Nunca me había despertado con una sensación tan vívida de olvido. La luz de una Luna amarillenta, irreal, envejecida, se filtraba por las rendijas de las persianas. No se oía nada, como si las capas de silencio se sumaran para formar una campana de vacío dentro y fuera de la casa. La luz de la lámpara no se encendió; tampoco el foco del techo. Todavía no había amanecido. Mi memoria era plana. Los sentimientos más sencillos habían huido. Los pensamientos se dispersaban como el humo. Traté de hablar y mis palabras resonaron lejanas, como el eco de una gruta. Sentí la lucidez de un cristal recién soplado, translúcida, impropia de un sueño profundo. Era una certeza sin palabras, sin contenidos ni preguntas.
Abrí con esfuerzo la persiana. Como si las lamas se hubieran encajado por efecto del desuso. La habitación estaba como siempre. Los objetos en su sitio: la cama arrimada a la pared; encima, la estantería repleta de libros; los instrumentos musicales que había comprado durante mis viajes colgados en la pared. Enfrente las jarras de cerámica y los cuadros abstractos. El cristal de la ventana se había vuelto opaco como si una espesa niebla lo cubriera. Salí al balcón de la terraza. Nadie en un mundo sin vida. Supe que un tiempo incontable había transcurrido desde que me acosté. Una capa de polvo espeso y ceniciento cubría los objetos: mi mesa de trabajo, las puertas y cajones del armario, la ropa colocada encima de una silla, la maceta con el tronco de Brasil. El despertador parado, con la pila sulfatada, marcaba las tres de la tarde.
Sacudí la ropa y me vestí lentamente, como si quisiera evitar el siguiente paso. Preparé la bolsa de viaje con lo indispensable. Atravesé el pasillo central de la casa dejando las huellas en las baldosas. Me dirigí a la salida sin más, sin recorrer por última vez la casa. Me costó abrir la puerta. La llave, que dejo puesta por seguridad, parecía oxidada. Tras varios chirridos la cerradura cedió. La escalera estaba desierta, no solitaria por las altas horas de la noche sino abandonada. Sabía que por mucho que llamara a los pisos (los timbres no sonaban) nadie saldría. Por las ventanas del patio interior entraba la luz mortecina de la aurora. El ascensor estaba parado entre dos pisos. Bajé lentamente. La barandilla ensuciaba las manos. La cancela del portal parecía manchada de herrumbre. La calle era la misma pero el tiempo había hecho estragos en aceras y fachadas. No había coches, los semáforos no funcionaban. Algunos anuncios se habían derrumbado. Anduve por la ciudad durante varias horas. Vi plazas solitarias, torres sin sentido, extraños soportales, luces sin colores, sombras sin sol, nubes inmóviles carentes de forma; caminos que se pierden en caminos, peces muertos en las fuentes sin agua, ventanas que reflejan muros derribados, amaneceres imposibles, cornisas de contornos misteriosos, bóvedas sin propósito, arcos anteriores al hombre, suelos ajedrezados, estatuas de caballos ciegos, cuarteles abandonados en un horizonte negro, estaciones con trenes que nunca parten, jardines que florecen en oscuros pasadizos. Los cierres metálicos de los comercios estaban cerrados. En algunos, acristalados, se adivinaba tras la penumbra el busto desnudo de los maniquíes sin ojos. Nadie, sólo la soledad espectral como eterna compañera. Me alejo en dirección a las afueras, hacia río y los álamos, a las trochas y a los campos de girasoles todavía dormidos; camino con decisión, pero sin propósito; sólo abandonar aquellos lugares sombríos y abrumadores. Sé que tengo que ir allí y, como en el relato bíblico, no volver jamás la vista atrás.