jueves, 6 de diciembre de 2018

Los nuevos viajeros



Decía Claude Zidi director cinematográfico y guionista de sus compatriotas: “Ah! Los franceses, son pésimos viajeros, les ocurre lo mismo que al camembert”. Las airadas protestas de dos turistas galos, marido y mujer, delante de los restos esparcidos de un templo griego ilustran la opinión de Zidi.

- Nos podrían haber dicho en la agencia de viajes que la mayoría de los monumentos estaban en ruinas.
- No hubiéramos hecho un camino tan largo para ver esto.

En mayor o menor grado, según la antigüedad y conservación de los monumentos, a todos no ocurre algo similar. Por supuesto, no es lo mismo visitar los templos egipcios de Karnak y Luxor, las pirámides mayas, Persépolis, Santa Sofía, el Palacio de Versalles, el Taj Mahal, la cripta de una catedral románica, los bosques de piedra de una catedral gótica o el acueducto de Segovia. Los ejemplos son interminables. Lo cierto es que no podemos contemplar estas obras con los ojos de los hombres de su época. Me refiero exclusivamente a la percepción puesto que tenían los mismos sentidos que nosotros. Otro tema sería lo que pensaban al mirarlos. Los historiadores tratan de reconstruir el significado preciso de una conciencia colectiva que en muchos casos es irrecuperable.
Somos viajeros perdidos en la galaxia monumental, aunque lo compensemos sobradamente con el placer de la buena compañía, las fantasías del pasado aunque sean un disparate ¿y qué?, o la perspectiva de una buena pitanza regional al terminar la visita. En el fondo, las quejas del matrimonio francés van por ahí. Y tienen su parte de  razón. No todos los que visitan, Egipto, Grecia, Irán o Italia son expertos en arte o urbanismo y por mucho que nos informemos en Wikipedia nos gustaría ver esos tesoros tal y como eran originalmente. Además, muchas veces el caudal enciclopédico nos desborda. Cuando empezamos a leerlo en voz alta delante del mihrab de la mezquita, nuestros amigos salen pitando. Algunos se preparan resúmenes antes del viaje con el mismo resultado.
Una parte de la legión de turistas que fotografían compulsivamente los monumentos, además de la sana intención de tener un recuerdo personal (el libro que venden en la tienda a la salida tiene mejores imágenes y además explicadas), utilizan la cámara como contrapartida de lo que no tenemos interés en comprender a fondo. ¡Un viaje de fin de semana no es un máster sobre románico! Además hay que amortizar la entrada. La mayoría nos contentamos con un recuerdo agradable y un cierto barniz cultural (por demás muy personal). De ahí que las video guías puedan resultar soporíferas por su exceso de erudición o bien distraídas por ir al grano de forma inteligente. Lo mismo les ocurre a los cicerones en las visitas guiadas. He visitado dos veces el claustro del Monasterio de Silos, en la hora de vísperas con Gregoriano incluido. La primera vez, un monje sesentón, bajito y barrigudo nos abrumó con todos los detalles artísticos del claustro. Al cabo de un rato empezaron a verse pinganillos y gente que se abría con disimulo. Otros interrumpían el fárrago (y alargaban la visita) con preguntas anodinas. Los niños exasperaban al fraile corriendo y chillando como demonios. Al contrario, la segunda vez un monje joven, andaluz y con cierta veta mística se detuvo en los aspectos centrales del claustro y el resto fue una detallada descripción de la vida monástica y sus ideales religiosos, una auténtica gozada. Nadie se movió. Algunos le felicitamos por su exposición a lo que nos respondía uno tras otro: les ruego que recen por mí para que no se malogre mi vocación. 
Tampoco me convence el viajero incansable del “duermo una noche y me piro”, macho alfa del grupo, que tras pedir en la recepción del hotel un mapa de los lugares más señalados de la ciudad nos impone poner la chincheta a todos. Al final, acabas agotado, mal comido y con un batiburrillo de iglesias en la cabeza que al coger la cama parece que llevas un mes fuera de casa. Pero volvamos al tema central: la frustración del matrimonio francés. Estoy de acuerdo con la propuesta de que cerca de los monumentos, también en los museos, se habiliten cómodos espacios cerrados en las que se muestren, con sucintas explicaciones, imágenes y videos, cómo fueron originalmente esos monumentos, cómo los vieron los ojos de la gente de su época. Tales imágenes y videos tendrán que ser preparados minuciosamente por equipos de estudiosos y especialistas para conseguir, por supuesto, ser lo más fieles posibles al original. Existen en Internet innumerables reconstrucciones virtuales de muchas obras de arte, desde miniaturas, esculturas, pirámides, templos, catedrales e incluso ciudades. Parece razonable institucionalizar esas reconstrucciones sin caer en el kistch ni en el fraude estético. Los actuales programas informáticos diseñados para crear películas y animaciones en tres dimensiones, así como las nuevas tecnologías informáticas que permiten imprimir en 3D (por ejemplo maquetas a escala del interior y exterior de un templo budista) serían instrumentos de un valor incalculable. Algunos han criticado este proyecto institucional con el argumento que si aceptamos el tópico de que "el medio es el mensaje", los visitantes harían cola en el salón de la exposición virtual y se olvidarían del monumento real. En mi opinión, se trataría de una simbiosis provechosa. Nadie se desplaza hasta la ciudad de Petra en Jordania o a la Muralla china para ver una película en 3D por muy buena que sea. Resumiendo, se trata, dos ejemplos, de disfrutar y comprender mejor los restos megalíticos del conjunto de Stonehenge o el templo dórico del Partenón cuando se construyó entre los años 447 y 432 a. C. en la Acrópolis de Atenas.  

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