martes, 20 de septiembre de 2011

La piel que habito


Tampoco se debe esperar lo absoluto del cine, contra los teólogos del séptimo arte. Posiblemente por eso me gusta la película de Almodóvar La piel que habito. Sospecho que una de las modas que sobrevuela la cultura madrileña es que lo políticamente correcto es criticar al director manchego y luego repartir argumentos. Los míos, a favor, son bastante simples porque la cosa no es para tanto. 

Para empezar, no es una película aburrida. Eso sí, se sitúa desde la primera secuencia en ese entramado de elementos plásticos, simbólicos, narrativos, musicales que ha creado Almodóvar a lo largo de su obra. Un mundo propio que, dentro de sus limitaciones y altibajos (que él mismo reconoce y son los del cine) es la aspiración de todo artista.
Uno de los aciertos es la apertura de campo, la incertidumbre argumental, la pluralidad de opciones que se presentan (y se presienten) en cada segmento del film (tengo la seguridad de que gran parte del guión se hizo sobre la marcha entre grandes risotadas). El espectador desconcertado, necesita anticipar en todo momento la dirección del brutal enigma que le plantean. La historia se construye a golpes de sobresalto con la colaboración activa del mirón, cuyas expectativas nunca no se ven defraudadas… Poco a  poco, la película responde a cada una de las preguntas. Esa apertura de campo (en la que Almodóvar hizo hincapié) procede en parte del arquetipo literario al que se alude, Frankenstein, cuyas señas de identidad son la horrible novedad y el escalofrío permanente… y se logra, en gran medida, gracias a la estructura discontinua, manierista, de la narración. Las soluciones elegidas por el guión son excelentes (como una buena jugada de ajedrez entre miles) y no estropean el conjunto como un pegote en la fachada de una iglesia.
He leído que la película podría haber sido contada de forma lineal y sería lo mismo: no estoy de acuerdo. En ese caso, el juego de las posibilidades, de las vueltas de tuerca, de los aciertos y errores quedaría muy mermado. La deconstrucción de la historia no es un recurso retórico para vender el producto, sino una necesidad del guión. La ruptura espaciotemporal, la técnica del flash back, potencia la perplejidad que nos mantiene al borde del asiento.

No estoy de acuerdo tampoco con la “autosuficiencia del film”, una especie de mónada almodovariana sin puertas ni ventanas, un juego autocomplaciente, una manía onanista, un derroche de esteticismo carente de compromiso. En primer lugar, la obra de arte no tiene condiciones previas, no le debe nada a nadie que no sea ella misma, no sabe lo que ocurre alrededor si no quiere y no tiene más principios que los que estime oportunos para alcanzar sus fines. Los ejemplos son muchos y contundentes. Además, La piel que habito no cumple ese supuesto. Más bien filtra la realidad con esa visión invertida y crepuscular del negativo fotográfico, cuya crítica social es todavía más demoledora que el original. La obra de Robert Walser o Kafka son ejemplos de esa visión transfigurada. Tampoco se puede decir que el autor renuncia de lo largo de su obra al realismo costumbrista, lo que ocurre es que sus zambullidas en la fauna ibérica son un tanto peculiares. También Almodóvar ha pergeñado su “Comedia humana”, sólo que a su modo.            

Se ha dicho casi todo de los actores. Es verdad que la dirección, como ocurre en todas sus películas, es muy marcada, rigurosa, incluso agobiante. Se puede alegar, por supuesto, discrepancia con el método y los resultados, pero es evidente que cada actor interpreta lo que Almodóvar quiere y no hay lugar para la espontaneidad, la improvisación, la “frescura” y los tonos personales. En mi opinión, todas sus películas y, especialmente La piel que habito, exigen una dirección obsesiva y milimétrica. No existen cánones de actuación (de hecho los mediocres se repiten fatalmente). Cada film exige una interpretación única, que el personaje rompa con su cliché, incluso con “lo mejor de sí mismo” para adecuarse a la totalidad. El que interpreta Antonio Banderas, por ejemplo, es un psicópata multicolor, lleno de matices (¡más difícil todavía!). 

La objeción más débil es el carácter infumable del argumento. Poco que decir. Carece de interés la categoría de “inverosímil” aplicada al arte. Recuerda la experiencia del burgués con pretensiones, quien, tras su visita al museo, contempla displicente un cuadro de Dalí. Aquí, las excepciones son más numerosas que las reglas. No lo malogremos con razones que valen para otros.

Algunos califican al film de pastiche. De rompecabezas donde las piezas no encajan. Para mí, otro de los méritos de La piel que habito es que consigue una mezcla explosiva de varios géneros… y el engendro camina (¿otra mirada al clásico de M. Shelley?). Se juntan la comedia, el thriller, el psicodrama, el film erótico, el cine de terror y la ciencia ficción. Sin ese pathos inicial, sin aceptar desde el comienzo esa gran propuesta híbrida, descabellada pero coherente, es fácil acabar confundidos, engañados, arrojando tomates al cigarral toledano. 

lunes, 12 de septiembre de 2011

Ética para mi sobrina



Hablaba hace días con una de mis sobrinas, participante del 15-M.
Cuando le pregunté por sus planteamientos y empezó a largar, comprendí enseguida lo cándidos que resultan algunos indignados. Su opinión (trufada en el barullo de las asambleas, en las que todos los gatos son pardos) era que el final de la crisis pasa por una profunda regeneración moral” (¿les suena, a que sí?): nuevos valores, nuevos principios, nuevos proyectos. Torcí el gesto a mi pesar y un bostezo avisó de su inminencia… traté de disimular, pero mi sobrina, por esa infalible intuición femenina, se dio cuenta. Frenó su discurso fundamentalista, manoseado en las acampadas urbanas, y, amoscada por mi falta de respeto a su fe racional, me soltó de sopetón: "Bien, ¿y tú qué piensas de la ética?".

La educación de la juventud al estilo socrático no ha sido nunca mi especialidad (ni mi inclinación natural, ni siquiera con mis hijos), a pesar de haber dedicado más de tres décadas a la enseñanza. Pero esta vez me apetecía decir algo.

Para empezar, sobrina, le dije, no existe algo que sean “los valores morales”. Nadie se ha tropezado con un valor en el trabajo. Ni siquiera aparecen en los sueños. Son entidades abstractas y, lo que es peor, puramente especulativas. Pero no son inocentes. Creer en los valores (¡en una jerarquía de valores morales!) es creer en la ética como la marca blanca de cualquier religión mundana o trasmundana. Siempre estamos dispuestos a levantar una nueva iglesia, porque con los conceptos éticos encajamos a empellones lo que pasa por el mundo.

Nos engañamos. El hombre es un ser curioso, inteligente, inquieto, disfruta al descifrar lo que ocurre alrededor; es más, sin la voluntad de conocer nuestra especie hubiera sido inviable: ¿por qué ponernos unos antifaces gramaticales que nos tapan la visión?, ¿por qué fijarnos en lo que “debiera ser” y no en la belleza de las cosas mismas?, ¿por qué utilizar el don de la imaginación para engendrar quimeras?

En realidad, no actuamos por valores morales, sino por intereses concretos, egoístas (amor de sí, amor propio), por motivos cambiantes y contradictorios; por nuestra constitución fisiológica, por los haces de instintos que proceden de la filogénesis, por motivos internos, intrapsíquicos, que incluso desconocemos, por las pulsiones innatas, ¡aleatorias!, del temperamento, por los rasgos de nuestro carácter adquirido en la familia y la escuela (y, sobre todo al margen de ambas), por nuestra educación intelectual y emocional; también por las metas, objetivos y modas que sobrevuelan la cultura... Los valores morales se reducen a biología, psicología, sociología y poco más.

No confiaría en nadie que fuera excesivamente honesto. Además, cuando alguien perora sobre valores morales apunta siempre a los sombríos conceptos de la antropología metafísica. Huid de los sacerdotes, los sublimes, los profundos, los profetas, los santos, los predicadores, los profesionales del bien y del mal, los depositarios de valores eternos… ¡Así habló Zaratustra!

¿Qué decir de los principios?: Se debe hacer tal cosa siempre y sin condiciones. Lo cierto es que los principios no valen para nada. Sería más honesto decir: “yo actúo así porque me da la gana y además no puedo evitarlo, aunque no se lo aconsejo a nadie”.
Supongamos un principio razonable (excesivamente razonable): hay que ser tolerante con las ideas de los demás.
En primer lugar, depende de cuáles sean esas ideas (le recordé a mi sobrina que los politicastros y mercachifles que nos han desplumado también tienen “ideas”). 
En segundo lugar, no todos los mensajes orales o escritos que pretenden orientar se pueden considerar ideas (la mayoría son ocurrencias vanas, farsas programadas, sermones taimados, escoria política, mentiras arteras). 
En tercer lugar, las tonterías, por ejemplo, que oigo por la radio (tertulias, magazines, informativos, entrevistas) ni siquiera detentan la potencia de ser o no respetadas, están en el limbo de las pamplinas; simplemente las oigo medio dormido o apago sus ecos con fastidio.

Por cierto, uno de los mitos de la democracia representativa (que debemos a su fundador, Rousseau) es la sacralización de la Verdad Ética y Política que la voluntad general establece a través del voto. Pero si algo resulta ilusorio son los principios teledirigidos de un agregado social compuesto por millones de personas. La norma estadística no es el reino de la libertad, sino el reino de la vulgaridad (literalmente, de las opiniones populares), la mediocridad (del irrelevante punto medio) y la inconsistencia (de unos ideales erráticos) que comparte la mayoría. La idiosincrasia de la clase media. ¿Por qué son respetables?

A propósito de la llamada “moral paradigmática”. Imaginemos que alguien fuera capaz de actuar siempre por principios morales: para cada decisión una regla, para cada situación un modelo, para cada problema una fórmula. ¿No es fácil suponer que al final de cada día se preguntase consternado ante un espejo: quién demonios soy exactamente?

El hombre de principios: autoritario, dogmático, arbitrario, narcisista. Un residuo del siglo XIX. Bueno para la novela de costumbres.

¿Nuevos proyectos? Un proyecto moral es un conjunto organizado de normas que regulan un ámbito de la acción. Los Diez mandamientos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el pacifismo, el feminismo, la antiglobalización... Pero nadie puede ser deísta, humanista, pacifista, feminista o anticapitalista todo el tiempo. Se trata de una santidad inalcanzable, heroica, inmensamente gravosa y aburrida…

Excepto en los hábitos cotidianos (¡benditas rutinas que nos preservan de nosotros mismos!), nadie actúa mediante proyectos coherentes. Aceptamos que la vida se basa en la diferencia, la dispersión, la incertidumbre, el error. En consecuencia, actuamos según una ética de circunstancias: un mundo que nos invita a elegir entre una cantidad impensable de bienes y males.

En una ética de circunstancias, la única saludable, damos saltos mortales de un proyecto a otro (y cuantos más mejor). La principal virtud, la que realmente perfecciona la condición humana, no es la bondad, la honradez o la justicia, sino el polifacetismo: en un mismo día podemos ser egoístas y altruistas, espiritualistas y materialistas, voluntaristas e intelectualistas, formalistas y eudemonistas, ascéticos y hedonistas… La vida, un prisma de infinitas caras.

Además, la misión latente (¿o manifiesta?) de los códigos es impedir que pensemos con “nuestra propia cabeza”. ¿Qué acciones caben o no, cuáles están dentro o fuera de los principios de un proyecto? En ese instante de duda, de reflexión, los paladines de la iglesia se ofrecen como las claves exclusivas del invento… mientras el entendimiento y la conciencia quedan relegados a un segundo plano o simplemente eliminados.

Nietzsche en El origen de la tragedia y Sartre en El idiota de la familia, concluyeron con argumentos similares que el mundo de la vida sólo puede ser conocido por el arte y especialmente por las artes textuales; la filosofía entendida como sistema ético es un lenguaje paralelo, extraño, contrario a su sentido profundo. La vida, una singularidad del cosmos.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Ford Madox Fox, El buen soldado


En su novela El buen soldado, Ford Madox Ford (1873-1939) presenta el sofisticado sistema de reglas que rigen la educación sentimental de la llamada “sociedad internacional” de comienzos del siglo XX (la nobleza terrateniente inglesa y la alta burguesía norteamericana) y el amor desesperado de Leonora Ashburnham por su marido Edward (asimismo, el amor de Edward por Maisie, Basil, Florence, Nancy y, en la práctica, cualquier bella mujer que no sea su esposa). Os propongo un lúcido (y discutible) fragmento de El buen soldado; habla en primera persona uno de los protagonistas de este drama personal y colectivo.

Yo he llegado a hacerme muy cínico en estas cuestiones; quiero decir que es improbable creer en la permanencia del amor del hombre o de la mujer. O, por lo menos, es imposible creer en la permanencia de una pasión temprana. Tal como yo lo veo, con relación al hombre por lo menos, un enamoramiento, el amor por una mujer determinada, está dentro del género de la ampliación de la experiencia. Con cada mujer hacia la que un hombre se siente atraído parece llegar un ensanchamiento de la propia visión o, si lo prefiere usted, parece llegar la adquisición de un nuevo territorio. La configuración de las cejas, el tono de la voz, un extraño gesto característico, todas estas cosas –y son estas cosas las que hacen la pasión amorosa-, todas estas cosas, digo, son, en el horizonte del paisaje, otros tantos objetos que tientan a un hombre para que vaya más allá, para que explore. Quiere llegar, por así decirlo, detrás de esas cejas con un dibujo peculiar, como si deseara ver el mundo con los ojos que protegen. Quiere oír esa voz ensayando todas las afirmaciones posibles, hablando de todos los asuntos imaginables; quiere ver esos gestos característicos delante de todos los fondos.
Sobre el instinto sexual sé muy poco y no creo que signifique mucho en una pasión realmente grande. Puede despertarse por cosas tan insignificantes –un cordón desatado de un zapato, la mirada de unos ojos al pasar-, que creo mejor dejarlo fuera de nuestros cálculos. No quiero decir con todo esto que existan grandes pasiones sin el deseo de llegar a la consumación. Eso me parece que es un hecho sabido y que se trata por tanto de una cuestión que no es necesario comentar. Es una cosa, con todos sus accidentes, que hay que dar por sentado, como en una novela, o en una biografía, damos por sentado que los personajes toman sus comidas con cierta regularidad. Pero la verdadera fiebre del deseo, el verdadero fuego de una pasión largo tiempo mantenida y que termina por agotar el alma de un hombre, es el vehemente anhelo de identidad con la mujer que ama. Desea ver con los mismos ojos, tocar con los mismos órganos del tacto, oír con los mismos oídos, perder su identidad, sentirse envuelto, ser sostenido. Porque se diga lo que se quiera sobre la relación entre los sexos, no hay hombre que ame a una mujer sin desear acudir a ella para renovar su arrojo, para acabar con sus dificultades. Y ése será el manantial del deseo que sienta por ella. Todos tenemos mucho miedo, todos estamos muy solos, todos estamos muy necesitados de alguna confirmación exterior de que merecemos existir.
De manera que, durante algún tiempo, si tal pasión llega a consumarse, el hombre conseguirá lo que desea: logrará el apoyo moral, el aliento, el alivio de la sensación de soledad, la seguridad de su propia valía: pero estas cosas pasan; pasan tan inevitablemente como las sombras atraviesan los relojes de sol. Es triste, pero es así. Las páginas del libro se hacen familiares; hemos tomado demasiadas veces la curva más hermosa del camino. Bien, esta es la parte triste de la historia.
Y sin embargo, creo firmemente que para cada hombre llega al fin una mujer… pero no; esa es la manera equivocada de formularlo. Para cada hombre llega al fin una época de la vida en que la mujer, al poner en movimiento su sello en la imaginación masculina, lo pone definitivamente. Ese hombre no viajará ya en busca de nuevos horizontes; nunca más se echará el macuto a la espalda; abandonará esos excesos. Se habrá retirado.