Ahora
mismo, entre los escritores norteamericanos contemporáneos mi favorito es John
Irving. Su talento se funda en el poder de la imaginación, en la fuerza para encadenar
hallazgos, en la ironía que surge de la trama y unos personajes que
siempre hablan por sí mismos ajenos al fárrago y a la tesis encubierta. Una
frase resume la intención del artista: escribe si tienes una buena historia que contar.
Posiblemente
sus mejores novelas sean El mundo según
Garp y Una mujer difícil, pero para
mí, ninguna es tan entrañable como Oración
por Owen. Aprovecho que estamos en Semana Santa: si piensas
que el ciclo de la pasión de Jesús está agotado, lee Oración por Owen. Da igual las convicciones que tengas. Jamás presentirás
el argumento. Al pasar las páginas no puedes dar crédito a tus ojos. Pero la
intensidad narrativa, la energía luminosa del relato, hace que todo resulte más que verosímil. Tus defensas
naturales caen, tu “sentido crítico” se esfuma y te entregas sin condiciones a
la causa. A las cinco de la madrugada no puedes cerrar el libro. Compras a
plazos sus obras completas. La mayor virtud del escritor (también del filósofo)
consiste en arrastrarnos a su mundo. Ser hegeliano o irvingniano por convicción:
en esto consiste el placer de la lectura.
Mientras
que el Zaratrusta de Nietzsche es una parodia de los Evangelios, el Libro de
Irving es una puesta al día. Permitan que les adelante algo con intención de aguzar
el apetito. Owen es el enigmático hijo de Dios en pleno siglo XX. Pero no habla
ni actúa vulgarmente, como uno de esos falsos profetas que aligeran el bolsillo
de sus fieles, sino del único modo posible que… nos permite seguir con la
novela y no tirarla en la página 15.
Hay en
Irving dos tipos de personajes: el normal que se hace raro hasta donde resulta
posible (Eddie, el joven amante de la madre de Ruth, en Una mujer difícil) y el raro que insiste hasta lo imposible en su
rareza (Jenny Fields, la enfermera-madre, en El mundo según Garp). Owen pertenece a la segunda clase. Es un niño
de metro y medio de estatura que no crecerá más. Hecho a escala, su cuerpo y
sus facciones son normales, bien formadas, con un cuerpo que flota más que pesa
y una voz que corta el aliento. En el colegio sus compañeros se lo pasan de
mano en mano. Su éxito con las mujeres es inmediato. Todas desean tocarlo en
una versión ampliada del Noli me tangere
de Correggio. Su padre es un artesano del granito que dirige un lóbrego taller
de pompas fúnebres y su madre hace tiempo que vegeta en un laberinto propio. La
vida pública de Owen comienza con la amistad de un compañero de colegio, John
Wheelwright, cuya madre, hermosa y soltera, y su inteligente abuela (una saga con
prestigio social) lo adoran y protegen. John será su único y verdadero amigo y quien
desempeñe el papel de biógrafo en la obra.
Owen
siempre actúa en clave de destino. No
quiero vivir como un héroe, soy un héroe, afirma. Si hay un tema evangélico
por excelencia es el de la divina predestinación. En todos los momentos de su
vida, escuela, colegio, universidad, ejército, puede elegir otros proyectos
(socialmente más valiosos) pero los descarta sin vacilar. Su palabra concluyente siempre aparece con mayúsculas. Toda la
comunidad de Gravesend (New Hampshire), un pueblo de la América profunda, gira
en torno a su presencia irresistible. La gente de la comunidad, otro gran logro
literario, es una fauna del mejor Dickens. Al hilo de la novela todos los
enigmas son analizados con rigor dialéctico y sentido del humor. El conjunto es
eficaz, no un montón de ocurrencias fragmentarias. En ningún caso Oración por Owen es una novela
oportunista (una plaga estética junto con las mistificaciones históricas y los relatos para jóvenes).
Las religiones
cristianas de Gravesend forman parte de la intriga teológica:
congregacionalistas, episcopalianos, anglicanos, católicos. Los últimos son los
peor parados; Owen habla de la ofensa innombrable que infringieron en un tiempo
a su familia. Detesta a las monjas a las que llama pingüinos y cosas peores, la
represión sexual, la hipocresía, el gusto por la pompa y circunstancia. Sólo se
salvarán del azufre un modesto párroco irlandés y la monjita que lo atenderá en
sus últimos instantes.
Es espléndida
la escena del nacimiento viviente en la escuela. Owen hace de niño Jesús en la
cuna gracias a su menudencia. Escoge entre sus compañeras a una deslavazada
Virgen María que sólo quiere cogerlo en brazos con el consiguiente cabreo del infante
envuelto en pañales como una momia; cuando por fin lo acuna tiene una tremenda
erección, evidente para la chica y la esposa del pastor episcopalista (Owen está
dotado de un modo formidable como se sabrá después)…
En una representación teatral dirigida por Dan, su padre adoptivo, encarna el
“espíritu del futuro” y descubre escrito en la tumba del atrezzo la fecha de su muerte y las circunstancias que la envuelven. El dramatismo
de Owen ante la tremenda revelación hace que el público huya estremecido de la
sala antes de terminar la obra… Nunca olvidarán ese momento.
En Gravesend
Academy, un centro de renombre que lo admite gracias a sus mecenas, es siempre
primus inter pares: Jesús entre los
doctores en el aula, guía espiritual entre sus colegas, modelo para la comunidad. Pero
sin moralina: llega a falsificar credenciales académicas para que sus
compañeros puedan pedir alcohol en los bares. Ten fe y peca fuertemente (¿existe una frase más mundana?). Su
éxito con las chicas suscita la admiración de sus rivales. Evita la pelea pero se
defiende como una comadreja, quien le ataca lo paga. Dirige la prensa de los
alumnos con Voz tonante, se enfrenta a las mentiras interesadas del nuevo
director, un filisteo ignorante, racista y antisemita, lo cual le cuesta la
expulsión y al otro la posterior (y monumental) caída: si no temiera aburrirles
recordaría ciertos detalles…
Si su amigo
es John, su novia es Hester, una joven hermosa, sagaz y conflictiva. Hay dos
Marías Magdalenas, una tibia y deseable, y otra en efigie. Conoció a la
primera, Hester, prima hermana de John, en una fiesta familiar en 80 Front
Street, Gravesend, la mansión de la abuela Wheelwright. Al final de la reunión,
la chica evita las atestadas toilettes
y decide hacer pis en el jardín. Para mayor comodidad se quita las bragas y se
las deja a Owen que, prendado del gesto, no se las devolverá jamás. Un
repentino chaparrón veraniego cala el fino vestido de la joven y muestra sus
desnudos matices a la ofuscada concurrencia… la otra María de Magdala es de
cemento y abre sus brazos como un mendigo
suplicante en el patio del convento de las monjas. Ni siquiera Hester, con su pasión incandescente, podrá apartarlo de su sino; llegará a zurrarle desesperada para que abandone sus insensatos planes.
Renuncia a
Harvard y a Yale que le abren sus puertas con becas de excelencia a pesar de su
graduación postiza en un centro público (¡así son los norteamericanos!). Para afrontar
su destino se alista en las fuerzas armadas. Su interés se vuelca en combatir
en la guerra de Vietnam, de la cual abomina, y cumplir así la voluntad incomprensible pero justa de Dios ("Creo porque es absurdo", todas las religiones se fundan en este dogma). A
pesar del empeño, sus superiores no le autorizan a viajar por su menguado físico
y, mientras insiste una y otra vez, lo destinan a un puesto de oficial de protocolo
en la ceremonia de entrega del ataúd y la bandera a las familias de los soldados muertos.
¡Todo un genio en el arte de consolar al afligido! La narración del entierro
del hijo de un clan de maleantes de los barrios bajos es un prodigio de
realismo sucio.
No les
cuento la consumación del sacrificio esencial de Owen. Cuando llega el
día funesto espera que no aparezcan los signos fatales del hado. Duda
por primera vez, ¡Señor, aparta de mí este cáliz y dame una vida
mejor! Pero no. Sólo les puedo anunciar que hay por medio un grupo de niños. Se me
hace un nudo en la garganta al recordarlo. Sólo me resta aludir al multitudinario
funeral en Gravesend Academy que reúne a todos los que le amaron menos su novia,
quien le advirtió que no estaría allí para llorarlo. Tampoco hablo de sus fugaces
apariciones al tercer día, único
rastro de la vida perdurable, para revelar a John Wheelwright ciertos flecos
que marcarán su existencia. La pregunta no es si Owen fue
feliz, sino que clase de felicidad vivió. Comparto la oración universal de Gravesend,
su pueblo: Señor, por favor, devuélvenos
a Owen Meany.
Así es, Rodolfo.- Vaya a saber porqué, en algún momento de la lectura del libro, el inefable Owen me hizo acordar Ignatius, de "La conjura de los necios".- Conmparto con Ud. su opinión sobre la valía literaria de Irving en la narrativa actual.- Pensar que hace poco leí en El Pais, una reseña de Eduardo Lago sobre la literatura Norteamericana contemporanea y no lo nombra a Irving!
ResponderEliminarExcelente reseña, gracias y un gran saludo.-
Gracias por tu amable comentario. Acabo de terminar "Las normas de la casa de la sidra" y me ha parecido una novela excelente...
ResponderEliminarSaludos
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBueno, parece que estamos en la misma ruta.- También terminé hace poco "Las Normas...".- Extraordinaria.- Originalísima.- Con todo lo bueno que debe tener una gran novela.- Literatura pura.- Un gran saludo, José (el "Unknown" del 21-5-13 17:23).-
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