasportar a diario su voluminoso cuerpo desde sus habitaciones privadas hasta el Club Diógenes, un lugar de gentlemans solitarios y misántropos del cual es fundador. La regla de oro del club es la obligación de guardar silencio, hasta el punto de que un miembro puede ser expulsado por saludar en voz alta. Es un convento de clausura dedicado a la meditación mundana. El club es la antítesis del filósofo que le da nombre, un vagabundo amante de la pobreza, la vida marginal y la calle, y enemigo de la riqueza, la fama y el poder… En el hermético despacho de Mycroft se cocinan las principales decisiones de la administración británica. Todos los asuntos de Estado pasan por sus manos. En el film de Billy Wider La vida privada de Sherlock Holmes el detective comete un error de bulto que está a punto de poner en peligro la seguridad de Inglaterra de no ser por la intervención de su hermano para deshacer el entuerto. Y es que el eterno femenino nos arrastra. Hasta el propio Sherlock Holmes, que pierde aceite según la leyenda, cae en el garlito de la bella espía alemana.
Todo el mundo conoce la trama de la estupenda novela de Julio Verne La vuelta al mundo en ochenta días.
El flemático y solitario caballero británico Phileas Fogg abandonará su vida de estricta rutina para cumplir una apuesta con sus colegas del Reform Club, en la que arriesgará la mitad de su fortuna comprometiéndose a dar la vuelta al mundo en solo ochenta días utilizando los medios de transporte disponibles en la segunda mitad del siglo XIX. Lo acompañará su recién contratado mayordomo francés, Jean Passepartout (llamado "Picaporte" en algunas traducciones al español)…
El Reform Club de la novela fue fundado en 1836 por el diputado Whig Edward Ellicees y está situado en el número 104 de la calle Pall Mall en Londres. Durante el siglo XIX representó el ámbito social de las ideas liberales y progresistas. Al principio sólo admitía hombres pero a partir de 1981 empezó a aceptar mujeres. Actualmente no defiende ninguna ideología ética o políticaEn el relato de Verne representa el centro de reunión de la burguesía inglesa más emprendedora, una clase social emergente, capaz de forjar un imperio con sus proyectos de expansión y dominio.
Aunque el más célebre de todos los clubs ingleses es el creado por Dickens en su obra Los papeles póstumos del Club Pickwick. Una obra de culto del gran novelista que no pude terminar porque sus extravagantes personajes, el señor Pickwick y sus amigos Nathaniel Winkle, Augustus Snodgrass y Tracy Tupman me parecieron unos solemnes pelmazos. Se dedican a viajar por el ancho mundo para conocer gentes y costumbres y completar una especie de tratado moral de la naturaleza humana, aunque cada vez que ponen en práctica sus quimeras filantrópicas salen trasquilados. La conclusión es que la cosa mejor repartida del mundo no es la bondad, ni siquiera el sentido común sino la estupidez.
Decía el inefable Groucho Marx que nunca formaría parte de un club donde lo aceptasen como socio. Hay un grupo selecto de clubes que se rigen por un principio similar: la exclusividad. Otra frase de Groucho: Hay tantas cosas en la vida más importantes que el dinero… ¡pero cuestan tanto! Estos clubs no serían lo que son si permitiesen que alguien como usted (con perdón) o como yo hoyara la mullida alfombra de sus salones. Además del Jockey, están el Club Bilderberg, el Athenaeum, el Hurlingham Club, el Carlton de Londres, el The Yale Club de Nueva York, el The Austrian Club de Melbourne o el American Club de Hong Kong, entre otros. Sitios en los que tener una fortuna es condición necesaria pero no suficiente para entrar; por ejemplo el peculiar Club Bilderberg. Debe su nombre al hotel en el que se celebró la primera reunión en 1954. No tiene sede fija y desde entonces los hombres más encumbrados del planeta se reúnen cada año para ver cómo está el patio. Cuenta con apenas un centenar de elegidos: David Rockefeller, Donald Rumsfeld, Peter Sutherland, Carlos de Inglaterra, Étienne Davignon, la Reina Sofía o Ana Patricia Botín entre otros. Todo lo que oiga sobre lo que pasa de puertas adentro no son más que leyendas urbanas.
Pero hay otros más accesibles. Pueden imaginarse fácilmente a esos atildados caballeros con chaleco y bombín que se dejan caer en mitad de la tarde por las acolchadas habitaciones de su club para tomarse una copita de jerez o su escocés favorito, leer la prensa conservadora en confortables sillones, jugar la partidita de whist o arreglar los desmanes del reino. Y si esa mañana se han peleado cortésmente con la señora (¡no sé que es peor!), encargan la cena e invitan a su mejor conocido (¿tienen amigos los ingleses?) para contarle ciertos detalles de su discusión conyugal. Después reservan cama para dormir en las habitaciones privadas del club hasta que amaine la tormenta.

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