Pocos pensadores se
tomaron tan en serio la teoría de la evolución de Charles Darwin como su
coetáneo Herbert Spencer. Cinco años después de haber leído Sobre el origen
de las especies por medio de la selección natural, Spencer publica Principles of Biology (1864), obra en la que fiel a los principios de la
selección natural y la supervivencia de los más aptos pretende extender el
evolucionismo a la sociología. Lo cierto es que su intento de introducir los
principios darwinistas en el ámbito de las ciencias sociales no tuvo éxito. Se
consideró, con razón, que se extrapolaban sin rigor científico las leyes de la
evolución biológica a las sociedades humanas; además la teoría comportaba,
sobre todo, consecuencias políticas y económicas. En conclusión, se trataba de
otra mezcla fallida de naturaleza y cultura.
Sin embargo, es evidente
que se ha producido un cambio de paradigma a escala planetaria. El mundo ha mutado,
la globalización y el triunfo de las democracias liberales no es el final de la
historia como anunció Fukuyama, sino historia. Las cenizas de Herbert
Spencer, enterradas en el londinense Cementerio de Highgate frente a la
tumba de Karl Marx, se removerían incrédulas tras constatar la vigencia de
sus ideas, el darwinismo social.
Se agotaron los
argumentos que el neoliberalismo apuró hasta sus últimas consecuencias mediante
la desregulación de los mercados y la normalización de oscuras estrategias para la acumulación de capital sin otros fines. El nuevo paradigma supone
la cancelación del contrato social propio de las democracias representativas. La
ley de gravitación social que sustituye a la oferta y la demanda formula que
los individuos y colectivos más aptos prosperen por todos los medios que hagan
valer su superioridad, mientras que los menos aptos están condenados a la
extinción. Las miserias del sistema son necesarias por cuanto responden a su funcionamiento
natural.
Las democracias
liberales se han derrumbado tras el vaciamiento de sus pilares ideológicos: la competencia
responsable, el flujo reglado de capitales, la autoridad ética y política de la
Organización de Naciones Unidas y las sucesivas declaraciones de los Derechos Humanos.
El síntoma inequívoco del cambio de paradigma fue el hundimiento de la
socialdemocracia y los ideales del Estado del bienestar.
La primera consecuencia del nuevo paradigma es la “antipolítica”; la disonancia entre los textos constituyentes, el significado objetivo de las instituciones, la división de los poderes del Estado, y los acontecimientos nacionales e internacionales que nos abruman. La antipolítica no tiene una concepción ideológica estable al ser sus explicaciones meramente circunstanciales. Son ajenas a la razón práctica: no se rigen por las reglas de la lógica, el arte de la retórica o las normas de la ética. El populismo es la versión más baja (vulgar) de la antipolítica.
En la práctica, la antipolítica comporta la cancelación del contrato social y la subordinación de poder político al poder económico y ambos al poder militar. Algo que siempre ha estado presente como sustrato de la historia desde que los sapiens extinguieron a los neandertales hasta la actual carrera armamentística donde los bloques hegemónicos se retan por tierra mar y aire con artefactos cada vez más letales. El darwinismo social conduce sucesivamente a sistemas autoritarios, autocráticos y, finalmente, totalitarios. El fin de la historia, ahora sí, será la destrucción masiva de la especie humana, resultado de la supervivencia de los más aptos y la ley del más fuerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario