Leía ayer absorto el
estupendo comic de James Vance y Dan Burr Contra las cuerdas cuando
salió mi hija de su cuarto, miró el libro por encima del hombro, sonrió con un
gesto que conozco (¡A ver si maduras!) y se fue a la nevera…
- Los hombres no
maduramos nunca, le dije al volver.
- Sólo maduran los
aburridos, matizó.
Mi afición por el cómic viene de mi adolescencia conquense, incluso antes. Y en gran parte se la
debo a Óscar, el dueño de un quiosco de venta e intercambio de cuentos que
había a menos de cien metros de mi casa. Sólo tenía que cruzar la
calle, un poco más allá del bar La Martina. Lo recuerdo como si lo tuviera delante. Se trataba de un tenderete
dentro del portal; entrabas y a la izquierda había un mostrador forrado de hule
oscuro de unos tres metros; el interior estaba lleno de estanterías metálicas
con agujeros y debajo la caja del dinero o similar (no se veía). El cartel con
los precios, al lado de un almanaque de pared, cambiaba cada tres años. Óscar
era un tipo de edad indefinida, entre cuarenta y sesenta, bajito, de pelo
canoso, gafas de concha sobre la enorme nariz y guardapolvo azul; en la calle
parecía más alto. Pero sobre todo me acuerdo de sus manos: velludas, ágiles en el manejo, precisas como las de un cirujano.
Era un negocio sin
trampa ni cartón, no como los llamados “intercambios de archivos” que se dan en
la red a través de los programas P2P. El procedimiento era
sencillo: supongamos que llevabas tres cuentos. Óscar cogía el primero, lo
examinaba por dentro y por fuera, después sacaba de los anaqueles un mazo de entre diez y
quince ejemplares. ¡Con que arte manejaba los tacos, ordenaba, alineaba, guardaba! Había dos criterios: la
colección y la conservación. De una misma colección, por ejemplo El
teniente Blueberry, los tenía nuevos, en buen estado y sobados. Los
que estaban en la últimas los devolvía con gesto amable. Cuando te daba la salida,
sin prisa pero sin pausa escogías. Una vez cambiados, pagabas y a disfrutar.
La circulación de bienes era fluida, aunque si ibas con frecuencia las
novedades se resentían. Era el momento de comprar y alimentar allí mismo el mercado. Lo bueno de Óscar era el trato personalizado. Como conocía los gustos de cada cual te daba sabrosos consejos
mientras decidías tus cambios o compras.
Los cómics (como por fin los hemos llamado) que trocaba en el quiosco de Óscar eran un reflejo de la sociedad civil y militar de la posguerra. El guerrero del
antifaz tajando infieles al grito de ¡Santiago y cierra España! era un remedo de la censura eclesiástica; Roberto
Alcázar y Pedrín armados con porra y pistola, trasunto de los matones
del régimen; Carpanta, un vagabundo cuyo único objetivo era manducar un
mendrugo de pan con una sardina arenque, un espejo de la España del gasóleo y piojo verde; los nimios problemas de La
familia Cebolleta, un paradigma moral de la familia franquista; o los demasiado jaleados El Capitán Trueno y El Jabato, símbolos
de las gestas transnacionales de la banca y la cristiandad. Y sobre todo, los cuentos apaisados de la colección Hazañas bélicas de Boixcar en cuyas
viñetas los marines norteamericanos llamaban a los
nazis de las Ardenas “fritzs cabezacuadradas” y a los japos de
Guadalcanal “perros chinangos” antes de fulminarlos. Eran los tiempos en que el General Eisenhower
saludaba a la multitud en la Gran Vía desde un Rolls Royce descapotable
escoltado por la guardia mora mientras Franco dormitaba a su lado.
Cuando volvía a mi
casa, tras devorarlos (y ante la aprensión creciente de mis padres) sacaba
lápiz y cuaderno y jugaba a pintar mis propias aventuras tirado en el suelo.
Hojas y hojas llenas de sables, tanques, caballos, portaviones, legionarios,
soldados. Por allí desfilaban las batallas del Maratón, de Midway, de las Navas
de Tolosa o la derrota de Rommel en el Alamein. Hubiera preferido jugar al
fútbol o al pillado, pero… Si hubiesen estado de moda los psicólogos
infantiles, habría acabado en la consulta de alguno. Me lo imagino interrogándome con mirada alucinada tras observar mis cuadernos.
- Por qué pintas
esto.
- Porque me divierte.
- ¿Te divierten las
batallas?
- No, me divierte
pintar las batallas.
Recuerdo a mi abuelo
materno regalarme con intención terapéutica La isla misteriosa, El
libro de las tierras vírgenes o El Conde de Montecristo.
Sin éxito. Estuve cambiando cuentos en Óscar hasta que acabé la carrera (nueva
alarma de mis padres por mi salud mental). Sin distancia bretchiana compaginaba la lectura de Superman o Batman con
los libros de Roman Gubern sobre el lenguaje de los comics. Después, mucho
después, agradecí a los cuentos de Óscar los servicios prestados y los guardé
en un cajón del que curiosamente desaparecieron. Pero todo permanece. Hoy tengo una aceptable
colección de comics y al menos una vez al mes frecuento las
excelentes secciones de la FNAC, La Central o la Casa del Libro. Cuando vuelvo a mi casa con la mercancía disimulo hasta ponerla a buen recaudo para que nadie se preocupe por mis manías. Me siento un Mik Jagger de la historieta, ¡Sólo son comics, pero me gustan!
No me extraña que te hicieras profesor de filosofía. Yo siempre digo que los niños de mi generación no fuimos educados en la beatería del catecismo sino en el cinismo del moroso Vázquez, de Mortadelo, de Carpanta, sí, o, sobre todo, de mi admiradísimo Coll, un gran artista que las pasó canutas y tuvo un terrible final. Muchas de sus tremendas viñetas, llenas de dolor y de ternura, siempre graciosísimas y maravillosamente dibujadas, se considerarían ahora inapropiadas para un infante que empieza a leer. Y sin embargo ahora, muchas veces, cuando quiero abstraer una cruel contradicción de nuestro mundo, se me viene a la cabeza alguna de aquellas tiras cómicas. Así que tampoco estaría de más que dedicases una entrada de estética a aquellas pequeñas joyas. Tus lectores nos frotaríamos las manos. Salud.
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