miércoles, 1 de mayo de 2024

Auster, la música del azar

 

Las ideas filosóficas implícitas o explícitas en la novela son un tema esencial para la teoría literaria y, sobre todo, para el oficio de escritor. Hay dos alternativas: o el autor hace brotar las ideas de la sustancia narrativa por generación espontánea o levanta un andamio de conceptos preconcebidos para apuntalar la trama. Es difícil que la segunda alternativa funcione porque al rematar la obra es imposible desmontar por completo los travesaños que esconden la fachada, ocultan los detalles y arruinan la totalidad. Al revés tampoco funciona, como sugiere Adorno a propósito de Kierkegaard: Toda vez que se pretendió entender los escritos de los filósofos como creaciones literarias, su contenido objetivo fue pasado por alto: la filosofía, por su propia ley de forma, requiere que la realidad sea interpretada mediante una relación armoniosa de conceptos.

Dos ejemplos de un mismo autor: En la obra maestra de Tolstoi (y de la narrativa rusa y europea del XIX) Guerra y Paz, la sabiduría infinita sobre la condición humana fluye al hilo de unos personajes únicos y los recursos narrativos de un genio. Sin embargo, en su última novela, Resurrección, Tolstoi antepone al talento espontáneo las brumosas concepciones que tenía del cristianismo, sus reflexiones pedagógicas sobre la moral social y la dudosa convicción ilustrada del progreso histórico. 

Un ejemplo de la mejor tradición literaria son las novelas de Paul Auster. Hay en ellas un conjunto de ideas recurrentes que se desarrollan sin que se vea el andamio. La idea central es el azar. Cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento y trastocar el curso de la vida. Los métodos heurísticos de predicción son un laberinto sin salida. Lo esencial no es el proyecto que anticipa la experiencia ni la secuencia regular de los hábitos sino la pura indeterminación de lo real. La libertad es una ilusión metafísica, el sujeto constituyente una consolación de la filosofía. Dependemos exclusivamente de los vaivenes imperceptibles de los hechos. No controlamos nada. El hombre no es la medida de todas las cosas sino al revés. Solo podemos hablar del orden de las causas a corto plazo y en voz baja. La causalidad es para el hombre repentina inmediatez y promesa quebrada.

Para Auster, la vida supera lo imaginable. Los hechos son siempre accidentales. El modo de existencia burgués consiste precisamente en poner límites a la contingencia. Aunque en vano, porque la cosa en sí no es la razón o la voluntad sino el azar. Por eso los personajes de Auster aceptan el reto, no tratan de dominar las circunstancias, sino que asumen el riesgo de ser arrastrados por ellas. Aún más, se empeñan en convocar lo inesperado para que el azar destape cuanto antes la caja de Pandora. La selección de alternativas, el compromiso, la evaluación de las consecuencias siempre viene después. Como en la sentencia hegeliana sobre la filosofía, cuando el búho de Minerva levanta el vuelo una imagen de la vida ya se ha consumado. El azar precede a los esquemas mentales de la decisión; la acción pospone el proceso cognitivo; después surgen amplificadas la duda, el error, la culpa y el remordimiento.

Este predominio radical de la acción hace que no entendamos fácilmente a sus personajes. Son seres desarraigados, ajenos a los estereotipos sociales. Individuos anómicos, extraños a los sistemas normales de interacción, raros en el doble sentido del término. Sus vidas son viajes en busca de lo insólito. Pero lo crucial para Auster no es reivindicar lo insólito como tal sino convertirlo en la expresión literaria de las cosas mismas. Lo insólito es la vía de acceso a la contemplación del caos como sistema del mundo. Las novelas de Auster son una recreación literaria de la realidad a escala cuántica: no le es dado al hombre determinar si el gato de Schrödinger está vivo o muerto, sólo si al abrirla hay algo en la caja. La cosa es independiente en cuanto puede acontecer en todos los posibles estados de cosas. (Wittgenstein).

Auster tampoco acepta la presunción de la identidad personal. Para él, lo característico del individuo no es el sustrato permanente de la experiencia interior, tampoco la memoria como principio de unidad pues el azar borra los recuerdos o los vuelve irreconocibles. El sujeto es siempre existencia fragmentada. El azar nos somete a mutaciones imperceptibles, manifiestas o latentes. De ahí que un día, por acumulación o de forma subitánea, sus personajes no se reconocen en el cristal. La introspección se convierte entonces en un ejercicio inútil o autodestructivo hasta que otro accidente les permite desprenderse del molde vacío de su anterior existencia e intentar reinventarse. Pero el juego impone dos condiciones: la imposibilidad de comprender al otro y salvar la distancia que nos separa de un mundo indescifrable, de proporciones infinitas. Al pensamiento sólo le cabe reconstruir sin ningún criterio de verdad consistente las caras cambiantes del poliedro, orientar la acción por motivos puntuales o pragmáticos, tomar decisiones por la presencia de detalles nimios, a menudo irrelevantes. 

Podemos explicar los avatares del azar de muchas maneras, aunque todas las perspectivas tienen el mismo valor. Tan solo difieren por el grado de certeza que les asignamos; y la certeza es la cantidad de incertidumbre que somos capaces de soportar. Conocer consiste en confirmar la potencia absoluta de los fenómenos, aceptar que el mundo de la vida transcurre mediante saltos y lo característico del devenir es la ausencia inocente y cruel de sentido.

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