viernes, 13 de agosto de 2010

Las aulas de antaño 1. El examen de ingreso


Las aulas en las que estudié el Bachillerato, las dos reválidas y el Preu son muy distintas de las actuales. He dedicado algunas entradas de este cuaderno virtual a describir algunos rasgos de las primeras; en esta nueva serie voy a tratar de redimir algunas impresiones de las segundas.
Todo lo que sigue está redactado, con mayor o menor acierto, desde el síndrome de la memoria del tiempo recobrado, el único método fiable para reconstruir los haces de piezas dispersas que deberían completar nuestra identidad personal. Intentaré situar los hechos en el comienzo mismo de las cosas y desde una perspectiva lineal, la menos creativa, pero la más fácil y fiable (ha llovido mucho desde que por los años sesenta pasé por las clases de aquel excelente instituto de provincias).
Recuerdo que el trámite inicial para acceder a los estudios de Bachillerato, tras la educación primaria (imposible de rehacer), era superar a los diez años una prueba llamada Examen de ingreso. Cuando llegó el momento, a mediados del mes de julio, mis padres, como muchos otros, me compraron para la ocasión un sombrío traje gris marengo y una corbata azul marino que se sujetaba al cuello de la camisa con gomas (una humillación más). Era el primer año que usaba mis flamantes gafas de miope.
El examen se celebraba en el futuro centro de acogida (el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII), al lado de mi casa, y comenzaba a las nueve de la mañana. Allí me dirigí, con una hora de antelación, acompañado de mi madre, con el pelo cepillado por enésima vez y chorreando lavanda a granel (la mejor, en mi opinión).
El conserje, de riguroso uniforme y bigote recortado, nos condujo a un aula fresca y espaciosa. Por indicación expresa de nuestro guía, un semidiós en funciones, nos sentamos alternados en las mesas de madera oscura.
Enfrente había una tarima sobre la que reposaba una mesa corrida con tres butacas tapizadas de color rojo. Detrás de la mesa una pizarra y encima dos retratos: uno enorme del caudillo, otro del primer director del centro (cuyo rostro nebuloso me recuerda al conde de Romanones), entre ambos un crucifijo convencional de dos piezas.
A los diez minutos, tras una espera en la que no nos atrevíamos siquiera a mirarnos, entraron en fila los miembros del alto tribunal: el presidente, el secretario y una vocal. Nos pusimos de pie movidos por el resorte de un reflejo condicionado. Tras saludarnos lacónicamente, nos invitaron a tomar asiento. Se sentaron también y tras leer el presidente las instrucciones de rigor (la mayoría innecesarias) se sucedieron durante la mañana las tres partes del examen.
La primera, lengua española, consistía en un dictado de diez o quince líneas; te permitían, para salir ileso, dos faltas de ortografía graves y una leve (sin precisar más). La vocal, una réplica exacta de la señorita Rotenmeyer, leyó lentamente y con voz chillona un fragmento azucarado de Platero y yo (he llegado a pensar si la elección del libro fue una velada alusión a nuestra indigencia mental)…
Subrayo en negrita las dudas atroces que me afligieron día y noche hasta que salieron las notas.

Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve, Y las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües se cargan de diamantes. En cada diamante un cielo, un palacio de cristal., un dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía…

Al finalizar lo releyó completo y nos dejó cinco minutos para repasar.

(Media hora de descanso).

Salimos del aula y fue peor. Nuestros padres nos aguardaban en el pasillo angustiados (por lo menos la mía); nos acosaban con preguntas compulsivas, imposibles de responder, en un intento vano de encontrar sosiego. Por fin, una campana de viático nos dirigió al encierro para bálsamo de todos.
La segunda parte, matemáticas, consistía en la resolución de una división por tres cifras y la prueba del nueve para comprobar la corrección del resultado. Obviamente, tenías que hacerla bien bajo pena capital, puesto que los errores aritméticos no admiten grados ni matices.

558831:623

Como el resultado final me salió redondo, sin odiosos decimales (signo inequívoco de la condenación), me convencí de que mi respuesta tenía bastantes posibilidades de ser cierta (como así fue). Además, la prueba del nueve era mi especialidad.

(Otro enervante alto en el camino). Grandes esperanzas.

Por fin, la prueba de cultura general. Esta vez nos quedamos fuera del aula. El conserje con voz tonante nos llamaba por orden alfabético: cuando salía uno, entraba otro. Algunos tardaban más y otros menos. Los más morosos salían llorando y caían en los brazos temblones de la madre que también sollozaba (fue un aviso imborrable de que este mundo es un valle de lágrimas).
Por mi primer apellido, que empieza con ele, me llegó el turno en mitad de la mañana. Entré. De pie, me interrogó el presidente, un hombre mayor, con gafas ahumadas y cara de pocos amigos.
- Cítame tres pintores españoles. (Me espetó sin más preámbulos).
- (Respiré aliviado y agradecí silenciosamente a mi abuelo Joaquín que me hubiera llevado tantas veces, además de al estadio Metropolitano, al Museo del Prado).
- Velázquez, Goya y el Greco (le dije, muy crecido en el castigo).
El Secretario insistió.
- Puedes decirnos un cuadro de cada uno.
- El Cristo crucificado de Velázquez (ante el cual mi abuelo, un hombre de fe, rezaba con emoción). Los fusilamientos del dos de mayo (sic) de Goya y El entierro del Conde de Orgaz de El Greco.
- ¿Los has visto alguna vez de verdad? (me preguntó la señorita Rotenmeyer).
- Sí –contesté-, los he visto en el Museo del Prado con mi abuelo.
- ¿Todos? (disparó el presidente).
- Los dos primeros muchas veces. El último no. Puede que esté en el Prado pero no lo sé (susurré débilmente).
Se miraron. Parecieron darse por satisfechos y me dieron permiso para salir del aula.
A los diez días mi padre, que había ido a consultar las listas sin avisar a nadie por si acaso, me dijo que me había calificado con APTO. En realidad, como supe más tarde, sólo había dos notas.
En Octubre de ese mismo año empezó mi larga andadura por las Enseñanzas Medias (andadura que me ha acompañado toda mi vida y probablemente lo hará hasta el día de mi anhelada jubilación).

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